Lo vio desde el primer momento. Pero no hizo caso. Como si evitarlo fuese a hacer que desapareciese. Por eso, cuando, por fin, se quedó solo – con la espalda molida y las cajas apiladas ocupando todos los rincones de su nueva casa – fue consciente, de nuevo, de que estaba allí. Se acercó y lo abrió. Un álbum de fotos. Un simple álbum de fotos. Pero, ¿de quién? Y ¿qué hacía allí? Lo ojeó, pasando por las imágenes. Desde jóvenes en fotos con colores desvaídos y sonrisas desenfocadas, que se abrazaban y posaban, invitando a un futuro que, sin duda, esperaban prometedor, hasta miradas que se clavaban, con toda la fuerza de los años que se mecían en las bolsas y las arrugas que rodeaban los ojos. Entre ellas, una vida, una vida que se mostraba, impúdica, ante él, que no sabía muy bien qué hacía ojeando el álbum.
“Será del antiguo dueño de la casa”, se dijo, y lo cerró, dispuesto a irse a dormir.
Al día siguiente preguntó a su casero:
- ¿Un álbum de fotos, dice? No. No sé de quién puede ser. No recuerdo haberlo visto. Vaciamos la casa. Vendimos todos los muebles… Y se ha reformado entera. No, no sé qué hace allí. Yo compré el edificio entero, para alquilar, ya sabe. Tírelo, Nadie lo va a reclamar.-
Pero a Alberto le daba no sé qué tirarlo. Le parecía una especie de sacrilegio, un atentado contra la vida de alguien. De ese alguien que no sabía quién era y que le sonreía desde las páginas gastadas. Intentó averiguar algo a través de las imágenes. Por la calidad y la ropa que llevaban sus protagonistas, las fotos empezaban en los setenta. Pantalones de campana y melenas lacias con grandes patillas. El protagonista, muy joven, casi un niño, rodeado de otros tan jóvenes como él, en distintos escenarios. Se adivinaba un Madrid que empezaba a cambiar, entre Seat 124 y Renault 5, con las siluetas de casas y calles que bien podrían ser las de ese barrio donde Alberto había comenzado a vivir. Un barrio con solera, cerca del centro, con casas como la suya, de techos altos y escaleras empinadas. Un barrio de familias bien, de las de toda la vida, con portero y entrada de servicio… Antes, Ahora los pisos se habían dividido en dos o tres apartamentos como el suyo, en el que cada centímetro contaba, con una remodelación muy mona, muy de revista de decoración, que conseguía cambiar los largos pasillos por espacios multifunción. Nada quedaba de esas casas señoriales, solo la puerta de entrada, de madera maciza, que daba acceso a otras dos, la de su piso y el de su vecina. Tampoco había rastro ya del portero, lo primero en lo que él pensó. Un portero le habría aclarado las cosas, le habría dado todos los detalles sobre ese hombre que le miraba fijamente desde las últimas páginas del álbum, el del bigote cano y la sonrisa ausente. Pero ya no había portero. Ni vecinos a los que preguntar. Ya no había nada. Solo un ascensor claustrofóbico, que recordaba tiempos mejores y unas molduras en los techos de la entrada que hablaban del esplendor de otra época. Los vecinos, como él, eran inquilinos recientes, todos en sus treinta, atareados, algo hoscos y sin tiempo para perderlo charlando. Encantados de haber encontrado un piso tan conveniente, en una zona tan buena, por un precio tan razonable.
Sabía que lo mejor, lo más sensato, era hacer caso a lo que le había dicho su casero: tirar el álbum, olvidarse de él; pero, por algún extraño motivo, no era capaz. No podía evitarlo. Lo miraba con frecuencia, como en un ritual que le esperaba a la llegada del trabajo.
Hasta que vino el confinamiento. Y entonces comenzó la obsesión. Si antes, ojear las páginas del álbum se había convertido en una especie de manía, que le ocupaba unos minutos después de la cena, mientras veía alguna serie, ahora, con la soledad forzada, se había vuelto una auténtica fijación.
Mirar las hojas gastadas, de papel con plástico adhesivo, las fotos pegadas, las risas, los colores, los fondos borrosos… todo. No tenía nada mejor que hacer. Vivía solo. Estaba solo. Solo en un piso de menos de cincuenta metros cuadrados, que daba a un patio interior. No conocía a sus vecinos. No había tenido ocasión antes de la cuarentena y ahora se había vuelto imposible. Nadie con quien hablar, si no era a través de una pantalla. Nadie con quien reír y compartir comentarios, con quien discutir de fútbol o de política, con quien asombrarse de las cifras de la pandemia. Nadie. Solo él, la televisión y el álbum. Solos. Se acabó arreglarse todos los días para ir al trabajo. Ya no tenía trabajo. Al menos, por un tiempo. El que durase el estado de alarma, le habían dicho. ¿Y cuánto era eso?, ¿cómo saberlo si hasta unos días antes nunca había oído esa expresión? Sí, quizá en alguna película, de estas de ciencia ficción. O en el instituto, vete a saber, cuando estudiaba. Pero nada más. No tenía referencias. No las había. Y estaba solo.
- Te vas a volver majara.- Le dijo su hermana, cuando le comentó su obsesión por el álbum.- ¿Has mirado si hay algo escrito en las fotos? –
- ¿Algo escrito? – preguntó, como si no entendiese bien.
- Sí, una fecha, una dirección. No sé. Algo que te de una pista. Ya que tienes esta fijación, por lo menos, intenta desentrañar el misterio, que te sirva para algo, como un juego. Mira a ver. –
Y lo hizo. Fue una a una. Despegándolas. Tirando con cuidado de los bordes hasta hacerse con ellas. Y lo que apareció en su reverso, le ayudó a construir una línea del tiempo. Casi todas tenían una fecha, mes y año. Ya casi no lo recordaba, pero era muy frecuente que, cuando se revelaban las fotos, todo el carrete viniese con esos datos grabados en la parte de atrás de las fotos. No se había equivocado. Las imágenes iban desde noviembre de 1979 hasta marzo de 2018. Casi cuarenta años. Y un hombre que empezaba a aparecer con unos dieciséis o dieciocho y terminaba con casi sesenta. Al menos, eso aparentaba. Pero, aparte de las fechas, poco más pudo adivinar. Solo dos fotos contenían información adicional. Una en la que aparecía una joven, peinada al estilo de los años ochenta, sonriente y bronceada, sentada frente a una playa, que rezaba: “Playa de las Salinas. 1984”. La otra mostraba a un grupo de seis personas, cuatro hombres y dos mujeres, en un interior, que parecía una cervecería o algo parecido, con mesas corridas de madera y pinturas en las paredes: “Munich, agosto de 2000″.
Nada. No tenía nada.
Fantaseó con la historia del hombre. Primero pensó en cómo se llamaría. Manuel, Francisco, José…. Un nombre normal, ¿no? Le pegaba. Luis, se decidió por Luis. Sí, ese nombre le quedaba bien. Iba tanto con su sonrisa juvenil, de cañas por el barrio, como con la severidad de su mirada en las fotos finales. Decididamente, se llamaba Luis.
¿Y cuál sería la vida de Luis? Imaginó varias alternativas. ¿Un abogado de éxito?, ¿un autónomo dueño de un restaurante?, ¿un oficinista en una gran empresa?. ¿cómo estaría ahora?, ¿cómo le estaría afectando a Luis la pandemia?
Fantaseó varios días con las posibilidades hasta que se decidió por una vida. La de su Luis. Casado con la chica de la foto en la playa. Dos hijos. Empleado en un banco. A punto de prejubilarse. Esta crisis era una más de las que había vivido a lo largo de su carrera profesional. Una más y… quizá la última. Pobre Luis. Le daba pena. Quizá si acababa sin trabajo no podría pagar la universidad para sus dos hijos. O el Máster, o lo que quera que estuviesen estudiando. Eso no lo había decidido.
Y así pasaron sus días. Atento a las noticias que alumbraban realidades no imaginadas. A la espera de cómo iba evolucionando la enfermedad. Entretenido con la vida de Luis que iba entretejiendo en su mente. Con él, los días se hicieron más cortos, la soledad menos triste, su futuro le pareció menos incierto.
Se alegró cuando se empezó a poder salir a la calle, a unas horas determinadas. Se acostumbró a llevar la mascarilla, e incluso los guantes, al principio. Luego los guantes ya no. Solo la mascarilla, siempre, con las gafas empañadas y las orejas que le dolían de tantas cosas alojadas en ellas. Poco a poco se fue olvidando de Luis, ante la posibilidad de ver y hablar con otras personas. Pensó que él, Luis, también estaría recobrando su vida anterior. La que seguía a esa última foto en el álbum. Y poco a poco fue dejando de consultarlo, ocupado como estaba con su propia y verdadera vida.
Prácticamente se había olvidado ya del enigma, ese que le consumió durante los días de la cuarentena. ¿Quién era esa persona del álbum y por qué estaba en su casa? Puso el televisor y, antes de que apareciesen las cifras de nuevos contagios, las de muertos y las curvas de evolución, le vio. Allí estaba. Él. El protagonista de su álbum de fotos. Luis. Corrió hacia el mando a distancia para subir el volumen y saber por qué hablaban de él. Solo llegó al final de la noticia, a oír lo que decía el locutor:
- …. Está desaparecido desde ayer.- Y nada más. Intentó leer las letras sobreimpresas en la parte de abajo de la imagen, que corrían antes de que él pudiese leerlas. Nada que ver con la noticia del hombre de la foto. Del hombre de las fotos. El que descansaba en las imágenes del álbum del cajón. Sonó el timbre. Pero, ¿quién era ese hombre? ¿Era peligroso? Su Luis no era finalmente el empleado normal de vida rutinarias, sino alguien que salía en los telediarios. ¿Tenía acaso entre sus manos la prueba de algún tipo de delito? Todas las preguntas volvieron a él. El enigma, de nuevo, abierto. Fue hacia la puerta, sin pensar en otra cosa que no fuesen las imágenes de la televisión, las del álbum. ¿Quién era de verdad “su” Luis?. Abrió la puerta y, a pesar de la mascarilla, a pesar de la expresión y el movimiento, reconoció los ojos fijos que le habían mirado desde la última imagen del álbum, los de la fotografía en la televisión… Era él.
Lo que hizo el confinamiento!! Dar importancia a tantas cosas… que bonito relató!!
Cuanta soledad ha dejado al descubierto la maldita pandemia. Tus relatos no me defraudan nunca
Relato muy interesante, inquietante y entretenido. Espero la segunda parte
Muy bueno; ya está tardando la segunda parte. Nos hemos acostumbrado a consumir las temporadas completas del tirón
Ya lo tienes, en el siguiente, «la casa familiar». No tienes más que pedir…