El pasaporte

No podía evitarlo. Lo hacía de forma compulsiva. Una y otra vez. Mirar la caja. La caja en la que guardaba el pasaporte. No podía dormir desde aquel día. Pero, ¿cómo se le había ocurrido? ¿Y si alguien se daba cuenta, ¿y si descubrían que había mentido?

El sudor llenaba su cara y sus manos a diario, a pesar de que el otoño, el duro otoño alemán, cubría las calles de nieve desde hacía días. Pero para Manuel el frío no existía. Para él las temperaturas habían quedado suspendidas en el momento en el que, desoyendo cualquier atisbo de sensatez, decidió pasar al otro lado. El lado prohibido. ¡Tenía tanta curiosidad! Ver la RDA, la Alemania bajo la órbita soviética. Era algo único, algo que no volvería a ocurrir.

En realidad, desde que había salido de su casa todo era distinto, todo era nuevo. Nada se parecía a las calles de su Madrid natal, que tanto había echado de menos al principio. Ese barrio de Vallecas, que más parecía un pueblo, en el que todos los vecinos se conocían. A veces lo extrañaba. En la mayoría de las ocasiones, no. No, porque no tenía tiempo, ocupado como estaba en aprender el trabajo, en copiar los planos que luego tenía que enviar a su empresa; en conocer ese endiablado idioma que se le seguía resistiendo; en ver primero la ciudad y luego el país, acompañado de esos jóvenes, también españoles que, como él, tenían la suerte de disfrutar de esa vida distinta, inimaginable allá en su casa. Jóvenes que, al contrario que Manuel, no necesitaban trabajar para poder salir casi a diario y organizar sus viajes.

Uno de esos viajes era el que le había ocasionado el terrible problema que tenía ahora. Habían ido a Berlín. La ciudad le había fascinado. Aún se podían ver en ella los rastros de la ocupación que siguió al final de la Guerra. El sector inglés, el francés, el americano… y el soviético. Porque, ¿cómo podía sustraerse a la tremenda curiosidad que le producía pasar al otro lado, a ese lado del que tanto había oído hablar? Ese territorio sometido, en el que todas las desgracias se abatían sobre sus habitantes, donde había tantas y tantas cosas que no se podían hacer. Sólo hacía un año que se había terminado el muro. Esa pared que separaba lo que antes habían sido las mismas calles, las partes de un barrio, los amigos, las familias. La situación entre el lado Este y el Oeste seguía siendo muy tensa. Por eso era una locura lo que pensaron, lo que querían hacer. El tránsito hacia el Este no estaba prohibido, nunca lo estuvo. El muro se construyó para evitar justo lo contrario, que las personas del Este pudieran cruzar al otro lado. Pero, de todos modos, el paso no estaba exento de problemas. Para todos. Pero más para él.

  • ¿Por qué?- preguntó Jorge, su nieto, que parecía que había conseguido interesarse por la historia.

 

  • Porque yo era español, hijo, y en mi pasaporte no podía figurar el sello de entrada a la RDA.-

 

  • ¿Ah, no?, ¿y por qué? – Insistió Jorge.

 

  • Porque estaba Franco, ¿no abuelo? – Afirmó Valeria, su nieta, con la mirada todavía en la revista.

 

  • Eso es. No estaba permitido, en ese tiempo, ir a los países del Este.

 

  • ¿Por lo del muro? –Volvió a preguntar Jorge.

 

  • El muro era para otra cosa, para que no viniesen ellos. –

 

  • – Dijo Jorge sin estar muy convencido.- Sigue, abuelo.-

 

Abrió de nuevo la caja y tocó el pasaporte. Por décima vez en la noche leyó el sello. Nada, es que no podía ser, con ese sello no podría volver a España. ¿Y ahora qué iba a hacer él? Quedaban solo dos meses para Navidad y ya tenía comprados los billetes. Volvía a casa. Tenía ganas. Muchas ganas. Sobre todo de ver a Elvira, su novia. Era tan joven… Los únicos recuerdos que tenía en los últimos años para su otra vida, la de antes, la que fue la suya hasta que terminó el Servicio Militar y aceptó ese puesto, eran para Elvira. A veces pensaba que habría sido mejor no conocerla, no haberse enamorado de ella, para no tener nada que le atase al pasado, a su país, a aquél para el que trabajaba y al que no le apetecía volver.

Con el ansia de conocer, de explorar, con  la urgencia de saber que algún día se acabaría su cometido y tendría que regresar, intentaba disfrutar de todo: de las ciudades; de la cultura; del idioma; de la comida; de la forma que tenían de divertirse esos alemanes; de su manera de trabajar, que le sorprendía y admiraba, siempre tan concentrados, pero dentro de unos límites de unas reglas, que eran para todos y eran siempre las mismas.

Le sorprendía el país, pero más le sorprendía su gente. Ellos tuvieron su guerra y fue devastadora. Pero mírales ahora, tan centrados, tan organizados, con ese país que habían reconstruido casi en su totalidad y que en nada se parecía al que él había dejado hacía ya cinco años.

  • Yo tenía que volver, iba a ser Navidad… –

 

  • Y también querías ver a la abuela, ¿verdad? – interrumpió su nieta.

 

  • Sí – concedió Manuel y sonrió a Valeria, que a conocía la historia. Antes de que pudiera volver a empezar, entró Isabel su hija, e hizo su aportación.

 

  • Al abuelo no le hagáis ni caso. Que lo que cuenta no es así. Este era un espía, como los de los libros.- Dijo, acercándose a su padre y dándole un beso.- Pero no lo quiere confesar. Anda, cuéntales la verdad.- Dijo y se sentó junto a su hija, mirando por encima de su hombro el artículo sobre las tendencias de la próxima temporada.

 

  • ¡Qué boba eres! – Dijo Manuel sonriendo. – Tú ya te lo sabes, no te quiero aburrir.-

 

  • Que no seas tonto, que les tienes enganchados. Mira la cara de Jorge.-

Él sabía que era un privilegiado. Podía salir de su país, conocer otros lugares, en un momento en el que la mayoría de sus compatriotas luchaban por dejar atrás la miseria de la posguerra. Él tenía un trabajo, un buen trabajo, y además tenía un encargo: traer a España, a su empresa, fabricante de maquinaria agrícola, la tecnología que otros países estaban desarrollando. Un encargo con prioridad, por interés nacional. Cómo se alegraba ahora de los estudios de delineante que decidió hacer antes del Servicio Militar. Fueron los que le capacitaron  para ser el elegido, la persona indicada para copiar los planos de las máquinas y enviarlos a Madrid, a la empresa que le contrataba.

  • ¿Copiar planos? Abuelo, que va a ser verdad lo que dice mamá. Que eras un espía.-

Manuel sonrió, divertido con el tema.

  • No hijo, no, que va. Yo solo tenía que trabajar, ver cómo hacían allí las máquinas y aprender para que en España pudiesen construirlas. Nada de espionaje. Todo legal. –

Por eso tenía que hacer algo. Porque llegaba la Navidad y quería volver a ver a Elvira, salir a pasear con ella por las calles de Madrid, donde haría frío, pero nunca el mismo latigazo helado que le recorría cuando salía a las calles de Stuttgart. Irían a la Plaza Mayor, cantarían villancicos e incluso irían algún día al cine, a ver una película de esas que tanto le gustaban a ella, en las que la protagonista, una joven simpática y decente (posiblemente Concha Velasco) se enamoraría perdidamente del galán de turno y acabarían casándose, para estar siempre juntos. Tenía que volver. Por eso debía hacer algo. Algo que le permitiese tener un pasaporte limpio, sin el sello que se leía perfectamente allí en la tercera página.

Abrió nuevamente la caja y, al notar con sus dedos el borde del documento, tuvo una idea. Diría que lo había perdido. Iría al consulado y pediría uno nuevo. Sí, eso era, un pasaporte nuevo, sin sello alguno, que le permitiese entrar en su país para pasear con Elvira y comer Roscón de Reyes antes de marcharse.

Sacó el pasaporte. Lo ojeó. Pero si el documento seguía allí, alguien podría descubrirle. Y no es que desconfiase de sus caseros, no, que Herr y Frau Schultz eran muy, muy discretos, nunca se les ocurriría mirar en sus cajones, ni en su cuarto. Solo entraban para limpiarlo. Respetaban mucho su intimidad. Y a él le gustaba así. Era una pareja ya mayor, que rondaría los setenta. No habían tenido hijos y para ellos Manuel había sido una bendición. Llevaba en su casa desde que llegó a Stuttgart. Hacía de eso, ¿cuánto? cinco años. Bueno no, cinco seguidos no, que estuvo año y medio entre Toulouse y Ginebra, hasta que volvió allí para quedarse. No, ellos no mirarían en sus cajones, pero era mejor evitar que alguien pudiera encontrar el pasaporte. Tenía que desaparecer. Había que deshacerse de él. Pero, ¿cómo?

Fue hacia el cuarto de baño y cogió las tijeras que había en el armario. Con ellas, volvió a su dormitorio, dispuesto a cortar el pasaporte en trocitos. Y eso hizo. Cuando los tuvo sobre la cama, se dio cuenta de que también los trozos podían juntarse. ¿Qué hacer entonces? En el salón había una chimenea. Pero no podía salir ahora con los papeles y echarlos al fuego. ¿Entonces? Esperaría, esperaría a que no estuviesen los caseros y quemaría los restos de su pasaporte. Sí, eso haría. Y podría pedir uno nuevo. Uno con el que volver a entrar en España.

  • O sea que lo rompiste y pediste uno nuevo.- Confirmó Jorge.

 

  • Eso es. Y vine a ver a tu abuela. Con mi pasaporte nuevo. Y me volví a ir.-

 

  • ¿Y cuándo viniste para quedarte? – Levantó la cabeza Valeria.

 

  • Tres años después. Para casarme con la abuela.- Dijo Manuel, y buscó con la mirada a su mujer, que entraba en ese momento.

 

  • ¡Qué bonito! – Y Valeria se levantó para besarle.

 

  • Ahora cuéntales la otra historia, papá.- Animó su hija.- La de la herencia que te dejaron tus caseros.-

 

  • Ja, ja, esa es otra historia. Otro día os la cuento.-

 

  • – Jorge ya había empezado a perder interés.- Pero ¿tuviste miedo de que te pillasen? –

 

  • Hombre, algo de miedo sí pasé. Ya ves tú que tontería. Si total, no había hecho tampoco nada malo. O sí, depende de cómo se mire. Hice algo que estaba prohibido en mi país… Sí, supongo que sí hice algo malo.-

 

Manuel se quedó pensando, como si, de pronto, no estuviese en su casa, en Madrid, sino en otro sitio, muchos años atrás, en la habitación que fue la suya durante tantos años, y sintiendo en su dedos el borde del pasaporte.

Unas horas más tarde, cuando su hija y sus nietos se fueron, miró cómo Elvira se quedaba embobada con una película y entró en su cuarto.

No le costó encontrar la caja en uno de los cajones del armario, al fondo del todo, oculta bajo carpetas y ropa. La abrió y miró su contenido. Alargó la mano y tocó con sus dedos el borde del pasaporte. La sensación le transportó años atrás. A la historia que acababa de contar a sus nietos. Lo cogió y lo abrió por la tercera página. Allí estaba el sello. El que no le permitió volver a España. Sonrió, recordando las palabras de su hija. “Este era un espía, como los de los libros”. Guardó el pasaporte en la caja y decidió seguir con su historia.

 

 

 

 

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