El super #relato #retratosdelconfinamiento

“La verdad es que no sé cómo se me ocurre. Mira que hay días en la semana y tengo que salir precisamente hoy, que es sábado”, se dijo mientras se vio fugazmente en el espejo de la entrada. “Madre mía, si parezco… yo qué sé lo que parezco”. Pero no le dio tiempo a pensarlo porque, con dos respiraciones, se le empañaron las gafas y ya no se vio bien. No le sirvió el truco que le habían pasado por WhatsApp. No había nada que hacer. Llevar gafas y mascarilla era una tortura. Adivinó entre la bruma una imagen inquietante. Apenas se reconoció, con el pelo más largo de lo normal y media cara cubierta. Instintivamente, acercó la mano a las gafas, como para despejar la niebla y se dio cuenta a tiempo. No tocarse la cara. Y menos cuando tenía los guantes puestos. “Mira que son feos” Se dijo, pero ¿qué le iba a hacer? Había pasado semanas hasta que había logrado hacerse con unos. No les iba a poner pegas ahora por tener ese color tan raro, entre violeta y fucsia.  Preparado como un astronauta para salir al espacio, cogió el carrito de la compra y abrió la puerta. “La verdad es que podría aguantar algo más. Pero al lunes no llego, no.” Se dijo. “Seguro que el super está atestado y están hasta haciendo cola”. ¿Por qué no lo había comprobado por la ventana antes de bajar? Ya daba igual. Con lo cómodo que le pareció tener el supermercado justo debajo de casa cuando la compró. En estos momentos, habría preferido tener que andar dos o tres calles. El sol de finales de abril dándole en la cara. Los colores de las tiendas, ahora cerradas, saludándole desde las aceras, el ruido de los pájaros (esos que llevaba años sin oír) de música de fondo. Pero no, él tenía que tener el supermercado justo debajo de casa. Para no poder aprovechar la excusa y darse una vuelta. Alguna vez pensó acercarse a Mercadona, varias manzanas más allá, pero no se atrevió, no. “Es que es como si estuviese cometiendo un delito o algo así, cada vez que salgo. Tengo una sensación, no sé…. Es raro”.

Más raro fue ayer, cuando tuvo que ir a la tienda a recoger los papeles. Primero el nerviosismo conduciendo. “Vamos, que cómo me paren. Que no estoy haciendo nada malo, que tengo que ir. Si no, a ver cómo voy a pedir yo los aplazamientos y los créditos y todas las cosas… que ya me lo ha dicho bien claro Daniel, el de la gestoría. Se te pasa el plazo Miguel, se te pasa. O me traes todos los papeles o no lo puedo presentar”.

  • Hazte un certificado. En mi empresa me dieron uno cuando se me rompió el portátil y tuve que ir a cambiarlo a la oficina.- Le dijo su amigo Diego.
  • Pero, ¿cómo me voy a hacer un certificado a mí mismo?, ¿tú estás tonto? –

“Pues solo me falta que me multen. Ya la jugada completa” Después de mucho pensarlo, decidió ir en coche. “Anda que si cojo el metro y me contagio…. Aunque lo tendré que dejar en el parking y me toca andar”. No se iba a quejar por eso. Algo de ejercicio. Aunque, cuando salió a la calle, se sintió extraño. Nadie. A lo lejos, vio pasar a un joven, con la mascarilla, los guantes, una figura que se movía rápidamente. Y luego nada. Se ajustó la tira elástica en la oreja. “Es que se me cae. Entre la patilla y la mascarilla, la oreja no me da para tanto. ¡Qué complicado es esto!”. Hizo el recorrido deprisa. Mucho más de lo que lo hacía a diario. Como si alguien le persiguiese. Como si quisiese evitar que le vieran, a él, solo, tan fácilmente identificable en esa ciudad parada, tan distinta a la bulliciosa capital que él adoraba.

Llegó casi sin resuello a la tienda. Los cristales de las gafas hacía tiempo que estaban empañados, pero no le hacía falta verla para reconocer la persiana echada. La levantó. El chirriar le asustó y miró a izquierda y a derecha, como si ese sonido bastante para delatarle. Al abrir la puerta le recibió el vacío y un olor familiar que, sin embargo, se mezclaba con otro. Los libros y la ausencia. “Dios mío, ¿qué voy a hacer?” La pregunta. La temida pregunta que venía a su cabeza una vez y otra, en una cadencia odiosa que no le dejaba pensar casi en nada más, se volvió a colar frente a sus ojos, como escrita en caracteres rojos. Miró a la derecha. La caja. Una punzada le impidió respirar por un momento. La de horas que había pasado allí. Nunca creyó que las fuese a echar de menos. Fue hacia el armario en el que guardaba los documentos sin dejar de pensar. Era su tienda, la tienda de sus padres, la que él heredó. Una librería. Una librería “de viejo” en el centro de Madrid, que él había transformado en un entorno bohemio y acogedor, a juego con la nueva fisonomía del barrio. Instaló tres mesas y una pequeña barra en la que servía cafés, tés y dulces, todos muy ecológicos y cambió las estanterías antiguas por otras, pretendidamente envejecidas y con aspecto industrial, más acordes con el entorno. “No deja de ser curioso que los muebles nuevos, recién comprados, parezcan más antiguos que los que tenía mi padre”. La tienda llevaba cerrada desde el comienzo del estado de alarma. Como todas las que le rodeaban. Como el bar de Luis, en la esquina, la mercería de Carmen, la peluquería de Raúl…. Todas, todas cerradas como la suya. “¿Qué vamos a hacer?”, se volvió a preguntar. Por ahora, no era capaz de mirar más allá. Solo podía llegar con su mente a los próximos días. A las noticias, que iban informando de medidas, y más medidas. A la voz de Daniel, insistiendo.

  • Tienes que pedir las ayudas Miguel. Si no, te quedas sin nada y no vas a poder seguir adelante.-
  • Pero es que es un lío todo esto.-
  • Dímelo a mí. Que todos los días sale algo nuevo y nos cambian lo que teníamos. Pero, hazme caso, igual que cuando te dije lo del ERTE. No te queda otra. Si no lo haces, te vas a la ruina, macho.-

Y es que Daniel, a fuerza de años llevándole los papeles, era casi un amigo. Y le hizo caso cuando le aconsejó que presentase un ERTE para que Mónica y Jaime, sus dos empleados, no se quedasen sin nada. Y ahora también. Por eso estaba allí, porque no tenía todos los documentos en el portátil. Y se pasaba el plazo.

Volvió a pensar en todo eso cuando llegó al supermercado. No se lo quitaba de la cabeza. ¿Qué iba a hacer?, ¿cómo iba a salir adelante? La librería apenas le daba para pagar los sueldos y el alquiler. ¿Cómo iba a hacerlo ahora?, ¿cuándo volverían sus clientes a tomarse un café mientras hojeaban un libro? Seguro que faltaba mucho. Entrar, a lo mejor entraba alguien al principio, para comprar una novela o algo, pero quedarse no. Eso no iba a ser posible. Y él aun no había pagado la obra del todo. Y de poner mamparas ni hablamos. El local no daba para eso. Tendría que quitar las mesas, pero…. Uf, no lo veía. No lo veía nada claro. Debería haberle hecho caso a María, que le sugirió que crease una página web y vendiese por internet. Pero él no era de esos. A él esas modernidades le llegaron tarde.

  • No seas exagerado. No eres tan mayor. Con tu edad hay mucha gente que se maneja divinamente en las redes. No eres viejo, eres antiguo.
  • Lo que quieras; pero yo en eso no me meto. Si bastante tengo con Facebook, que estoy pensando en quitarme.
  • Lo dicho, un antiguo. Solo tienes 54, que oyéndote, parece que tienes 80. Anda que no veo yo a tíos como tú en Tinder.
  • Sí, vamos, lo que me faltaba. Todavía por hacer negocio, me ponía yo a aprender algo, pero para ligar… Vamos anda, si no he sabido ligar nunca en vivo, voy a saber por internet….

Entró en el supermercado. Efectivamente, estaba lleno, aunque nadie esperaba en la calle. “Es que mira que soy bobo, ¿por qué tengo que venir el sábado, cuando más gente hay? Estoy todo el día en casa, sin hacer nada, viendo la tele y leyendo y tengo que hacer la compra en fin de semana, como todos los que trabajan. No sé cómo vamos a guardar aquí la distancia esa de seguridad. Si por más rayas que pongan en el suelo, no se puede.”

Vio a lo lejos a varios de sus vecinos. A algunos le costó reconocerles. “Si es que vamos como si llevásemos escafandra o el casco de la moto”. Estaba María, la del primero, que llevaba el carro hasta arriba. “Es que un sábado sí y otro no, le llevo la compra a mi padre, que vive solo y es muy mayor. 87 cumple la semana que viene”, le dijo hace quince días. Se cruzó también con Fernando, del cuarto, con el que casi se choca al salir de la zona de droguería.

  • Hombre, ¿qué tal? – Le dijo.
  • Bien, bien, aquí, aguantando. ¿Y vosotros? –
  • Todos bien. Esperando a mañana, que sacaremos a los niños. Pobres, Están desquiciados. No sé cómo lo vamos a hacer porque no encuentro mascarillas para ellos. Y Javier, el pequeño no quiere, dice que le da miedo el monstruo y la policía. No sé… Quizá nos hemos pasado, contándole cosas del virus estos días para que no se empeñase en salir.-
  • Bueno, seguro que en cuanto vea la calle se le pasa.-
  • Sí, eso creo yo.-

Y se despidió para llegar a la carnicería. Demasiada gente esperando. Peligro. Una imaginaria luz roja se encendió en su cabeza. No puedo. No puedo. Y llegó hasta la zona de envasados. Plástico. Carne envuelta en plástico.

  • Ni se te ocurra.- Vino a su cabeza la charla con su sobrina Andrea.- No compres nada envasado. Nos estamos cargando el planeta. Esto que pasa ahora es su venganza. Se venga de nosotros por tratarlo sin respeto. No compres nada con plástico. Piensa en los mares.-

Sí, pensaba en los mares. Pero también pensaba en toda esa gente esperando para ser atendida, que estaba demasiado junta, demasiado cerca. “Pues nada, ¡qué le vamos a hacer!, esta vez el planeta tendrá que esperar”. Se dijo, y cogió dos bandejas de carne y una de pollo. “Además, ¿no era esto un virus que había soltado China adrede?” Eso es lo que decía su cuñado, y su primo, y todos los conspiranoicos que se pasaban el día enganchados a las redes sociales y enviando más y más noticias apocalípticas. ¡Qué harto estaba de ellos! Tentando estaba de salir de todos los grupos por no aguantar el bombardeo. Pero no, no lo iba a hacer. Si salía de los grupos, ¿qué le quedaba? Estaba solo, solo con sus deudas, solo con sus preocupaciones, solo con la angustia de contagiarse, solo con el miedo a pensar en el futuro., solo con….

  • ¿Para dónde vas? –

La voz le resultaba familiar, pero no lograba reconocerle. El uniforme, la mascarilla…

  • Voy a la frutería.-
  • Vale, pues espero.- Le dijo el reponedor, que paró el carro que transportaba el palé lleno de bebidas. Le hizo un gesto y entonces sí, entonces le reconoció. El vecino del sexto, el que llevaba tanto tiempo en el paro, el que dirigía los aplausos a las ocho desde que empezó todo, el que había vendido el BMW. Era él. Le sorprendió verle allí. Volvió a cruzarse ante él la frase en rojo “¿Qué voy a hacer?”. Miró a su vecino y no le pareció tan mal. Iba a hablar, a decirle algo, a darle las gracias, cuando la vio. Cruzó ante su mirada y volvió a perderse entre las estanterías de la zona de cafés e infusiones. La siguió.

“Dios mío es ella. ¿Cómo no lo he pensado? Pues claro, tarde o temprano tenía que pasar. Tenía que encontrármela”. La vio mirando una caja de cápsulas para cafetera tipo Nespresso. Un temblor se apoderó de él. “Madre mía, ¿y si me ve?, ¿qué hago?”. Porque en ese momento fue plenamente consciente de que él no era, ni mucho menos, George Clooney. Se miró. Además de los guantes fucsia vio el pantalán vaquero, viejo y sin forma, que llevaba. “¿Por qué me he puesto esto?”. Y la camisa, que aparecía bajo la sudadera gris. “Si es que voy hecho un adefesio. Pero, ¿cómo no lo he pensado? Claro, si salgo, pues puede pasar, claro, como no, y más un sábado. Si es que… Y, ¿por qué no me he cambiado?, ¿Por qué me he puesto esto?” Se pasó la mano por el pelo entrecano, intentando atusarse. “Está demasiado largo. Yo solo no me atrevo a cortármelo”. Intentó ponérselo por detrás de la oreja y se le desencajó el elástico de la mascarilla. Casi la pierde. Las gafas, de nuevo empañadas, “Seguro que es por los nervios” y desalineadas, la patilla derecha a punto de seguir el camino de la mascarilla. “¡Qué desastre, por Dios, que no me vea!”. Pero antes de que pudiese acabar ese pensamiento, se dio la vuelta y le miró. Se quedó parada. Sin decir nada. La caja en la mano, a media altura, sin subir ni bajar, la mirada fija. Miguel imaginó la boca abierta por la sorpresa bajo la mascarilla. También creyó adivinar que sus mejillas se coloreaban. “Le da vergüenza”, pensó. Supo que tenía que decir algo, pero no supo qué. Ella tampoco.

De nuevo el vecino del sexto, Pedro, ahora con un carro lleno de bollería. Pasó entre los dos y, los breves segundos en los que su imagen se sobrepuso a la de ella, sirvieron para que Miguel se atreviera.

  • Hola.- Le dijo cuando pasó.
  • Ho…Hola.- Contestó ella. Y ahora sí que se puso roja.
  • ¿Qué haces?- “¿Cómo se puede ser tan idiota?, ¿qué va a hacer?, pues comprar, ¿qué hace uno en un supermercado?”. Se odió por no haber dicho otra cosa. Pero a ella le hizo gracia.
  • Lo mismo que tú.- Le dijo y señaló su carro.
  • Claro, claro, ¡qué tonto soy! Bueno, yo me llamo Miguel, ¿y tú? –
  • Pilar – Y su nombre se quedó allí, flotando entre los dos, que no sabían qué hacer, intentado mantener la distancia, esa distancia obligatoria que tan incómoda se les hacía ahora. Ni apretón de manos. Ni beso…
  • Quizá deberíamos hacer como los orientales.- dijo él .- y saludarnos con una inclinación de cabeza.- Y para rematar su comentario, lo hizo. Ella le miró y le imitó.
  • Jajaja, ¡qué curioso! ¡Y qué raro! –
  • Bueno, ahora todo es raro.-
  • Es verdad.-
  • Te veo todos los días.- Se aventuró Miguel. – Aplaudiendo.- Se apresuró a completar. No fuese a pensar qué el era un mirón o algo así.
  • Ya- dijo ella. Y enseguida corrigió, también.- Sí, alguna vez te he visto.

“¿Alguna vez?”, pensó Miguel, “todos los días. Vamos, no vengas ahora con eso. Me ves todos los días, como te veo yo a ti. Nos miramos todo el rato, nos arreglamos para las ocho. Claro que me ves. Y yo a ti. Pero ninguno de los dos va a decirlo….” Y llevaba razón. Al menos no ese día. Al menos no ahí. “¿Y ahora qué?”, pensó. Pero Pilar, le ayudó.

  • Yo ya he terminado de comprar. Voy a la caja. ¿Y tú? –

Él no había terminado. Le faltaba la fruta. Pero la sola idea de intentar abrir la bolsa delante de ella, con los guantes que llevaba de casa, más los que se ponía al entrar en la tienda, le parecía impensable. Por eso decidió que quizá podría pasar un día sin manzanas.

  • Yo también.- y la siguió hasta la caja. Ella sobre la señal amarilla. Él sobre la negra, metro y medio por detrás

“Tengo que decirle algo, tengo que decirle algo”, pensaba, “pero, ¿qué le digo?” Pilar empezó a colocar la compra en la cinta. “Vaya, ella sí ha comprado fruta. Seguro que se le da mucho mejor que a mí abrir las bolsas”. Avanzó y él también lo hizo. El sonido de la caja y del escáner se confundían y le impedían pensar. “Vamos, vamos, di algo”.

  • Pilar – Ella le miró. “A ver ahora cómo sigo”.
  • ¿Te gustaría tomar algo? – A través de la mascarilla pudo notar su sorpresa.
  • ¿Perdona? –
  • Ya, ya sé que no hay nada abierto.- Miguel rio. Y se odió por ello. ¡Qué falsa sonaba su risa! Estaba mucho más nervioso de lo que le habría gustado reconocer.
  • Por vídeo ya sabes.-
  • Ah, claro. – Dijo ella.- Perdona. No había caído.- Bueno, ¿cuándo?

“¿Si digo hoy pareceré muy ansioso?”, pensó.

  • Esta tarde. A las siete y media. Así luego, podemos ir a aplaudir juntos.- Le dijo. Esperó un segundo para ver su reacción y ella le miró. Y a pesar de la niebla que llenaba la parte inferior de sus gafas, a pesar de la mascarilla y de la distancia, pudo ver en su mirada a la urbanización coreando la melodía que cada tarde les arrullaba a las ocho. Ella también.
  • Vale, pero….
  • Son ochenta euros.- Dijo la cajera.
  • Sí, ya voy.- Contestó Pilar azorada.

“Joder, la tía, ¿no se podía haber esperado un poquito?”. Pilar pagó, sin mirarle, y cogió las dos bolsas mientras él ponía su compra en la cinta. Se volvió y le dijo;

  • ¿Apuntas el número? Es que no he bajado el móvil.-
  • Yo tampoco.- Y Miguel se odió por la falta de previsión. – Pero no importa, dímelo y lo memorizo.
  • ¿Seguro?
  • Sí – Dijo, con mucho más aplomo del que sentía. Hacía años que no memorizaba números. Cuando era un chaval tenía una memoria espectacular pero ahora…. Pilar se lo dio y se despidió, supuso Miguel que con una sonrisa bajo la mascarilla. Él empezó a repetir el número, una y otra vez, angustiado ante la posibilidad de olvidarlo. Era cierto que no le gustaban las “modernidades” a la hora de ligar, pero de ahí a recordar un número de teléfono, como cuando estaba en el Instituto, había un gran camino. ¿Y si no lo lograba?

Siguió repitiendo el número en el ascensor, con las bolsas clavadas en las muñecas, y cuando giró la llave en la cerradura. Lo repitió una vez más cuando las dejó en la entrada, y otra cuando buscó con desesperación un bolígrafo en el salón, y luego en su cuarto. Lo repitió de nuevo cuando lo apuntaba y otra vez cuando lo grabó en el móvil. Y, por fin, cuando vio su imagen en el icono del WhatsApp y comprobó que no había bailado ningún número. “Es ella”, se dijo. “Lo conseguí”.

Estaba guapa en la foto, mucho más parecida a la imagen que veía todas las tardes que a la de la compra de hacía unos minutos. Pensó que ella, como él, tampoco había reparado en la posibilidad de encontrarse con nadie. Recordó el detalle de su pantalón, ancho y sin forma, de sus zapatillas de deporte y la cazadora vaquera bajo la que se adivinaba una camiseta blanca. Nada que ver con esa mujer con blazer de cuero y camiseta lencera que miraba a la cámara delante de un horizonte en el que el mar y el cielo se confundían. Nada que ver su melena pelirroja con la coleta despeinada del super. No había sido consciente de eso, tan preocupado estaba por su propia imagen. Recordó que ella miraba un paquete de cápsulas de café de marca blanca y pensó que quizá no importase que él no se pareciese al verdadero George Clooney. Que quizá ella estaba ahora, como él, pensando en que las siete y media estaban muy cerca y que, por primera vez, iban a hablarse de verdad, no de ventana a ventana; que lo iban a hacer con palabras, no con la mirada, aunque hubiese una pantalla entre ellos; que tenían una cita; que hasta en esa realidad tan rara que les había tocado vivir, había una ilusión, una esperanza. Y se olvidó de los papeles que esperaba Daniel, del crédito de la obra aun sin pagar, del ERTE de Mónica y Jaime, de sus padres, de la librería, se olvidó de todo, para concentrarse en vivir.

6 comentarios en “El super #relato #retratosdelconfinamiento

  1. Gracias Pepa por la segunda parte. Me había quedado con ganas de saber cómo continuaba ese inicio de relación.

    ¿Habrá más…?

  2. Me encantan tus relatos. Eres estupenda describiendo los sentimientos y las preocupaciones actuales desde una mirada positiva . Bravo….. Y sigue, que estamos ya esperando el siguiente.

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