El nombre importa

 

espejo

El nombre importa. Vaya si importa. Que me lo digan a mí. ¿A quién se le pudo ocurrir ponerme Aurelia? A mi madre, ¿a quién si no? Resulta que tocaba. Era el nombre de mi abuela, de mi abuela materna. A mi hermano, el mayor, le había correspondido el nombre de mi abuelo paterno, un simple José. Un nombre anodino, totalmente común. Tan normal… Lo que habría dado yo por un nombre así. Pero no, a mí me tocó llamarme Aurelia. Y así me fue. Así me ha ido y así me va.

Lo cierto es que, en algún sentido, tengo que dar gracias por no llamarme África. Por no llamarme África y ser como mi prima. Ella no tuvo los mismos problemas que yo. Mi tía Elvira era la oveja negra de la familia. Y ni se lo pasó por la cabeza poner a su hija un nombre convencional. Ni de la abuela, ni del santoral, ni de nada. Bueno sí, del mapa. Del mapamundi que había en la habitación que compartía de pequeña con mi madre. Y eligió África  porque le pareció exótico. Su hija no. Su hija no era nada exótica. Era más bien fea. Bueno, vale, muy fea. Mi prima arrastró su nombre exótico como un castigo que la acompañó desde pequeñita, para subrayar que no era nada agraciada. Y aguantó las burlas en el colegio. Y en la Universidad. Diría que ahora también en el trabajo. Y consiguió borrar para siempre el regusto exótico del nombre para todos aquellos que alguna vez habían tenido la mala fortuna de haberla conocido. Porque la falta de gracia de su cara acompañaba la mala leche – esta sí de herencia – que le brotaba por todos los poros de su piel. Cuando África se enfadaba – y se enfadaba muy a menudo – lo hacía con todo el cuerpo, como si fuera un animal dispuesto a atacar.

Lo dicho. El nombre marca. Y mi prima, llamada a ser un bellezón exótico, había llevado al suyo al extremo opuesto de lo que su madre pretendió al elegirlo.

Sin embargo, yo me llamo Aurelia, como mi abuela. Y ya me dirás a mí qué se puede hacer con un nombre como ese. Porque no hay diminutivo que quede bien. Prueba, ya verás. Ni Aure, ni Elia, ni nada. Nada que cuadre. Es un nombre maldito, que me ata  a un pasado en el que nunca he vivido y que se aparta totalmente de lo que quiero hacer. Porque, con un nombre como el mío no se puede ser modelo, ni bloguera, ni  influencer, ni tener ninguno de todos esos empleos trendy que tanto me gustan. A ver quién va a seguir a alguien con ese nombre. Si es que, llamándome así, nadie puede fiarse de que esté a la última, ni de que sepa de qué hablo cuando escribo algo. Es un nombre gris, viejo, que no vende. Para eso debería llamarme Paula, o Laura, o Claudia, algo así. Algo corto, que se recuerde fácilmente. Incluso Lola, Lola es un nombre que era tradicional pero tiene fuerza y para estas cosas también vale. Por supuesto no el antiguo Dolores, no, tiene que ser Lola. Así, sin más.

Tampoco puedo ser actriz, o cantante. No, con este nombre no. Y podría tener nombre artístico, claro; pero en el fondo sería mentir, engañar al destino y seguro que no funcionaría.

Porque yo me llamo Aurelia. Aurelia Campillo. Que digo yo, que si no era bastante con el nombre, que encima me hace juego con el apellido. Si es que parece una broma. Pero no lo es. Es el mío. Mi nombre. Mi identificación. Ya lo decía Antonio Muñoz Molina, en su novela Carlota Fainberg. Si es que llamándose así ya se sabe que va a pasar algo. Algo interesante. Pero en mi caso… En mi caso estoy destinada a lo peor, a lo más gris. A oficios del siglo XX. A historias insulsas que se pierden en los pasillos de casas de techos de tres metros de altura, entre habitaciones cerradas que no van a ninguna parte.

Y mira que lo he intentado. Lo de ser moderna, digo. Lo de ser actual. Que no me pierdo una tendencia en moda, ni una canción de los 40 y la MTV. Todo el día estoy colgada de Instagram y de WhatsApp. Tengo un Ipad de último modelo, y un Iphone, y un Iwatch. Vamos, todo lo que empieza por I ya es mío. Y los cambio, todos, en cuanto sale la nueva versión. He estudiado marketing digital  y puedo mantener una conversación sin que se cuele un solo término en castellano. Todo, todo lo que está en mi mano, lo intento. Pero claro, es que no hay manera, en cuanto ven mi nombre, el de mi DNI, se acaba. Porque, ¿quién va querer contratar a una Digital Media Planner que se llama Aurelia Campillo? Ya te lo digo yo, nadie. Es ver el carnet y, en vez de tenerme enfrente a mí parece que tienen a mi madre, o incluso a mi propia abuela, y se les cambia la cara. Y ya no pasa nada. Nunca pasa nada.

Ni siquiera con los chicos. Ahí es exactamente igual. Me miran en las discotecas, se me acercan. Pero en cuanto les digo el nombre, es como si me hubiese echado repelente, se van, algunos incluso se ríen. Pero otra cosa, no. Otra cosa nunca pasa.

Por tanto, el nombre marca, vaya si marca. He pensado en cambiármelo. Sé que se puede hacer y sería una posibilidad. Pero tengo la sensación de que no iba a pasar nada.

Porque yo ya soy Aurelia. Soy Aurelia Campillo, por dentro y por fuera, y cuando me miro al espejo yo también veo mi reflejo cambiando.

Y sobre mi silueta se dibuja poco a poco la de ella, que es la mía. Y cuanto más tiempo paso al espejo más se vuelve ella yo, o yo ella, o nos volvemos una. Veo variar mi pelo, que ya no es liso – y mira que me paso tiempo con la plancha – sino que está ligeramente cardado y con mucha laca; mi cara, que va adoptando una forma distinta y en la que se desdibuja el maquillaje, que se vuelve apenas perceptible. Mi ropa deja de estar a la última y se podría encontrar en el álbum de fotos de mi abuela o en cualquier serie histórica de la tele. Y, como les ocurre a todos los que conocen mi nombre, yo ya no me veo, la veo a ella, a Aurelia, que es yo, que soy ella, que vive a través de mí y que nunca me dejará ser yo misma, ni vivir en la época en la que nací. Con sus novelas históricas en papel, su música clásica en directo y sus aires de recatada moijgata que ocultan mis anhelos.

Cuanto más rato paso al espejo, más clara es la transformación. Pero también ocurre en otros sitios, ante cualquier superficie que me refleje. A veces, siento deseos de ser un vampiro y, atendiendo a la leyenda, no ver nunca mi reflejo en ningún sitio. No verme. Al menos no la vería a ella. No me vería a mí. No percibiría ese contorno desdibujado que me enmarca como un halo y que poco a poco se va apoderando de mí, haciendo que mis pulgares vuelvan a ser normales y no tengan este desarrollo por su uso en las pantallas; haciendo que me aflore esa especie de callo en el dedo medio por coger el bolígrafo que hace meses que no utilizo; haciendo que los músculos que me dibuja el spinning desaparezcan y mi cuerpo se redondee.

Solo si a veces lograse ver algo más… Algo más en el espejo y no solo mi reflejo. El de ella. Me gustaría imaginar, saber qué hay junto a Aurelia. La Aurelia que no lucha contra el destino de su nombre. Si del otro lado vive una serie de  Humbertos, Ezequieles, Hipólitas, Casildas y Arsenios felices de ser quienes son, sin la angustia de la negación.  Seres felices con su nombre.

Porque el nombre importa. Y yo soy Aurelia

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