Las imágenes pasaban por delante de sus ojos sin que consiguiese centrarlas, adjudicarles un nombre, un recuerdo. A veces, su mente era un páramo yermo que se extendía, sin horizonte, en su cerebro. Otras, breves flashes surgían y parecían arrancar un sonido, un olor, una memoria de algo que fue, ¿pero cuándo fue?
Frente al televisor, miraba atenta, como si intentase desentrañar los misterios de las historias que le contaban.
- ¿Qué tal mamá?, ¿cómo estás hoy? – Luisa, su hija, sonrió y le dio un beso.
- Bien, bien, como siempre. – Y fijó ahora su mirada en ella.- ¿Y las niñas?
“Bueno, al menos me reconoce”, pensó. No siempre era así. Había días en los que su nombre y su pasado se enredaban con los de sus hermanos, o con los de su propia madre, con su infancia, y las historias se entremezclaban en su cabeza, llenando los vacíos.
- Está bien. Mejor que la semana pasada. ¿Comerá aquí? – Le preguntó Fabi, la persona que cuidaba a la madre de Luisa desde que empezaron sus pérdidas de memoria.
- No, me voy a casa. Como con las niñas. Para un día en el que podemos estar todas…
Se sentó junto a su madre y la vio, tan frágil. Parecía otra persona. Nada que ver con la mujer grande y sonriente de las fotografías en color que se apiñaban en el aparador del salón, ni con la joven de cara asustada de las imágenes en blanco y negro del dormitorio. Nada.
Luisa se quedó prendida del retrato del marco de plata, el que su madre se hizo al principio de los ochenta, en ese viaje por el norte que tanto le aburrió a ella y que con tanta ilusión habían planificado sus padres. Recordó. Recordó la preparación, las llamadas a los hoteles, las consultas en el mapa contando kilómetros e itinerarios. Su padre, contento al volante, tarareando sus canciones entre dientes, sin atreverse a poner el cassette por si sus hijos, dormidos en la parte de atrás, se despertaban.
Se vio a ella misma, enfurruñada, fingiendo un sueño que no tenía, contrariada por haber tenido que pasar sus vacaciones con sus padres y sus hermanos, a su edad, en lugar de hacerlo con sus amigos. Todos, todos estaban juntos, en la playa y ella allí, como una rara, con su familia, camino de un viaje que ni había pedido, ni estaba dispuesta a disfrutar. Pues claro que no. Ni un solo minutos de concesión. ¿Qué se creían? ¿Que podían imponerle su voluntad? Solo porque aún no era mayor de edad, porque no tenía dinero. Injusto. Totalmente injusto. Todos sus amigos en Alicante, juntos, vendrían morenísimos y ella más blanca de lo que había salido, porque estaba claro que ese cielo encapotado no presagiaba nada bueno. Además, seguro que pasaba. Estaba completamente segura. Iba a pasar. Jorge, “su” Jorge estaba allí, con todo el grupo. Al final, había podido ir. Y ella no. Era su oportunidad. La de que por fin la viera. Que la viera de otro modo y no como hasta ahora, como la amiga inseparable a la que le contaba todas sus dudas, todas sus ilusiones, sus miedos y sus planes. Tantos años juntos… Desde primaria. Y él sin darse cuenta… Y ella viendo pasar novias. Unas fugaces, otras un poco más estables. Pero todas se iban, se iban y se quedaba ella, Luisa. Y Jorge sin notarlo. Pero, ¿cómo podía no darse cuenta? Si tenía que oír los latidos de su corazón cuando se quedaban solos, juntos, sentados en el sofá de su casa, viendo una peli, la piel de ella erizada solo de pensar en el roce de su pantalón, en su mano revolviéndole el pelo mientras le sonreía y le quitaba las palomitas. Tenía que ver su cara, su mirada, tenía que notar cómo se quedaba colgando de su risa, esperando que alguna vez fuese distinta, que fuese solo para ella. Tenía que verlo… Pero no. Hasta ahora eso no había pasado. Y esa Semana Santa no iba a pasar. Porque ella no estaba con todos en ese apartamento que habían alquilado en la playa. No. Ella estaba allí, metida en el coche con sus hermanos y sus padres, como si fuera una niña pequeña, como si fuera una rara. ¡Puf! Estaba perdiendo su oportunidad. Pero estaba segura de que Alicia no la iba a perder. No, Alicia iba a aprovechar todo para que Jorge la viese de otro modo. Se lo había dicho. Y ella no había sido capaz de contarle la verdad. No había podido decirle que por favor, no lo hiciese, que ella necesitaba estar con Jorge, necesitaba seguir riendo con él y notar cómo se apoyaba en su hombro, como por casualidad, cuando iban a diario al Instituto, siempre juntos, tan amigos… Necesitaba dejar de ser solo eso y hacer realidad todo lo que llevaba años soñando. Descubrir el sabor de su boca, explorando en la suya; notar esos dedos finos que tan bien conocía, bajando más allá de su hombro, más allá de su pelo y su cintura; sentir su cuerpo, todo, enlazado a la urgencia de su deseo. Necesitaba estar con él… y no en ese coche, oyendo cómo su padre canturreba.
Recordó todas esas sensaciones y recordó a su madre. A su madre justo en el momento antes de tomar esa fotografía, la que ahora veía desde el sillón. ¿Qué edad tendría? Un cálculo rápido le hizo darse cuenta de que, allí, en la imagen que guardaba el recuerdo de ese viaje aciago, en el que perdió la oportunidad de que Jorge fuese su primer amor, en esa foto, su madre tenía la misma edad que ella tenía ahora. Se levantó y cogió el marco, para verla más de cerca. El pelo corto y negro, la sonrisa abierta, como hacía tiempo que no la veía. El recuerdo vino a su rescate y la vio como era entonces, como era ella ahora. Se dio cuenta de que, si cambiaban las ropas, las gafas y el color del pelo, podrían confundirse. Sonrió. Nunca se había parecido a su madre. Siempre fue el fiel reflejo de su padre. Sin embargo, por alguna broma de la genética, con los años, había ido transformando su fisonomía, sus gestos y su forma de andar y moverse hasta convertirse en una copia de ella.
Volvió la cabeza y la miró ahora. Su vista fija en el televisor.
- Mira hija, ya sale. –
A su madre le gustaba el programa de Telemadrid. Ese en el que personas anónimas mostraban la ciudad del extranjero en la que vivían. Cuando Luisa iba a su casa en fin de semana lo veían juntas.
- Vale. Vamos a ver adónde van hoy.- Concedió y se sentó junto a ella, expectante. En la pantalla, una joven de Erasmus mostraba los rincones de la ciudad en la que pasaba esos meses.
- Mira hija – empezó su madre – ahí he estado yo.- Y señalaba a la pantalla.
Siempre ocurría lo mismo. Su madre confundía los recuerdos y los mezclaba con las imágenes de la televisión. Unas veces eran viajes que no había hecho, otras, situaciones inverosímiles que solo podían darse en la trama de las novelas de sobremesa que tanto le gustaban. Y se empeñaba. Se empeñaba en que las había vivido. Normalmente Luisa la contradecía y le decía que no, que no era cierto, que confundía las cosas y creía haber vivido situaciones que solo había leído en el pasado, o que alguien le había contado. Historias de otros, que habían llegado a su vida a través de los libros, del cine, o simplemente de comentarios. Cualquier cosa. Cualquier cosa le valía para llenar los huecos del erial de sus recuerdos.
Luisa la dejó hablar. Tampoco tenía sentido insistir. Ya era aburrido. Total, no servía para nada. Su madre estaba perdiendo la memoria. Cada vez le costaba más conectar y distinguir entre la realidad y la ficción. Vivía como en un mundo paralelo en el que, muchas veces, no había nada. Nada. Solo un inmenso no estar de imágenes fugaces que no arraigaban en ninguna historia. Por eso, cuando alguna, aunque no fuese realmente suya, lo hacía, se aferraba a ella y construía un trozo de su vida, que exhibía como un triunfo.
- Mira hija, Venecia. ¿Te acuerdas? –
Pero, ante su insistencia, no pudo más.
- Mamá, no has estado en Venecia. –
- Sí, sí que hemos estado. ¿No te acuerdas? En el puente de Rialto.-
- No mamá. Tú no has ido. Yo sí, con Julio, pero papá y tú no habéis ido. A Italia no.
- ¡Anda ya! Si lo sabré yo. En el puente estuvimos mucho rato, porque había mucha gente. Y comimos en un restaurante cerca, ya no me acuerdo…-
- No te acuerdas, porque no has estado.- Se empeñó Luisa. Pero daba igual. Su madre ya casi no era capaz de distinguir entre realidad, recuerdos e historias de otros, ¿para qué insistir? Pero insistió. Su madre la miraba, desconcertada, insegura ante la firmeza de las afirmaciones de Luisa.
- Pues hija, si dices que no…-
Y Luisa no le contestó. Se sintió mal por su vehemencia. Pobre… ¿A qué venía contradecirla? ¿Qué más daba si había estado en Venecia, o en Nueva Orleans o donde fuera? Si ella rellenaba los vacíos de su memoria con la de otros, tampoco era tan grave. En el fondo, daba igual, al final eran recuerdos. Lo de menos era cómo habían llegado allí. Y las historias no tienen dueño, o al menos, no lo tienen una vez que salen de la pluma de su autor, o de la boca del narrador, o de la pantalla del cine o la televisión. Son tan del que las ha vivido, o soñado, o creado, como de quien las recibe y las experimenta a través de cualquiera de sus sentidos.
Miró de nuevo a su madre, que seguía atenta las evoluciones de la pantalla.
- Ahí sí que he estado.- Dijo ufana.- Ahí sí que no puedes decirme que no.- Y en la pantalla apareció el barrio de Alfama en Portugal. – Luisa iba a contradecir de nuevo a su madre, cuando se dio cuenta de que, esta vez, quizá llevase razón.
- ¿Con quién?, ¿con papá? –
- No.- Dijo ella, mirándola ahora de otro modo. Con los ojos fijos, más vivos.- Estuve con Jorge, ¿no te acuerdas? –
- ¿Qué Jorge mamá? – Le preguntó Luisa, con una leve interés.
- Pues con el de toda la vida. Con mi amigo. Anda, ahora eres tú la que no tiene memoria hija. Jorge, el que vivía en la calle de la Plata. Con el que iba al Instituto…- Luisa empezó a ponerse nerviosa.
- Mamá, tú no fuiste al Instituto aquí, en Madrid, tú vivías en el pueblo, ¿no te acuerdas? – ¡Qué tontería!, pues claro que no se acordaba. Luisa sintió un escalofrío. No era la primera vez que su madre confundía su vida con la de su propia hija, o con la de sus nietas. Pero se hacía tan raro…
- ¡Qué va! Yo fui al Instituto del barrio, ¡que voy a ir yo al pueblo! Si allí solo íbamos de vacaciones.- Claramente, su madre, había hecho suya su vida, la de la propia Luisa.
- Que no… Que esa fui yo, mamá.-
- Y siempre estuve enamorada de Jorge. Siempre.- Al oír esto, Luisa dio un respingo. ¿Cómo sabía eso su madre?, ¿y por qué se acordaba ahora. Hacía tanto tiempo…
- No te enfades.- Su madre malinterpretó su mirada.- Yo ya no estaba con tu padre. Ya nos habíamos separado. Y fue solo una vez, solo una, en aquel viaje, no más. Solo por los viejos tiempos…-
Luisa se volvió hacia ella, ahora totalmente sorprendida. Sus padres nunca se separaron. Vivieron juntos hasta la muerte de él, hacía de eso ya… Dos años, sí dos años.
- Pe… pero mamá.-
Su madre había vuelto a cambiar de expresión. Ahora miraba de nuevo a la televisión con la vista perdida.
Luisa se pasó la mano por el pelo, nerviosa. Pero, ¿cómo era posible? Si nadie lo sabía. No lo había contado. Nunca. Fue poco después de su divorcio. No hacía ni seis meses. Cuando se encontró con él, con Jorge, y salió todo. Salió el llanto contenido por la sensación de fracaso; el dolor del hueco que su autoestima rota dejó en su pecho tras la separación de Julio; el recuerdo de esos años en los que todo podía pasar y nada ocurrió, en los que vivió absorta, pensando siempre en Jorge, en cómo hacer que la viera, en cómo sería sentir su cuerpo acomodándose en los recodos del suyo. Salió su sensación de no poder ya gustar a nadie y le gustó a él. A él. A Jorge. A “su” Jorge. Y aprovechó ese supuesto viaje de trabajo para pasar con él el fin de semana. Sin decírselo a nadie. Sin comentarlo. Solo dos días. Dos días juntos en Lisboa en los que descubrió que los músculos que había llegado a conocer mejor que su propio cuerpo, y que creyó poder repetir con los ojos cerrados, ya no se distinguían en las redondeces del nuevo Jorge. Descubrió que el sabor que soñó durante años no había existido nunca, o al menos ya no estaba en la boca y la lengua de su amante. Descubrió que, sin duda, las imágenes de su recuerdo eran mucho mejores que la realidad que dormitaba a su lado. Que Jorge había matado a su idea de Jorge. Recuperó parte de su autoestima perdida por la devastación de la separación y decidió que ese encuentro no se repetiría. Y así fue. Y que no lo sabría nadie. Y así había sido… O al menos, era lo que había creído hasta ahora.
Miró de nuevo la foto de su madre en aquella Semana Santa y se miró en el espejo de la entrada. Demasiadas coincidencias. La vio, perdida de nuevo en la televisión.
- Mamá, ¿qué sabes tú de Jorge y de Lisboa? – Le preguntó.
- Mira hija, ahí no he estado. Y nos habría gustado a tu padre y a mí, de verdad. – Señalabas la Torre Eiffel en la pantalla.- Tú sí fuiste, ¿no?
Estupendo relato que refleja una realidad que muchísima gente compartimos y la tristeza que produce ver a nuestros seres queridos como se van apagando y el sufrimiento que ello significa
Un relato triste que no por eso deja de ser bonito. Me ha gustado mucho, como todo lo que escribes.
Que bien lo cuentas Pepa.
A muchos nos suena tanto que es facil identificar todo esto que cuentas.
Un abrazo
Increíble el relato, co o todos!! Que real!!que triste!!
Increíble el relato, como todos!! Que real!!que triste!!