La maldición del CEO

Hoy voy a dejaros una historia muy relacionada con mi día a día en el trabajo (la parte más fea, hay otras más bonitas) y que está también muy relacionada con lo que cuento en mi primera novela, «La culpa» – la puedes comprar, pinchando aquí -. También ha venido a mi mente leyendo el libro «Relatos Humanos» escrito por varios compañeros de profesión y que recomiendo encarecidamente. Espero que os guste.

«No me acostumbraba. A pesar de llevar tanto tiempo haciéndolo. No llegaba a acostumbrarme.  Quizá no lo hiciera nunca. Despedir. Era lo peor de mi trabajo. Y más en estas circunstancias. Cuando la persona no era la responsable;  cuando no se trataba de una acción disciplinaria. El Expediente de Regulación de Empleo que habíamos acordado tenía un umbral y si no se llegaba a ese número de salidas de forma voluntaria, tenían que hacerse forzosas. Once. Once personas, seleccionadas por unos criterios objetivos, impecables, a los que nada se podía objetar. Salvo que eran personas. Once. Y hoy empezábamos a comunicárselo. ¡Uf! No, no me podía acostumbrar.

Miré la agenda en mi móvil. Al final no había sido posible convocar a todos el mismo día. Yo lo habría preferido. Creía que era mejor para ellos. Cuando algo así pasaba los comentarios corrían como la pólvora… Y también era mejor para mí. Es más, tenía que reconocer que había pensado más en mí que en ellos. Que pasara cuanto antes. Un día y ya está. Pero no, no podía ser. Tenía que hacerlo bien. Moví la cabeza, como si los pensamientos estuviesen allí encajados; como si físicamente descasasen sobre mi pelo y con ese gesto pudiese alejarlos.

Me acerqué la taza de café a la boca – negro, solo y muy caliente, el primero de la mañana – mientras pasaba el dedo por la pantalla y repasaba los nombres. Vinieron a mi cabeza las imágenes de sus fotos en la ficha personal y los datos que había repasado ayer. Me paré a las 18.00. A esa hora acabaría la última cita de las personas que estaban inmersas en el ERE.  Y tenía dos reuniones más, también de una hora cada una. Dos reuniones muy distintas a las otras. Entrevistas. Selección. Para los puestos de Digital. Se me hacía raro. Despidos por motivos económicos al mismo tiempo que contratábamos. Era cierto que nada tenían que ver, que los perfiles y competencias que necesitábamos para poner en marcha el área Digital eran totalmente distintos. Que no existían en la casa. Y lo habíamos intentado. Dos programas de formación específicos en la mejor Escuela de Negocios. Voluntarios, abiertos a todas las personas de la empresa.  Pero no había sido suficiente. Hay cosas que no se pueden formar… Para mí esas dos entrevistas serían un bálsamo. Me ayudarían a terminar la jornada con una sensación distinta, positiva, la de hacer algo bueno. Pero ya anticipaba los problemas que nos traerían esas contrataciones y las veces que tendría que dar explicaciones. A los sindicatos, a los propios empleados, incluso al juez. Porque demandas habría, eso siempre.

Si la parte más incómoda de mi trabajo era despedir, la que más me gustaba eran las entrevistas de selección. Siempre me reservaba algunas para hacerlas yo misma en lugar de dejar al equipo que se encargase. Las de los puestos más altos, o más difíciles. Y estas lo eran. Nos enfrentábamos, como la mayoría de las empresas, al cambio que suponían los nuevos modelos de negocio. A la tan manida Transformación Digital. Y para ello necesitábamos habilidades y capacidades nuevas, que nosotros no conocíamos bien. Por eso hacía yo la entrevista. Y la hacía con Daniel, el Director de Digital que contratamos hace dos años.

Acabé el café, que ya empezaba a quedarse frío, y me comí la tostada deprisa. Como no espabilase llegaría tarde.  Y eso sí que no. Para mí la puntualidad era fundamental. Sobre todo por respeto a las personas que me esperaban. Bastante era comunicarles su despido, como para encima llegar tarde y hacerles esperar.

Cuando llegué ya me estaba esperando Ignacio, el jefe de la primera persona que íbamos a ver. Me alegré de que fuera él. Sería más fácil. Era uno de los pocos mánager que asumía de verdad su papel, que se implicaba en la gestión de su equipo. En todo. En los bueno y en lo malo. Y esto era de lo más malo. De lo peor. Pensé en los otros. En el resto de mánager que me acompañarían a lo largo del día y me eché a temblar. Charlamos un rato y me acompañó a la máquina del café. No podía evitarlo. Necesitaba dosis extra.

  • Antonio lo sabe.- Me dijo.
  • ¿Ah, sí?, ¿le has anticipado algo? –
  • No, como quedamos, no le he dicho nada. Pero hay rumores… Muchos.-

Era lógico. Y además, seguro que había habido filtraciones. No se había comunicado oficialmente el número de peticiones voluntarias; pero todo el mundo hablaba de ello. Y comprobar que cumplías los requisitos para ser un candidato a la salida forzosa no era complicado. Los criterios eran sencillos: mayor  edad y, dentro de esto, mayor antigüedad.

  • ¿Y cómo crees que se lo tomará? –
  • Sus hijos aún son jóvenes. El mayor acaba de terminar los estudios. Pero tiene dos más. Y el último es muy pequeño. Creo que tendrá unos catorce o quince.-
  • Ya, pero económicamente no queda mal. No será igual que en activo, pero la diferencia no es tan grande.-
  • Ya, pero cuando necesitas el dinero cualquier diferencia lo es.-
  • Llevas razón.- Dije. Y me sentí culpable por no haber pensado en ello. Cada uno tenía su historia. Yo había intentado conocerlas, pero me había quedado en la superficie. Junto con Laura y Miguel habíamos revisado los expedientes. Pero allí no había más que datos, fríos, sin sentimientos, sin las sensaciones que cada uno de ellos tenía ante su trabajo. Tomé aire y me alegré de que Ignacio estuviese conmigo en la primea reunión.

Estábamos sentados en la mesa de reuniones, con los papeles en una carpeta, cuando llegó Antonio. Le reconocí nada más entrar. Y no solo por la foto de la ficha, también de haber coincidido con él en el ascensor y en la cafetería. Apocado, no levantaba la vista. “Uf, esto me lo pone más difícil”, pensé. A mí me gustaba mirar a las personas con las que hablaba, y más cuando se trataba de contarles algo tan duro como esto. Quería decírselo a la cara, mirándoles a los ojos, ofrecerles todo lo que estuviese en mi mano para que ese momento fuera lo menos doloroso posible. Si alguien tiene que decírselo que sea alguien profesional, pensaba. Era una de las primeras cosas que enseñaba a mis colaboradores: a contar las malas noticias. Siempre les decía lo mismo: “lo bueno lo sabe hacer cualquiera. Donde aprendes es haciendo lo jodido”. Y se lo decía así porque yo soy muy mal hablada. Por eso, siempre que había algún proceso complicado, me llevaba a uno conmigo, para que lo viera, para que supiera hacerlo, y en la próxima ocasión, se ocupase él. Me hubiera gustado que alguno de los miembros de mi equipo estuviese conmigo. Quizá Daniel. Pero hubiéramos sido muchos y tampoco era cuestión de acobardarles.

Con Antonio fue duro. Pero más lo fue con Marisa, de Contabilidad, que empezó a llorar prácticamente desde la primera frase. Y con Belén, de Marketing, que se trajo a Paco, un Delegado Sindical quien, pese a conocer perfectamente el acuerdo, no ayudó nada en la comunicación, adoptando una postura agria e insolente. Y lo peor, lo peor no fue el desmayo de Josefina, sino el silencio de Juan, que no abrió la boca en toda la reunión.

Repasamos con cada uno de ellos los motivos, la decisión, los próximos pasos. Les mostré la documentación que necesitaban y me ofrecí y ofrecí a mi equipo para resolverles todas las dudas. Sabía que, con el shock, la mayoría no retendría nada de lo que les decía. Por eso les daba la hoja con nuestros teléfonos apuntados, para que cuando volviesen en sí nos llamasen.

Cuando llegó la hora de la comida casi me había quedado sin voz y me dolía la cabeza. A mí siempre me da por lo mismo. Que hace frío, me duele la cabeza. Que el ambiente está muy cargado, me duele la cabeza. Que estoy triste, pues también. Y hoy, hoy por supuesto que me dolía.

Cogí un plato de verduras y me senté en la mesa, sola. No me apetecía hablar con nadie. Recordé la película “Up in the air”. Ese George Clooney tan profesional y tan impoluto que no ponía ni un gramo de emoción en su trabajo. Pero él sabía que estas cosas se hacían cara a cara. O no. O simplemente lo mantuvo para no ser él el que perdiera su puesto.

Sonreí pensando en esa posibilidad. La de ser yo uno de ellos. ¿Por qué no? Era algo que estaba en el ambiente, que podía pasar de un momento a otro. Con tantos cambios… Además, desde que se fue Víctor, el antiguo CEO, las cosas ya no eran como antes. Con Alejandro, el nuevo, no tenía tanta complicidad. Bueno, a veces parecía que no tenía ninguna. Echaba de menos a Víctor. Me alegraba mucho por él, porque había ido a una empresa más grande, una empresa que siempre le había atraído y que ahora dirigía. Pero me había dejado muy sola. Y me estaba costando hacerme mi hueco.

Pero no pude seguir pensando porque Victoria, la Directora de Ventas, llegó, se sentó a mi lado y comenzó a hablar, y hablar y hablar, sin que yo consiguiese saber muy bien de qué y sin dejarme meter baza. “Bueno, al menos me distrae”, me dije.

La tarde fue como la mañana. Tremenda. Bueno, si tengo que elegir, aún peor. Porque ya no tenía a Ignacio, ni a María, que habían asumido perfectamente el papel que les correspondía. No, por la tarde me tocaron como compañeros de escenario Luis y Alberto. No les faltó más que decir que ellos no tenían nada que ver. Bueno, de hecho, Alberto lo dijo, no con esas palabras, pero con otras muy parecidas. No podía con él, no podía con ellos. ¿Es que no había forma de que se enterasen de que entre sus responsabilidades estaba la de gestionar sus equipos? Lo habíamos intentado. Con programas de formación, con sesiones de coaching, con todo, pero nos quedaba un grupo de irreductibles, como la famosa aldea gala, que seguía pensando que todo lo que tenía que ver con los empleados – sobre todo si era malo – era de Recursos Humanos. 

Por eso agradecí tanto que llegasen las dos entrevistas de selección. De hecho, se me pasó el tiempo volando y, cuando me quise dar cuenta ya habíamos terminado.

  • Muy buena la última, ¿verdad? Le dije a Daniel.-
  • Sí, coincidió él.-
  • Además, me gusta que sea una chica. No hay muchas en el mundo «tech»Comenté.
  • Tú siempre tan peleona.- Y mientras me lo decía me dio una palmada en el hombro.

Me caía bien Daniel. Era una persona muy agradable, siempre pendiente de los demás. Y también lo estaba de mí.

  • ¿Qué tal el día?, ¿ha sido duro? –
  • No más de lo que esperaba.- Le contesté.
  • ¿Cuándo se tienen que ir? –
  • En quince días. Pobres, van a estar como zombis este tiempo.-
  • Sí. De todos modos, es la primera vez que se hace aquí, pero tú sabes que esto es muy frecuente en otras empresas.-
  • Pero eso no lo hace menos duro para el que le toca.-

Íbamos hablando en dirección a los ascensores, cuando apareció Antonio, Antonio Díaz, la persona a la que le había comunicado su salida a primera hora de la mañana. Me extrañó verle a esas horas. Ya no quedaba casi nadie en el edificio y él no debía tener muchos motivos para alargar la jornada. Seguía con la vista baja, sin mirarme directamente. Pero se dirigió hacia mí.

Tuve un primer momento de susto, pensé que quizá quisiese insultarme, incluso agredirme. Yo no había tenido nunca un incidente de ese tipo, pero otros compañeros sí. Y amenazas muchas. Pasado el primer impulso, le dije:

  • Hola Antonio, ¿necesitas algo? –

Él siguió sin mirarme y dijo:

  • Verás, hay algunas cosas que no me han quedado claras y…-
  • Es normal.- Le comenté. – Vente mañana por nuestra planta y las vemos. Si no estoy yo, pregunta por Miguel o por Laura.
  • Verás…- Y se restregaba las manos.- Hay otra cosa que quiero decirte.-

Pensé de nuevo en las amenazas. En las agresiones. Pero no parecía que Antonio fuera a hacer nada

  • Aunque suene raro – empezó. Y volvió a pararse, como si le costase. Tomó aire y dijo, de carrerilla.- Quería darte las gracias.-
  • ¿Las gracias? – No pude disimular mi sorpresa.
  • Sí – afirmó él. – Para mí esto es un trago muy gordo. Pero para ti tampoco debe ser fácil.-

Me quedé sorprendida. No lo era. Pero no creí que fuera tan evidente. Además, ¿cómo podía pensar él en mí? Era él el afectado, el que tenía que irse en contra de su voluntad. No supe qué decir y Antonio continuó:

  • Y nos lo has contado con humanidad. Nos has dado todos los detalles y has tenido en cuenta cómo nos podíamos sentir. No debe ser fácil. Gracias.-

Se dio la vuelta y se fue. Daniel hacía tiempo que se había apartado, por lo que no pudo oír la conversación. Se sorprendió al ver mi cara.

  • ¿Qué te ha dicho? – preguntó.- Es uno de ellos, ¿verdad?
  • Sí, le dije. Me ha dado las gracias.-

Y mientras le decía esto sonaron en mi cabeza las palabras de Víctor el día de su  despedida, casi como si fueran una maldición, la maldición del CEO:

“A ti te gusta mucho la parte de Desarrollo, de selección, el talento; pero se te da muy bien lo otro, lo más difícil, la parte fea de los Recursos Humanos. Por eso, como lo fácil lo sabe hacer todo el mundo, siempre te llamarán para lo feo, para lo complicado, para lo que no quiere nadie. Porque eso, lo bordas”.

Nuca podré acostumbrarme.»

 

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