Arder en la memoria

Esta semana voy a publicar en este blog un trocito de mi novela «Arder en la memoria». Se trata de la misma parte que se teatralizó en la presentación del libro en septiembre de 2016. Uno de los primeros enccuentros de Rosario con doña Catalina. Espero que sirva para que todos aquellos que no lo hayáis hecho, compréis el libro y lo disfrutéis. Podéis hacerlo, pinchando aquí.

 

«Hacía un mes que Blanca había entrado en el convento. Un mes en el que Rosario no había vuelto a coincidir con doña Catalina.

 

Acudía a la casa prácticamente a diario para conversar y seguir su aprendizaje con don Diego, pero, desde aquel día en el que se cruzó con doña Catalina y Blanca no había vuelto a verlas. No pudo, tampoco entonces, hablar con Blanca. Antes de decir una sola palabra, apareció don Diego, que no se dio cuenta de la sorpresa que Rosario causaba en su mujer y en su hija. Y, sin darles tiempo para reaccionar, condujo al muchacho hasta la biblioteca.

 

No se había despedido de Blanca. No había podido decirle nada. Tampoco sabía qué era exactamente lo que le quería contar, pero no haber podido hablarle le atormentaba.

 

Pensaba mucho en ella. Recordaba su rostro, sorprendido al verle, y creía adivinar mensajes ocultos en sus gestos, en su expresión, en cualquier cosa que pudiera darle alguna esperanza.

 

Blanca estaba en el convento. Y allí se iba a quedar por un tiempo. Un tiempo largo que a Rosario se le antojaba inabarcable. Años. Estaría algunos años antes de casarse. Y entonces…. Entonces sí que la perdería definitivamente.

 

Pero, si le atormentaba pensar en Blanca, también lo hacía recordar a su madre. Doña Catalina le había mirado, le había mirado con una expresión que, según Rosario, no dejaba lugar a dudas. Le reprochaba haberla desobedecido. Él no había cumplido lo que doña Catalina le había ordenado. No lo había hecho y eso la enfureció. Ese era el motivo por el que temía encontrársela y cubría la distancia que le separaba de la entrada de la casa deprisa, sin detenerse, como hacía antes, a mirar por si veía alguien en las habitaciones. Ahora no quería ver a nadie, no quería encontrarse con nadie. Las dos hermanas estaban en el convento y Luis había vuelto a Alcalá de Henares. En la casa solo quedaban los señores, sus padres y, sabiendo que encontraría a don Diego en la biblioteca, no tenía ningún interés en ser visto por el otro miembro de la familia que quedaba.

 

Ese martes, don Diego se despidió antes de lo acostumbrado. Le dijo que había quedado en verse con sus contertulios en casa de su amigo don Bartolomé; pero que no se preocupase, que acabase de copiar los versos que estaba trascribiendo y luego se marchase. Le dejó solo en la biblioteca. Rosario no fue plenamente consciente de esa soledad hasta que otra persona vino a romperla. Sintió su presencia antes de que entrase en la habitación. Quizá fue el roce la tela del vestido en el suelo, quizá fue el ruido de sus pasos, apenas audible por las chinelas que cubrían sus pies, quizá fue el leve sonido de su respiración; pero lo cierto fue que Rosario sintió un escalofrío y, cuando levantó la mirada, encontró a doña Catalina frente a él. Seria, muy recta, como si su figura estuviese sujeta y nivelada por una vara, para evitar que alguno de sus músculos se relajase. Le clavaba sus ojos (verdes ahora, marrones en otras ocasiones), como los de Blanca, pero no iguales. Fríos, con el brillo del cristal, en vez de con el velo cálido de las emociones de Blanca.

 

Doña Catalina. Frente a él. Y don Diego fuera. Tuvo miedo. No sabía muy bien por qué, pero esa mujer le producía angustia, le atemorizaba.

 

Casi sin cambiar su expresión, como si no fuese ella la que hablase, le dijo:

 

  • Me desobedeciste.-

 

Él sabía muy bien a lo que se estaba refiriendo, pero quiso disimular.

 

  • No sé de qué me habla, señora.- Y agacho la cabeza, en gesto de sumisión, tratando, sin muchas esperanzas, de que esa señal de reconocimiento le bastase a doña Catalina.

 

  • Sí, sí que lo sabes. Me desobedeciste y ahora me mientes.- Su voz era como sus ojos, fríos, un punto desagradable. A Rosario le recordaba a la voz de su hija Ana. Supo que no tenía sentido seguir pretendiendo que no sabía de qué le hablaba.

 

  • Lo siento, señora. Fue el señor, don Diego, que me dijo que viniese ese día. Y yo no sabía cómo decirle que no.- Dijo, esperando que fuese suficiente.

 

  • Claro, no podías decir que no, ¿verdad? – Rosario prefirió no contestar y siguió con la cabeza agachada, sin mirarla, lo que hizo que no pudiera ver la mueca de desdén de su boca, alrededor de la que se marcaron unas finas líneas, unas arrugas que la hacían parecer mayor de lo que en realidad era.- No podías desobedecer a tu señor, ¿verdad? –

 

  • Eso es.- Dijo Rosario y asintió.

 

 No se esperaba lo que vino a continuación. Oyó un golpe seco en la mesa. Se estremeció. No podía creer que lo hubiese dado doña Catalina, pero allí no había nadie más. La miró.

 

  • Claro, a tu señor no podías desobedecerle. Pero a tu señora sí, ¿verdad? A tu señora, sí.-

 

Las palabras de doña Catalina volvieron a sonar en el recuerdo de Rosario: “No volverás a entrar hasta que Blanca ingrese en el convento”. Decidió no defenderse. Doña Catalina llevaba razón. La vio, cada vez más enfadada. Su rostro, tan pálido siempre, ahora enrojecido por la furia. Sus gestos, que acostumbraban a ser comedidos, dignos ahora de los de cualquier pillastre y no los que se esperan de alguien tan principal.

 

  • Pues que sepas que a mí, a Catalina Hurtado, nadie la desobedece, ¿sabes? Y tú mucho menos. Tú, un mozo de cuadras, un criado, que comes de lo que yo quiero darte. ¿Cómo te atreves a desafiarme? Tu señor es don Diego, por supuesto; pero por encima de él, por encima de él, estoy yo, ¿me oyes? Tu señor, con sus aires de santurrón, con su supuesta generosidad, no es nadie. No es nadie sin mí. Por mí y por su matrimonio puede aspirar algo, que su familia no eran más que unos hidalgos con fortuna. Y todas sus amistades y todo a lo que aspira, me lo debe a mí. Todo lo ha conseguido por mis relaciones y por mi familia. Así es que, bien lo sabes, y que no se te olvide. Te manda tu señor, como debe ser, pero por encima de tu señor, estoy yo, ¿está claro? –

 

Rosario no se atrevía ni a asentir. Nunca había visto así a doña Catalina. Es más, nunca se la hubiese podido imaginar en ese estado. Él creía que las personas principales no se dejaban  arrastrar de ese modo por la ira. Quizá algún caballero, si se sentía herido en su honor, pero una dama, una dama nunca. Doña Catalina siguió, ahora con otro tono, más bajo, pero no por ello menos amenazador. Se acercó a Rosario y le dijo:

 

  • Y recuerda: una palabra mía y tú no eres nada. Si yo dijese algo a mi marido o a los alguaciles, o a… a quien quiera, tú podrías tener problemas, muchos problemas. No sabes cuántos.-

 

Rosario ya no pudo seguir callado por más tiempo.

 

  • Una palabra, ¿de qué? ¿decir qué? –

 

  • ¿Qué? – Le miró y sonrió, con desprecio.- Lo que yo quiera. Lo que me pase por la cabeza. No sé… que has robado, que has intentado atacar mi honra.- Esto último se lo dijo tan cerca que Rosario no pudo evitar dar un paso atrás, lo que la enfureció aún más.- O que no eres un buen cristiano… ¡Yo qué sé!. Cualquier cosa. Lo que se me ocurra. Procura complacerme, muchacho. Tenme contenta.- Y al decirlo, le pasó la mano por el rostro. Rosario sudaba.- Procura obedecer a tu señora. Te va la vida en ello.- Y se dio la vuelta en dirección a la puerta, dejando a Rosario confundido, asustado, sin saber muy bien qué tenía que hacer.

 

Antes de salir, doña Catalina le miró nuevamente y le dijo:

 

  • No te olvides: No le cuentes nada a nadie de lo que te he dicho. Y procura quedarte un poco, como hoy, cuando mi marido se vaya.- Sonrió. Con una sonrisa que a Rosario le amedrentó aún más.- Una palabra mía y podrías quedarte sin trabajo, sin sitio para vivir. Podrías acabar en la cárcel… O algo peor.- Y se fue.

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