#Laculpa #lecturasdeverano

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El tiempo parecía no pasar. Finalmente, habían decidido practicarle una cesárea. Él tenía que esperar fuera, no podría ver el nacimiento de su hija, porque el parto no se presentaba fácil. Pilar era una primípara añosa y, a pesar de que, cada vez era más frecuente que mujeres que rondaban su edad diesen a luz, eso no evitaba los riesgos y las dificultades que entrañaban estos embarazos y estos partos.

Julián pensó qué distinto era todo a cómo lo había imaginado. Nunca quiso tener hijos. Nunca, hasta que conoció a Isabel. Hasta ese momento no había tenido la necesidad de dar un paso tan complicado, no había visto ninguna ventaja en traer otro ser más a este mundo, en vivir constantemente preocupado por alguien, en atarse a otra persona de por vida, en asumir una responsabilidad más allá de todo lo que podía controlar.

Era un hombre muy frío. Calculador, le gustaba controlarlo todo y rara vez expresaba sus sentimientos. Poco dado a mostrar afecto con su familia, era sin embargo muy correcto y siempre estaba atento a todas sus necesidades. A las de sus padres, a los que admiraba; a las de sus hermanos, con los que no le unía más que el apellido; y a las de sus sobrinos, a los que creía niños maleducados y caprichosos.

Con Pilar tampoco fue distinto. Era amiga de su hermana Virtudes, la pequeña, y la había visto por su casa desde que eran niños. Ella siempre le había mirado embobada y él siempre la había ignorado educadamente. Hasta el día de la boda de su hermano Paco, el mayor.

Por aquel entonces, Julián tenía una novia casi fija, una chica del barrio, ni muy guapa ni muy fea, que le dejaba meterle mano siempre que quería, pero que se empeñaba en mantener una supuesta virginidad que desmentían su habilidad manual y su desparpajo al guiarle en su torpe avance debajo de la ropa.

Julián había probado el sexo el verano anterior, una noche, en la playa del pueblo, a oscuras sobre la arena, con una chica inglesa a la que no entendía nada, y a la que no volvió a ver después de la resaca, en un polvo apresurado y decepcionante, que le llevó a pensar que aquello no era para tanto como decían.

Pero Julián tenía dieciocho años. Era un chico sano y normal y a pesar de las charlas sobre el pecado que había oído a los curas en el colegio, a pesar de los consejos piadosos que le daba su madre, a pesar del empeño que ponía Juani, su novia, en defender su “decencia”, él no conseguía apartar sus pensamientos del lugar al que continuamente le llevaban sus hormonas, de aquel lugar del que todos hablaban y que él no había llegado a saborear realmente.

Por eso, cuando en el banquete de la boda, Pilar, Pili entonces, esa niña pavisosa de cara redonda que hacía poco que había abandonado las trenzas, le cogió de la mano y le arrastró hasta la parte trasera del local; cuando Pili, Pilar ahora, se apretó contra él y le buscó, ávida, la boca; cuando enredó su lengua con la suya y cerró su mano sobre el bulto del pantalón de Julián, él no pensó en las charlas de los curas, ni en los consejos piadosos de su madre, ni siquiera pensó en Juani, sólo pensó en apretar las tetas de Pilar, que por primera vez, había visto adivinarse bajo las jaretas del vestido, sólo pensó en agarrar sus muslos por debajo de la falda de vuelo y arrancarle las bragas, sólo pensó en separar sus piernas y adentrarse con urgencia en su cuerpo.

Cuando terminó y volvió a la realidad de la noche en la parte trasera del local, junto a los cubos de basura, miró a Pilar por primera vez y la vio como era, joven, muy joven, dieciséis años, con la media melena castaña arreglada para la boda y la cara de siempre, esa cara sin gracia que ahora le sonreía ensimismada y le decía bajito que era la primera vez y, colorada, le declaraba amor eterno. La vio apoyada en su cuerpo, el vestido azul arrugado, abrochado hasta el cuello, los zapatos nuevos de tacón que le hacían rozaduras y por los que asomaban las tiritas. La vio como era y sintió pena.

Se dejó llevar. Se dejó llevar y cortó con Juani. Se dejó llevar y se fue a Almería, a la mili. “Hay que ver qué lejos le ha tocado, que me voy a pasar todo el año sin verle”, se quejaba Pilar. Se dejó llevar, contestando a las cartas, conociendo a otras chicas, descubriendo qué era de verdad eso de lo que hablaban todos tanto, que no era ni lo de la playa de Cádiz ni lo de la boda de su hermano, era otra cosa, otra cosa maravillosa y mecánica, que se podía aprender y perfeccionar, como todo, y que se podía controlar, para reducirla a su justa medida y usarla cuando conviniese.

Se dejó llevar cuando volvió al fin de Almería, y cuando Pilar le dijo que había visto unos pisos nuevos que estaban haciendo en el pueblo donde vivían sus tíos, en Torrejón de Ardoz, que, total, estaba muy cerca de Madrid, a veinte minutos. Se dejó llevar cuando su padre le dijo que ya era hora de que buscase trabajo, y que con ese físico, que parecía un armario de dos cuerpos, y con lo que había aprendido en la mili, podía presentarse a los exámenes de policía nacional. Y se presentó. Y aprobó. Aunque, por lo que le importaba en ese momento, igual podría haber sido bombero, o descargador de Mercamadrid. No le importaba nada. Nada le atraía.

Comenzó a trabajar y a pagar un piso y siguió saliendo con Pilar. Tenía 20 años y su historia parecía seguir un guión. Un guión que él desconocía y por el que nadie nunca le preguntaba.

Siguió dejándose llevar y se casó con Pilar, cuando, cinco años después, les dieron el piso y lo amueblaron. Y parecía que iba a seguir dejándose llevar hasta que un día, Julián, entró por la puerta de la casa de Torrejón y Pilar supo que algo había cambiado.

Desde ese momento, cuando le destinaron a otro departamento en la policía, comenzó a interesarse más por el trabajo. Descubrió lo apasionante que resultaba investigar, la satisfacción que producía que todas las piezas encajasen, el desasosiego que se adueñaba de él ante la incertidumbre de un hueco en el puzzle. Entonces, empezó a sentir la embriaguez del control. La sensación de poder que da la capacidad de decidir. Tomó las riendas de su vida. Su primera decisión fue no tener hijos. Cuando se la comunicó a Pilar no le creyó.

  • Estás de broma, ¿no?

 

  • Te lo digo en serio. No quiero tener hijos. No veo ninguna necesidad.

 

  • Pero yo sí.-

 

  • Pues si quieres hijos, los tienes, pero no conmigo. No estoy dispuesto a asumir esa responsabilidad. Me parece demasiado. Al menos para mí.-

 

  • Se te pasará.- sentenció Pilar, segura como estaba de ganar la batalla, como siempre.

 

Pero no se le pasó. Al final ella cedió. Pensó que habría tiempo, mucho tiempo, y ella quería tanto a Julián… le quería tanto que le convencería, que le haría ver que estaba equivocado, y él se dejaría llevar.

Pero Julián ya no se dejaba llevar, había cambiado y el tiempo fue pasando y ayudó al nuevo Julián a ir diseñando la vida que quería. Una vida en la que todo estaba planificado. Una vida en la que nadie decidía por él. Una vida en la que los sentimientos no existían y si existían no se expresaban. Una vida en la que cada cosa estaba en su sitio y había un sitio para cada cosa.

Hasta que apareció Isabel.

Y todo cambió. Y el orden no fue ya más orden. Y los sentimientos existían y él estaba deseando expresarlos. Y cada día era una nueva aventura, un papel en blanco que había que escribir, sin guión, sin normas, sin control.

Julián aprendió a querer. Y quiso a Isabel. La quiso como nunca imaginó que se pudiese sentir. Ella se instaló en su cerebro, en su memoria, en sus recuerdos, en el dolor de su pulso y de su garganta cuando se enfadaban; en la risa desbordada de sus conversaciones a media voz; en las sensaciones de su piel, tatuada con la marca de la ausencia de sus dedos; en la levedad del peso de su cuerpo sobre el suyo.

El terremoto de Isabel arrasó su vida y alumbró una nueva alternativa. Una vida con ella. Y por primera vez no le asustó la responsabilidad de ser padre. Por primera vez quiso compartir con Isabel un paso tan complicado, por primera vez vio ventajas en traer otro ser más a este mundo, en vivir constantemente preocupado por alguien, en comprometerse con otra persona de por vida, en asumir una responsabilidad más allá de todo lo que podía controlar.

Pero la niña que ahora contemplaba a través del cristal era suya. Y no era de Isabel.

 

 

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