
Las mismas calles de mi infancia, las casas blancas con sus rejas negras; las piedras rojizas de palacios y casonas, con los escudos sobre las puertas; las iglesias y conventos, compitiendo con la sinfonía de arcos, cruces y dorados; el polvo que viene de los campos aledaños y se te queda pegado en los zapatos… El mismo pueblo y, sin embargo… Es todo tan distinto.
Una bruma que, inexplicablemente, hace más nítidas las imágenes, lo llena todo. Es lo mismo y no. Hay algo raro en todo esto. Y no solo son las formas, como si tuviesen los contornos más definidos, como si alguien hubiera sacada punta al lápiz y hubiese repasado las siluetas de los edificios. También es el sonido o, mejor dicho, la ausencia de sonido. El silencio que lo llena todo. Es como si se hubiese apagado el micrófono del mundo… ¿O no?
Pues no. Porque oigo pasos, pasos que avisan de que alguien se aproxima por la imagen abrillantada de la calle de las Monjas. Al verles llegar, hablando animadamente, lo sé. Lo sé por muy inexplicable que resulte, aunque ni yo misma lo crea… Estoy en Infantes, sí. Pero en otro Infantes, en uno que no ha existido nunca, o que existió siempre, no sé, la verdad.
- ¿Esto es el cielo? – Pregunto.
- Puede que sí.- Me responde mi interlocutor, sin aclárame nada.- Depende.-
- Y depende, ¿de qué? –
- De lo que tú creas. Si quieres creer que es el cielo, pues es el cielo, pero si no, pues no.-
Me rasco la cabeza, sin saber muy bien qué es lo que quiero, o dónde estoy.
- Es que no haces las preguntas correctas.- Me insiste mi interlocutor. Un hombre joven, vestido de forma indefinida, que va acompañado de una mujer, también joven, con aspecto de fotografía de época.
- No te entiendo.-
- Esto no es un sitio.- Me intenta aclarar ella. Mi cara debe decirle que necesito más explicaciones.- Es otra cosa, un sentimiento, una emoción…-
- ¿Un sueño? – Le pregunto.-
- No, eso no. No estás dormida…- Y mira a su acompañante con la interrogación en su gesto.-
- Estás muerta.- Él no duda.
Y yo… Bueno, yo ya lo intuía. No tengo un recuerdo claro, pero nada más llegar (¿llegar?, ¿de dónde?) lo imaginé. Estoy muerta. Y estoy en un sitio – bueno, no, parece que no es un sitio – extraño y, curiosamente, muy, muy parecido al pueblo que recuerdo. El de mis padres. El pueblo en el que pasé los veranos de mi infancia. Infantes. Entonces, ¿qué es? La pareja se aleja y yo comienzo a andar por la réplica de la calle Mayor, hacia la plaza, mientras otras personas aparecen, conversando animadamente, y me ignoran, ignoran mi confusión, mi desasosiego, como si todo lo que sucede fuera normal.
A pesar del gentío, el sonido sigue siendo extraño, como si llevase unos cascos que me aislasen del exterior y solo pudiese ser consciente de lo que tengo cerca, de las conversaciones y los pasos de las personas que se acercan. El otro, el sonido de fondo, el piar de los pájaros, el rumor de vida lejana, el silbar de las ramas de los árboles, todo eso ha desparecido. Sigue siendo una sensación extraña. ¿Placentera? No lo sé. No sabría decirlo. Al menos no es incómoda, ni dolorosa. No es nada. Intento evitarlo, pero viene. Viene el recuerdo de lo que escribí, sin pensar nunca que fuese a vivirlo.
Porque yo ya he habitado este pueblo-cielo. Lo he hecho en mis narraciones, acompañando a mis personajes, que eran también mi familia, mis seres queridos, despidiéndoles en un homenaje amable que me ayudase a sobrellevar su ausencia. Pero nunca pensé que yo… Nunca pensé que fuera real, que yo estuviese aquí.
En mis escritos, el cielo-pueblo es el lugar al que llegan mis personajes, en el que sus sufrimientos se detienen, el lugar de reencuentro con sus familiares y amigos. En él, todos son jóvenes y las diferencias de edad, de época, no existen. Se puede viajar de un sitio a otro con solo quererlo y los muertos se comunican con los vivos a través de la literatura.
Y aquí estoy yo ahora, viviendo mi historia, pisando las calles sin notar cómo el empedrado martiriza mis pies, yendo de un lado a otro como en volandas. Pienso en ir a ver a mi familia y me invade una sensación extraña. Ganas y miedo. Estoy dándole vueltas al tema cuando alguien, un desconocido que parece sacado de un daguerrotipo de principios del siglo XX, me sonríe y, adivinando mis pensamientos, me dice.
- No pasa nada. No te sientas culpable. Ya tendrás tiempo. Tiempo es lo que sobra aquí…
- No, no es que sobre.- Le corrige un joven con aspecto de pilluelo.- Es que esto es el tiempo.-
Tengo la cabeza a punto de estallar. No entiendo nada. Por eso, cojo su brazo antes de que siga su camino y le pregunto
- ¿Qué quieres decir? –
- Pues no lo sé yo tampoco, no te vayas a creer – reconoce, frunciendo el ceño – pero sé que, si lo piensas, puedes ir a otra época.-
- Pero eso, eso no es posible.- Digo yo.- Además, era de otro modo. Era que si lo pensabas, podías ir a otro sitio, no otra época.-
- ¿Era?.- Me pregunta sorprendido. – ¿Dónde era? –
- En su cabeza.- Contesta su acompañante.- Cuando ella lo pensó era así. Pero ahora no.- Y lo dice mirándome fijamente.- Ahora puedes ir adónde quieras. A un sitio, a un tiempo… ¿Qué más da? Todo es lo mismo.-
Y, sin profundizar en lo que me cuentan, se alejan los dos, en animada conversación, sobre las diferencias y las relaciones entre el tiempo y el espacio. Me parece todo muy raro, pero ya me he rendido, no quiero darle más vueltas. Y decido probar, me concentro. ¿Dónde querría ir?, ¿al futuro? Puede que sí, pero me da algo de miedo. No estoy yo muy segura de que, por muy cielo que sea esto, viajar al futuro sea seguro. Al pasado entonces. Y, ¿a qué pasado? Tantas épocas interesantes… Pienso en el Imperio Romano y en la época medieval, en la Guerra de la Independencia, en todos aquellos momentos que me habría gustado conocer de Infantes. Porque, a estas alturas ya he decidido que las dos cosas de golpe no. Que primero viajaré en el tiempo y luego en el espacio. Por tanto, voy a ir a otra época, pero permaneciendo en el pueblo. Con solo mirar la fachada de la Iglesia de San Andrés, lo tengo claro: al siglo de Oro. Pues allá vamos….
…. Abro los ojos y me encuentro en una plaza distinta. La torre de la iglesia está sin terminar y los edificios que me rodean son otros. Sin embargo, las sensaciones son las mismas, esa nitidez en las imágenes, el sonido sin ambiente… Decido encaminarme al convento de Santo Domingo, cuando, a lo lejos, veo una figura que, como las demás, viste de un modo distinto, imagino que el normal de la época. Pero le reconozco – o eso creo – por su cojera, que la riqueza de su ropa no consigue disimular. Como si percibiese mi mirada, se vuelve y me increpa.
- ¿Y tú?, ¿qué osas mirar, bellaca?, ¿qué esperabas encontrar? –
Turbada, no sé muy bien qué responder.
- No… no lo sé.-
- Cada quién está dónde debe estar. Y no es menester que todos nos agolpemos en una época o en un sitio, que no hemos de caber, tantas almas errando por ahí, si no es que nos organizamos. – Sentenció. Empecé a comprender. Claro, cada uno estaba habitualmente en la época y el lugar en el que le había tocado vivir… O morir. Aunque de vez en cuando, se desplazase, por algún motivo concreto. Más calmado y amable, el escritor me miró y me dijo:
- Es extraño al principio. Pero te has de acostumbrar. Yo no creí que algo así existiera, más bien me dejé llevar por la tradición y el peso de nuestra santa madre Iglesia. Que de haber sabido yo esto no se me habría ocurrido pintar el Juicio Final como lo hice en mis Sueños. Mas aquello fue sueño y esto…-
Y así, dejando la frase sin terminar, se vuelve y prosigue su camino, lento y desparejado, dejándome a mí allí, callada y con un montón de preguntas. Pensando en todo lo que me está sucediendo, me apoyo en una de las casas de la calle Mayor, que enseguida reconozco como el Palacio de Rebuelta. Allí, apoyada junto a la puerta pienso que, si los muertos se agrupan por épocas, puedo perfectamente encontrarme, no solo con Quevedo, como ya ha sucedido, sino con Bartolomé Jiménez Patón y Fernando de Ballesteros y Saavedra, aunque no creo que los reconociera. Lástima que don Quijote y Sancho Panza sean personajes de ficción, porque a ellos no les podré ver y dudo mucho que me encuentre con Cervantes por aquí.
Camino unos pasos más, sorprendiéndome porque mi imagen no sorprenda, a su vez, a los viandantes. Parecen acostumbrados a ver gente de otras épocas. Es más, descubro algunas personas que visten trajes que no casan con los propios del Siglo de Oro y deduzco que, como yo, habrán viajado desde otro tiempo para encontrarse con familiares o, simplemente, para satisfacer su curiosidad.
Llego hasta el convento de Santo Domingo y decido que, por hoy, ya es suficiente. Demasiadas emociones, demasiadas novedades. Ya tendré tiempo de recorrer los años y las calles de este pueblo-cielo con más calma. Ahora volveré a mi época y me reencontraré con los míos, dejando que este Infantes atemporal, en el que se cruzan la historia y el arte por las rendijas de su tiempo, siga su ritmo, mientras yo sigo viajando con el poder de la mente y de la literatura.