Desamparados

 

 

 

La conoció al poco de llegar allí. Fue la propia Andrea quien se la presentó. “Te vendrá bien para practicar el idioma”, le dijo. Pero, ¿qué idioma si apenas era posible entenderla cuando hablaba?

Ella era Christina, una chica de veinte años con la que paseaba todos los días, bordeando el río que estaba cerca de su casa. Bueno, sería mejor decir “a la que paseaba”, porque Christina no podía andar. Ni andar, ni mover ningún miembro de su cuerpo. Solo la cabeza. Y ese movimiento también estaba limitado. Su novia, Andrea, la había conocido en el hospital en el que trabajaba, cuando había acudido allí  una revisión.

David llegó siguiendo a Andrea. Dejó su trabajo en Madrid, alquiló su piso (en el que habían convivido los últimos ocho meses) y se instaló con ella en Fráncfort. Desde el principio le pareció una ciudad muy fea. Y triste.

Él, David, se quedaba sentado todas las mañanas cuando Andrea se iba al hospital, mirando por la ventana cómo el cielo gris se iba iluminando poco a poco, sin dejar nunca de ser gris, eso no, por supuesto. Por eso le pareció buena la idea de Andrea. Así hablaría, saldría y practicaría ese idioma endiablado con alguien más que con sus compañeros de clase. Pero no fue así. Al menos no fue cómo él había pensado.

Christina era tetrapléjica. Se cayó del caballo cuando, a los ocho años, tomaba clases de equitación  y tuvo la mala fortuna de que la caída afectase a la tercera vértebra cervical. Nada que hacer. Pero David no estaba muy seguro de si la historia se la había contado Christina. En realidad, se inclinaba a creer que no. Ella apenas hablaba. Y cuando lo hacía era muy difícil entenderla. Entre que David apenas tenía unas nociones básicas de alemán y que ella presentaba serias dificultades para pronunciar, la mayoría de las veces las conversaciones se reducían a sonidos, gruñidos y  monólogos por parte de él.

Tentado estuvo de dejarlo. Pero no pudo. Se sentía culpable. O responsable. O las dos cosas. En esas semanas lo que había deducido – y no porque la propia Christina se lo hubiese contado, no, sino por lo que él mismo había visto – era que esa chica estaba sola. Mucho más sola de lo que parecía a simple vista.

Sus padres se separaron a los pocos meses de su accidente y su madre, que al principio convivía con ella, acabó siguiendo a su nuevo marido a Suiza. Y ella se quedó allí, con su padre, que viajaba frecuentemente. Aparcada en un centro de día o en su casa. Por eso David no podía dejarla. Sentía que su compañía le hacía bien, que solo gracias a él veía la calle, el poco sol que se colaba por el eterno gris del cielo de Fráncfort.

Y así, poco a poco, David se sorprendió pensando en Christina durante sus clases de alemán; hablándole incluso en español del trabajo que dejó en Madrid. Ese que odiaba pero que tanto echaba ahora de menos. Ahora que no hacía nada. Bueno, nada no, que la casa estaba monísima, y como los chorros del oro, y él iba aprobando todos los exámenes de alemán con muy buena nota. Pero se sentía raro. Extraño en un país que no era el suyo. En una ciudad fea que no invitaba a quererla. Desocupado como nunca lo había estado. Sin un lugar en ese mundo que siempre había sido el suyo. El de los productivos, el de las personas que tienen una ocupación y reciben un salario por ello. No se acostumbraba a no trabajar y que Andrea (y el Estado español) le mantuviesen. Pero, sin hablar bien alemán no había manera. Así no podía encontrar ningún trabajo. Por eso le empezó a coger gusto a estar con Christina. Ella no le contradecía. Le escuchaba, parecía que incluso con interés, aunque él era consciente de lo horrible de su pronunciación y de que muchas veces utilizaba el español e incluso el inglés para salir del paso.

Y Christina empezó a ser parte de su día a día. También durante los fines de semana o cuando libraba Andrea. Entonces salían los tres juntos, cargaban su silla de ruedas en el maletero del coche y visitaban los pueblos cercanos.

No supo muy bien si fue Christina, Andrea o alguna de las enfermeras del centro de día quien primero habló de la relación con su padre. Ese padre casi siempre ausente que se quejaba, según comentaban las enfermeras, de que la pensión de Christina no llegaba para cubrir ni la mitad de sus necesidades. Y debía ser verdad, porque ella era totalmente dependiente y necesitaba una persona a su lado las veinticuatro horas del día. Ese padre al que alguien (¿era Christina o Andrea?) pintaba como agresivo, bebedor y harto de llevar una carga que él no consideraba suya y que no hacía más que recordarle la ausencia de su mujer y su propio fracaso.

No supo si fue Christina la primera que habló de él; pero sí fue la que, poco a poco, con su particular estilo, comiéndose las sílabas, con sonidos poco inteligibles, fue contándole cómo era su vida, su relación con su padre, sus esperanzas, su intención de vivir sola, en un apartamento cerca del centro de día.  Así fue cómo, en su paseo matinal, llegaron a verlo. A David le pareció pequeño, oscuro y poco cómodo; pero ella estaba encantada. Le contaba cómo pensaba pagarlo, con su pensión, y cómo había ido adquiriendo, poco a poco, todo lo que necesitaba para estar permanentemente conectada con el centro de salud y no necesitar a una persona que la cuidase todo el día. “Al fin y al cabo, mi padre tampoco está siempre”, dijo. Y David la entendió, por primera vez, perfectamente, sin necesidad de hacerle repetir la frase ni de llenar los vacíos que a veces le dejaban sus palabras.

Por eso, ni a David ni a Andrea les extrañó la petición. Era lógica, si necesitaba ayuda para la mudanza, ¿a quién se la iba a pedir? A ellos. Le sugirieron contratar a una empresa, pero ella pronto alegó que no tenía dinero. Y tampoco mucha gente más a la que pedírselo. Y allí se fueron, un domingo, a la casa que compartía con su padre, que estaba en uno de sus viajes. Ellos dos y Christina, que les iba diciendo qué tenían que coger de su habitación y qué del resto de la casa, para ir llevándolo al apartamento, que seguía siendo igual de gris, pero que se iba llenando de muebles, ropa y adornos. Se iba llenando tanto que David y Andrea tuvieron dudas de que todo eso fuese a caber allí. Además, ¿para qué quería Cristina tantas cosas? Sobre todo el ordenador, la televisión y algunos muebles. Su apartamento era muy pequeño y todo eso era demasiado. Pero ella insistía, como insistió en llevarse lo que definió como recuerdos de su abuela, en una caja que parecía un joyero y que pesaba mucho más de lo que aparentaba.

Cuando, al final del día, terminaron por fin, y cerraron la puerta del apartamento, la sonrisa y la cara de agradecimiento de Christina les hizo olvidar sus dudas y su cansancio y sentirse bien, contentos por haber ayudado a su pobre amiga, que no tenía a nadie y arrastraba una historia tan deprimente de superación.

Por eso les extrañó que pasase dos días sin acudir al centro de salud. Y al tercero fueron al apartamento. ¡No estaba! Se preocuparon. Se preocuparon mucho.

Pero más lo hicieron cuando, antes de acabar de decidir si debían acudir a la policía para denunciar su desaparición, vieron entrar a dos agentes que preguntaron por ellos. Eso lo entendió David perfectamente, y nunca supo si fue por sus clases, o por sus paseos con Christina. Lo que más le contó entender, y no precisamente por culpa del idioma, fue lo que vino después. Les pidieron que les acompañasen a la Comisaría. Ellos también buscaban a su amiga.

  • ¿Su padre ha denunciado su desaparición? – Preguntó Andrea.
  • No sé a qué se refiere. El propietario del piso de la Baseler Strasse ha denunciado, pero no la desaparición de una persona.-
  • ¿Ah, no?, preguntaste tú – Se te hacía difícil seguirlo todo.
  • No, herr Bauman ha denunciado el robo que se produjo hace dos días en su domicilio. Varios vecinos vieron a dos personas, una pareja, hombre y mujer, con aspecto de extranjeros, sacando ropa y muebles de la casa.

David miró a Andrea. No entendía nada. Y no creía que fuera solo por el idioma. Ella le devolvió una mirada atónita y se dirigió de nuevo al policía.

  • Perdone, pero no entiendo. Christina Bauman ha desaparecido. Y necesita ayuda constante, no puede valerse por sí misma.

El policía volvió los ojos a Andrea y le dijo:

  • Los que necesitan ayuda son Vds. Fueron vistos por varios vecinos desvalijando la casa de herr Bauman e introduciendo los objetos en un coche con matrícula extranjera.

David sí entendió eso. Las palabras, el sentido de cada una de ellas; pero no qué era lo que estaba sucediendo. No se le ocurrió otra cosa que preguntar:

  • Pero herr Bauman ¿no es el padre de Christina? –

Nadie le contestó. Andrea continuó hablando con el policía y David ya no conseguía entender la conversación. Siguieron unos minutos más de desconcierto, mientras el rostro de Andrea aparecía cada vez más preocupado y su voz se iba haciendo más insegura. Un compañero del policía que les hablaba, algo más joven, apareció por detrás y, apiadándose de la cara de David, le dijo:

  • No se llama Christina Bauman, sino Helga Friedman, y es una vieja conocida. Se dedica a la estafa, engañando a incautos como vosotros.-
  • Pero… ¿también finge su enfermedad? –
  • No, eso no. Ese es su cebo. Pero créeme, no necesita ningún tipo de ayuda. Sin poder mover ninguno de sus miembros consigue muchas más cosas que el resto de los mortales. Es muy lista esa Helga.

David no entendió más. Lista, muy lista. Christina, Helga había sido muy lista. Y él se sentía el hombre más tonto del mundo. Y no precisamente por no entender bien el idioma…

 

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