#Arderenlamemoria, #novela #lecturasdeverano

Estamos en #verano, tiempo de vacaciones y descanso. Como muchos aprovecharéis para leer, además de las reseñas de novelas que he ido colgando en entradas anteriores, os dejo el comienzo de mi #novela «Arder en la memoria». Si os animáis, podéis adquirirla a través de este enlace


Tenía solo un mes. Un mes para dar un cambio definitivo a su vida; para hacer algo de lo que pudiera, por fin, sentirse orgullosa; para meterse de lleno en la investigación que le permitiese terminar su tesis.

A sus cuarenta años, Beatriz acababa de llegar al pueblo de su padre, Villanueva de los Infantes, en Ciudad Real. Hacía más de veinte que no iba por allí. Y en aquella época no solía pasar mucho tiempo. Prefería las vacaciones con la familia de su madre. Las vacaciones de playa, feria y amores correspondidos o contrariados que marcaron su infancia y su primera juventud en Málaga y, antes aún, en Melilla.

Su madre, Amparo, había nacido en la ciudad norteafricana. Hija de militar de carrera, su vida transcurrió siguiendo los destinos de su padre. De Melilla a Málaga y de allí a Madrid, donde conoció a Antonio, el padre de Beatriz, que había emigrado años antes en busca de trabajo.

Amparo era andaluza, Antonio, castellano. Pero ninguno respondía al prototipo del carácter que se suele atribuir a esas procedencias.

Ella era cabezota y calculadora. Callada y no muy sociable, prefería quedarse en casa a salir por ahí. En su familia decían que era una “siesa” y que el salero no le había llegado, que se había acabado antes de que ella naciese, porque, a pesar de los esfuerzos de sus hermanas, nunca lograba moverse con gracia, ni acertar con los pasos, en la feria. Tampoco era capaz de marcar bien el ritmo con las palmas o seguirlo con los pies. Y tan sosa… Un desastre de flamenca, vamos.

A él, sin embargo, le llamaban “cantares” en el pueblo, apodo que llegó incluso a sustituir al de su familia, “los candiles”. Siempre había tenido una bonita voz y aprovechaba cualquier ocasión para demostrarlo, dispuesto a alegrar las reuniones cantando “por Antonio Molina”, al que admiraba y le gustaba imitar. Simpático y dicharachero, tenía una conversación inagotable, y disfrutaba hablando y trasmitiendo su entusiasmo a todo el que conocía. Y a veces, también a quien no conocía.

Beatriz era una mezcla de ambos. Una mezcla imperfecta. Bajita, seria y patosa como su madre; delgada, de pelo castaño y nariz grande como su padre. Su hermano, sin embargo, disfrutaba de la otra cara de la moneda, de un reparto distinto de genes que había dado como resultado la mezcla perfecta: alto, simpático y gracioso, como su padre; listo, de pelo negro y rostro bien proporcionado, como su madre.

Pero la suya era la otra, la mezcla mala y eso era todo lo que tenía. “Los mimbres para tejer sus cestos”, como solía decir Amparo. Y allí estaba Beatriz, una mujer madura, de aspecto anodino, sosita y con poca gracia. En su pueblo, que no conocía. Dispuesta a ser la primera persona de su familia con un doctorado, como antes fue la primera con una licenciatura universitaria. Y eso siendo mujer. Y madre. Y trabajando a jornada completa. Eso sin tener prácticamente vida propia, ni tiempo para pensar siquiera en ello.

Tiempo era lo que le iba a sobrar ahora. Tenía un mes. Todo un mes para estar por fin sola, sin horarios, sin agobios, sin estar pendiente de nadie, sin mirar el reloj. Tiempo para estudiar, para investigar, para leer. Tiempo incluso para aburrirse. Un mes puede ser muy poco. O puede ser un mundo cuando partes de nada.

Su tesis. Había elegido el tema un poco al azar. Porque creyó que era algo que guardaba relación con su pueblo. Con ese pueblo que no conocía pero que podía darle la excusa perfecta para recuperar la vida que, a lo mejor, algún día tuvo, aunque ya no se acordase. El pueblo en el que había nacido su padre y en el que vivió hasta que a los veinte años se marchó a Madrid. El sitio donde decidieron enterrarle cuando murió de un infarto, hacía ya de eso seis meses.  


            Hacía seis años que había muerto su padre. Seis años ya. Si no llega a ser por don Diego, a saber qué hubiera sido de Rosario y su familia. Porque cuando su padre murió, de golpe, al volver del campo, no tenían nada para comer. Ni las mulas, siquiera, que no eran suyas, que solo las tenían arrendadas y, muerto Pedro, pronto desaparecieron de la casa. Y eran cinco hermanos. La más pequeña de meses aún. Y el mayor Rosario, que debía andar por los diez años, que muy seguro no estaba, porque sus padres tampoco le habían sabido dar razón cierta sobre la fecha de su nacimiento.

            Menos mal que don Diego se apiadó de ellos y se llevó a Rosario, que tenía mano con los animales, para que fuera aprendiendo con su mozo de cuadras. Allí, comido y con un oficio, no era una boca más, e incluso, de vez en cuando, guardaba algo que llevar a su casa. Sí, don Diego Valcárcel era un buen hombre, aunque Juana, la madre de Rosario, se empeñase en decir que no les había hecho ningún favor llevándoselo, que más bien les había quitado las únicas manos que podían mantenerles a todos.

            Pero Rosario no estaba de acuerdo. Cuando don Diego lo acogió no estaba él como para ganar para tantos. Trabajar podía trabajar, que bien que lo hacía desde que recordaba, pero no tenía la fuerza ni la habilidad como para que le pagasen como a un hombre. Por eso, don Diego, llevándole con él, les hizo un favor. Proporcionándole comida, ropa, un oficio y un sitio donde dormir, aunque fuera en la misma cuadra, que él no pedía más, que nunca había dormido en sitio distinto, y en su casa lo hacía siempre cerca de las mulas por tenerlas bien atendidas.

            Era don Diego Valcárcel un hidalgo de edad mediana, más en sus cuarenta que en sus treinta. Casado con doña Catalina Hurtado, también de buena familia, no tanto por su fortuna, más bien escasa, como por ser cristianos viejos bien conocidos en la comarca y familia noble, que se remontaba hasta donde ya no llegaba la memoria. La familia de don Diego, sin embargo, gozaba de una mayor fortuna, pero no podía exhibir un pasado como el de su mujer, cosa que compensaba con sus amistades, todas de renombre, y con su estilo de vida, digno del mejor hidalgo: sin más ocupación que cuidar de su hacienda y conversar con sus amigos sobre la situación política que tanto les preocupaba.

            Tenía don Diego tres hijos. Luis, el mayor, de dieciocho años, que llevaba dos estudiando en Alcalá de Henares y heredaría todos los bienes de su padre a su muerte; Ana, de dieciséis, tan torpe y poco agraciada como manipuladora y Blanca, la pequeña, condenada a entrar en un convento al no llegar la fortuna de su padre para poder dotarla adecuadamente. A pesar de que era una decisión firme y sabida por todos, don Diego dilataba el momento de la partida de Blanca, fingiendo dudar entre las posibilidades que se le ofrecían, tanto en el propio pueblo como fuera, para retener a la pequeña, que era su preferida.

Rosario lo entendía porque no había visto nunca un ser más bello y estaba seguro de que no lo había, no podía haberlo. Blanca hacía honor a su nombre y su piel era fina, casi transparente, como si el sol nunca la hubiese rozado. Llevaba el pelo rubio recogido en varias trenzas que se unían en la nuca pero, por más que lo intentaba, nunca conseguía que sus rizos se mantuviesen por mucho tiempo tensos, obedientes, siguiendo el dictado del peinado. Eran como ella, rebeldes, incapaces de estarse quietos, curiosos, como esos ojos grandes, verdosos, que Rosario no podía evitar buscar cada vez que se cruzaba con ella. Blanca era aún una niña pero, si don Diego era listo, debía hacer que ingresase en el convento de su elección cuanto antes. Antes al menos de que a ese rostro alegre y dulce se le uniese el cuerpo que se anticipaba en su talle de curvas apenas insinuadas.

            Sí, don Diego le había hecho un favor a Rosario, acogiéndole en su casa, dándole un oficio y, sobre todo, permitiéndole ver a diario a Blanca, que con su sola presencia, cuando pasaba cerca de él, cubierta por la toca, junto a su madre, su hermana y la dueña, en dirección a la iglesia de san Andrés para oír misa y, rezagada, se daba la vuelta girando un poco la tela que le cubría el pelo y parte de la cara para dejarle ver a él, a Rosario, esos ojos en los que cabía su dicha entera y regalarle una de sus pícaras sonrisas, conseguía llenar de ánimo su espíritu y ponía en marcha una nueva cuenta en la que los días se medían por el tiempo que faltaba para volver a verla.

Deja un comentario

Uso de cookies

Esta web utiliza cookies técnicas, de personalización y análisis, propias y de terceros, para facilitarle la navegación y, de forma anónima, analizar estadísticas del uso de la web. Consideramos que si continúas navegando, aceptas su uso. Haz clic en el siguiente enlace para tener más información sobre nuestra política de cookies.

ACEPTAR
Aviso de cookies