Era curioso. Antes nunca le había pasado. Pero desde entonces, desde aquel momento, cuando todo cambió, sentía su presencia. No sabía explicar bien qué era. Porque no le veía – ¿cómo podría verle? – , ni oía voces, ni siquiera era que le recordase. No, no era nada de eso. Nada explicable. Le sentía. Le sentía allí, con ella. Su presencia. Unas veces dándole su apoyo. Otras en actitud recriminadora. Pero allí estaba, siempre.
Con lo independiente que era ella. Que nunca pedía consejo; que todo lo hacía por su cuenta. ¿Independiente? Sabía que para algunos era más bien egoísta. ¡Cuántas veces la habían acusado de eso! Incluso él. No, él sobre todo. Siempre. ¡Qué pesado era! Solo acordarse le hacía resoplar. ¡Qué hombre! Y pensar que había convivido con él durante quince años… Un verdadero récord. Quince años. Con alguien como él. ¿Cómo pudo casarse?, ¿qué fue lo que pasó? No sabía explicarlo, hasta para ella, que lo había vivido, que había sido la otra protagonista de la historia, era difícil de entender. Porque lo del principio, lo de saber cómo empezó era explicable. Las vacaciones. Esos dos meses y medio de calor intenso en el pueblo. Esos veranos sin nada que hacer más que derretirse lentamente oyendo las discusiones de su madre con sus tías. Él estaba allí. En la puerta de al lado. El vecino. De la edad de su hermano mayor. Soso, calladito, tímido; pero con buena planta. ¿Qué más podía pedir? No necesitaba más, total, era mejor no hablar. Se entretenían. Pasaban el rato. Y tampoco es que sus conversaciones fuesen muy interesantes. Al menos para ella. Al menos en aquella época.
Con el tiempo tampoco lo fueron. No mejoraron. Y el resto se estropeó. La buena planta de Tomás a los dieciséis no le convirtió en un hombre atractivo a los veinte. Feo tampoco. Era normal. Tan normal que aburría. Tan aburrido que era vulgar. Pero ella no le dejó. ¿Por qué? No lo sabía. Se había acostumbrado a las tardes juntos, casi sin hablar. A pasear sin decir nada, primero en el pueblo y luego en Madrid. Porque él se mudó. La hubiera seguido a cualquier parte y la capital no estaba más que a cien kilómetros. Ahora, cuando recordaba, cuando pasaba su vida hacia atrás, veía claro que ese fue el punto de no retorno. Cuando él se empeñó en irse a Madrid para que estuviesen juntos y ella no dijo que no. Ahí escribió su sentencia. La de ella. ¿Y la de él?
Había más cosas. Cosas que antes no se había atrevido a pensar pero que ahora veía con claridad. Porque si Tomás no era atractivo, de ella se podía decir lo mismo. En aquella época al menos. Bueno, ahora tampoco había mejorado mucho. Más baja que la media (bastante), tenía lo que su amiga Ana llamaba una cara difícil. Y no era tanto por su nariz, demasiado grande, ni por sus ojos – tan pequeños – sino por su gesto. Su gesto constante de enfado. La boca torcida, que ya no se sabía ni cómo era en realidad, y ese entrecejo fruncido que marcaba sus arrugas desde los veinte. Si, tenía que reconocerlo, se quedó con Tomás porque tampoco había mucho más que elegir. Ella no ligaba. Al menos antes.
Pero a veces era mejor estar sola que mal acompañada. Se lo repetía mucho. Sobre todo empezó a repetírselo en los últimos cinco años. Cuando las diferencias entre ellos, que siempre existieron, se hicieron mayores. Cuando ella comenzó a trabajar en ese despacho tan pijo y empezó a avergonzarse de veranear en el pueblo, de vivir en la periferia, de tener un solo coche… Incluso llegó a avergonzarse de sus hijos. Eso no lo habría reconocido nunca. Pero pasó. Pasó porque los dos eran tan parecidos a Tomás… Y definitivamente, él, Tomás, no encajaba, no encajaría nunca con el grupo de compañeros que compartían bancada con ella en el despacho.
Fue entonces cuando las diferencias, que siempre habían estado allí, comenzaron a aparecérsele con una claridad digna de la resolución de la cámara del último modelo de Apple.
Y comenzó a no soportar el entrecejo de Tomas, que a diferencia del suyo no estaba permanentemente fruncido, sino lleno de pelo. A desear que hablase aún menos de lo que lo hacía, porque era casi imposible que no deslizase en la conversación algún término vulgar. Eso si sabía de qué se hablaba, porque culto, lo que se dice culto, no es que fuese mucho, que terminó la EGB y se le atragantó el BUP. Por eso trabajaba en una fábrica, como mecánico. Otro de los temas que ella desea evitar, prefería incluso no recordarlo. A pesar de que ese empleo pagó sus últimos años de facultad y su Máster.
No podía compartir con nadie lo que sentía. ¿Cómo hacerlo con su propia familia, su padre y su madre, que venían del mismo pueblo que Tomás y se parecían tanto a él?, ¿y con sus hijos, que le adoraban? Tampoco podía hacerlo con sus nuevos amigos, los del trabajo, que la miraban a ella por encima del hombro y le decían, sin necesidad de palabras, que le quedaba mucho por pulir antes de formar parte del clan. Y sus antiguos amigos era los de Tomás ahora, con lo que no era posible sincerarse.
Por eso le tomó tanto manía, porque no había manera de librarse de él, y si no lo conseguía, si no le dejaba atrás, ella nunca sería ella, la imagen que se había forjado y que luchaba por conseguir. Y algo debía estar haciendo bien, porque, a pesar de su gesto desabrido y de su pelo lacio y sin gracia; a pesar de su poco acierto al combinar la ropa (y eso que ahora ya la compraba lejos de las tiendas de su barrio) conoció a Gustavo. Y todo cambió.
Fue entonces cuando pensó en separarse. Y cuando Tomás empezó a encontrarse mal. Al principio eran solo mareos, dolores de cabeza, pero pronto fue a más. Y los ataques de ansiedad después de cada discusión la ponían de los nervios. Lo que le faltaba. Ese hombre era un auténtico desastre. Pero, ¿qué pretendía? ¿No tenía bastante con ser como era? Que no podían quedar con nadie, siempre avergonzándola con sus chistes manidos y sus comentarios a destiempo. Ahora le salía con eso. Y ella es que le miraba y se ponía mala. Por eso cada vez le miraba menos. Y más a Gustavo.
Comenzó la relación diciéndose que no pasaba nada, que ahora no podía separarse de Tomás pero que ya llegaría el momento, que era más el daño que le haría abandonándole del que podía causarle su nueva relación. Estaba tan segura de ello que no disimulaba. Cada vez sus salidas eran más frecuentes. Cada vez se olvidaba más a menudo de las excusas. Tan contenta estaba con Gustavo – ese chico, guapo sin ninguna duda, con aire de niño bueno y familia de niño bien – que no supo ver cómo Tomás se deterioraba. No hasta aquel día.
Por eso ahora sentía su presencia. La sentía siempre. Como un escalofrío que recorría su cuerpo cuando iba a hablar en una reunión, o cuando regañaba a sus hijos por hablar mal o portarse de forma inadecuada en la mesa. Un escalofrío que subía por su columna vertebral y paralizaba sus dedos. Era él. No le veía pero era él. El agobio de su presencia, tercamente unida a ella hasta el fin. Suplicante, amenazador, con esa mirada que no estaba pero que le decía “no me dejes”, desde un rostro extrañamente deformado por la presión de la cuerda que utilizó para ahorcarse.
Relato estupendo. Con final inesperado como te gusta. Es un placer saber que sigues escribiendo
Estoy de acuerdo con Santiago. Un relato con un final estremecedor.