Hoy voy a dejaros otro trozo de mi novela, «Arder en la memoria» https://www.amazon.es/Arder-memoria-Maestros-novela-historica-ebook/dp/B01IHL9WLG
Algunos días, al regresar de la biblioteca de los señores, aún llegaba a tiempo Rosario para ir con Baldomero y los demás a la taberna de la plaza. Era una fonda en la que, en la planta baja, se servía vino y comida. En los últimos años, con el fervor constructor de las familias nobles y del clero, la taberna estaba siempre llena de canteros, de peones, de aprendices y de algún criado o mozo de las familias más pudientes que se podía permitir el lujo de gastarse unos cuartos en vino. También podían encontrarse forasteros, de paso o alojados por algún asunto que les trajese a la villa. Porque era Villanueva de los Infantes, en aquellos años de 1638, cabeza de partido del Campo de Montiel, centro administrativo y espiritual de la comarca.
A Rosario no le gustaba mucho el vino, pero acompañaba a sus amigos y bebía de vez en cuando, teniendo buen cuidado de no gastar demasiado, que siempre procuraba guardar algo para su madre y sus hermanos, a pesar de que, con el correr de los años, habían ido creciendo y, entre todos, no se arreglaban mal. Fue mucho peor al principio, cuando Antonia, la pequeña, murió de unas fiebres, la pobre.
A Rosario, lo que realmente le gustaba de la taberna de la plaza era Manuela, la hija del dueño, una joven que debía estar por sus diecisiete y que era la antítesis de la brisa de aire fresco que le mecía en la utopía de Blanca. Si la niña era rubia, Manuela era más que morena, de pelo liso que caía como una cortina sobre su espalda y que se ataba una y otra vez para verlo caer nuevamente con cualquier movimiento de cabeza, de los muchos que tenía que hacer cuando servía las mesas para esquivar a los clientes. Si Blanca era risueña y alegre, la tabernera era malhablada y de genio pronto a estallar. Si Blanca, en fin, era menuda y pálida, de rostro etéreo y cuerpo infantil, Manuela era recia, de curvas generosas que asomaban por el escote de su camisa y se adivinaban en el donaire de su falda, de piel tostada por el sol y gesto de haber vivido mucho más de lo que se esperaba de su juventud.
A pesar de ello no tenía fama Manuela de casquivana, sino todo lo contrario. Corrían habladurías sobre la imposibilidad de rendirla. No había habido criado, cantero o incluso clérigo que, pasando por la posada, no hubiera intentando acercarse a ella, pero nadie se había jactado jamás de haber conseguido seducirla.
A Rosario le embelesaba el movimiento firme de sus pechos cuando llevaba en las manos varias jarras de vino sin dejar que cayese una sola gota de líquido; le encandilaba su verbo rápido, agresivo y vulgar que a veces, incluso, llegaba a sonrojarle. Y mendigaba esas sonrisas de dientes desiguales y ojos chispeantes que eran las únicas que conseguían borrar por unos momentos la cuenta del tiempo que Rosario medía en los ojos infantiles de Blanca. Cuando Rosario iba a la taberna la imagen de Blanca se difuminaba, perdía sus contornos, para volver a ganar su sitio cuando, como cada día, la abandonaba algo achispado y sin haber conseguido más que dos o tres sonrisas de Manuela, algún manotazo y más comentarios soeces de los que le hubiera gustado oír.
Blanca para Rosario era la sublimación del amor, el ideal de la belleza, lo inalcanzable que, sin embargo, dormía día a día a pocos metros de su cuadra. Manuela era el deseo carnal, la necesidad de sus dieciséis años, la urgencia de lo cercano, que se escapaba noche tras noche entre las voces de los borrachos que abandonaban la taberna azuzados por el padre de la joven.
Rosario pasaba así su tiempo, entre dos ilusiones, entre dos seres opuestos que llenaban sus pensamientos sin haberle dejado más que algún roce aislado que él guardaba para repasarlo, agrandándolo, una y otra vez, sobre el jergón de paja en el que dormía.