La presencia

 

Levanté la vista de la pantalla y volví a vivir esa sensación. Allí estaba. Otra vez. Había días – como hoy – en los que su presencia constante, en vez de ayudarme, me hacía perder el hilo. No quería levantar la cabeza. No quería mirarle. Sabía muy bien con qué me iba a encontrar. Su gesto de reproche, a veces incluso con aire de perdonavidas (y era entonces cuando más rabia me daba verle, tenerle allí), y esa mirada, esos ojos pequeños, penetrantes, deformados a través del cristal que parecían culparme antes incluso de haber cometido la falta.

Deseé que no estuviese allí. Pero estaba. ¿Qué podía hacer? Venía cuando quería y se iba cuando le daba la gana. Era algo que no podía controlar. Le miré. Y eso, solo eso, fue como pronunciar la contraseña que abriese la caja secreta de sus consejos. Los que yo no le había pedido.

  • Veo que hoy te cuesta.- Dijo mientras pasaba uno de sus dedos por la pantalla. Hacía tiempo que yo había abandonado el papel y el bolígrafo y él, aunque al principio le resultó tan raro, ya se había habituado al portátil.
  • Si, bastante.- No quería darle conversación, pero no me salía ser mal educada. Y menos con él. Al fin y al cabo, tenía mucho, mucho que agradecerle.
  • Me he atascado. Y no hay manera. Llevo semanas sin escribir una palabra. Bueno, no, sí que escribo, pero nada coherente, nada que tenga un sentido y que merezca la pena.

Me miró, y pude ver en su sonrisa – que ensanchaba esa perilla rala a la que ya me había acostumbrado – ese gesto que tanto me desagradaba. Lo sabía, sabía que le necesita y por ese se había presentado. Sin que le llamase, como hacía siempre.

Al principio me gustaba tanto que viniese… Esa como un regalo. Cuando me atascaba, cuando no sabía cómo seguir, aparecía y siempre tenía alguna palabra, algún consejo que darme. ¿Qué más podía pedir? Pero últimamente se había convertido en una especie de carga. Venía sin ser convocado. Porque sí, porque le apetecía. Ya no era tan educado como al principio. Se notaba que estaba cogiendo confianza. Lo tocaba todo. De todo opinaba. Se había familiarizado tan rápidamente con mi entorno, ese que tanto le extrañó al principio, que a veces era yo la que parecía la forastera allí, la que no pertenecía al cuadro, la que se había confundido de siglo.

Divagar no me servía de nada. Allí seguía, mirándome, esperando que le dijese algo para poder sermonearme. ¡Uf!, qué pereza me daba.

  • Prueba con la poesía y verás cómo ayuda. Encontrar el ritmo con la métrica te traerá la disciplina. Es como un baile, con sus pasos.- No pude evitar mirar su pie, deformado. Siguió mis ojos y desvié la mirada.- Como enfrentase a golpe de espada.- Y tocó la suya, elevando la voz, como advirtiéndome.- Tiene sus reglas y manejarlas te dará soltura.-

Noté que se había percatado de mi desagrado, que le había molestado mi descaro y traté de decir algo, de arreglar la situación. Era cierto que últimamente se me hacía pesado verle por todas partes; pero también lo era que me había ayudado muchísimo. Y siempre había estado allí, conmigo. Recordaba mi infancia y su rostro presente en cada rincón del pueblo, junto a mí en las vacaciones; con referencias suyas a cada paso. No sabía que su presencia iba a ser tan real después, pero siempre había estado allí. Era como el pilar en el que se asentaban mis ganas de escribir. Los otros habían llegado más tarde. Ayudaban también, claro que sí, y traían modas y aires nuevos; pero él había sido el primero, el más constante, y eso se lo debía. Me sentí mal por haber sido desagradecida y me volví hacia él. Pero ya no estaba. Se había ido. Un escalofrío recorrió mi espalda. ¿Y si no volvía? Miré alrededor y vi, a lo lejos, la sombra negra bajo la que se adivinaba la forma roja de una cruz. Me tranquilicé. Él seguiría viniendo. Lo sabía. Aunque no le gustase demasiado lo que yo escribía, aunque a veces no me encontrase del mejor humor, aunque su ironía estuviese muy lejos de mis capacidades. No importaba si durante un tiempo convocaba a Almudena Grandes, o a Irène Némirovsky,  a Claudia Piñeiro o a Paul Auster. Tampoco si eran el propio Cervantes o Lope los que acudían a mi mente para ayudarme cuando me encontraba sin saber cómo seguir. Él, Quevedo, el de la pluma más mordaz, estaría siempre allí, dispuesto, aunque no le llamase, para ayudarme a dibujar el contorno de mis escritos con el afilado verbo de su lengua.

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