Ni patria ni tribu, Stanbrook y #Aquarius

 

Estos días ha saltado la noticia del buque «Aquarius» y de las personas que viajan en él, lo que ha originado un artículo en «El país» sobre otro buque y otros refugiados, estos españoles, el «Stanbrook». Dejo el enlace al artículo, y os dejo también un trozo de mi novela, «Ni patria ni tribu», que recrea ese viaje infernal. Espero que os guste. Es una novela en busca de editor.

 

«Federico miró a Pepa y adivinó que no podría seguir andando por mucho más tiempo. Pálida, con la mirada extraviada, parecía un cadáver.

  • Venga, subid a la caja.- ofreció, señalando al camión.- Vamos todos al mismo sitio, ¿no? – Sonrió con esfuerzo.

Se acomodaron todos en el camión y así entraron en Alicante, a mediodía del 28 de marzo de 1939. La ciudad, llena de gente sin porvenir, se veía gris, a pesar de la luz que, en esa mañana de la recién estrenada primavera, iluminaba los edificios rotos por los bombardeos, como esqueletos de ballenas varadas, con las vísceras expuestas.

El camión se dirigió al puerto y allí bajaron, entre una muchedumbre en retirada y sin aliento que sólo buscaba una última esperanza, la de una ayuda que no iba a llegar.

A los pies de Benacantil estaban atracados dos barcos. Los amigos de Agustín les condujeron, a él y a Juan, para hacerse con billetes y pasaportes. Pepa quedó junto al malecón, al cuidado de las mujeres.

Juan miraba a su alrededor, asombrado. Había tanta gente… Tenía dificultades para avanzar entre hombres vestidos con uniformes militares, otros de paisano, mujeres que agarraban a sus hijos con las últimas esperanzas puestas en el mar, y niños que se escapaban y corrían para volver con sus madres, sin entender muy bien qué estaba pasando. En varias ocasiones temió perder a sus compañeros, pero finalmente, gracias a ellos, logró obtener la ansiada documentación que les permitiría huir, huir hacia un futuro mejor.

  • Éste es de los nuestros.- dijo Agustín al hombre que le miraba, desconfiado.- Yo respondo por él.

Cuando iban llegando al lugar en el que estaban las mujeres, percibió un revuelo, movimientos extraños alrededor de una figura que yacía en el suelo. Sintió una punzada en el pecho. “Es Pepa”, se dijo, y echó a correr.

Cuando llegó, Ángela, agachada, se esforzaba por hacer respirar a una mujer empapada, que intentaban incorporar entre Paloma y Petra.

  • ¡Pepa!.- Gritó.
  • No nos ha dado tiempo.- Lloraba Ángela.- No hemos podido hacer nada. Ha echado a correr y se ha tirado al mar. La ha sacado ese muchacho.- dijo señalando a un joven de unos quince años, que tiritaba, algo más allá.
  • Pepa, no.- Repetía Juan, abrazándola.- No, si ya tengo los billetes, si nos vamos a ir, si vamos a estar juntos…. No, no.- Gritaba. Pero no encontraba el sonido, el sonido que diese la muestra de su dolor, de su desesperación, la amargura desgarradora que tiraba de su pecho quitándole la respiración.- No, tú no.-

Juan lloraba. Lloraba como no lo había hecho cuando murió su hijo. Como no lo había hecho en las noches que pasó en el frente, pensando, “mañana quizá sea yo”. Lloraba por Pepa, que no había tenido nunca nada y que ahora tampoco tendría una oportunidad; lloraba por las cosas que no le dijo a pesar de haberlas sentido; lloraba por la testarudez, por su empeño en llevarla con él, sin escuchar siquiera su opinión; lloraba porque ya no podría ir con él dondequiera que fuesen esos barcos, para tener un futuro. Un futuro sin bombas, sin disparos, sin acusaciones ni rencores.

 

A las once de la noche de ese 28 de marzo de 1939, Juan, desde la cubierta del “Stanbrook”, que zarpaba con rumbo desconocido, contemplaba el puerto de Alicante, que se iba alejando lentamente, abarrotado de gente que no había conseguido subir al barco y que esperaba en vano la llegada de la ayuda que prometieron los aliados.

Juan sabía que había tenido mucha suerte al conseguir embarcar, entre empujones, pisotones y la desesperación de aquéllos a los que ya no les quedaba ninguna esperanza. Sabía que había sido providencial encontrar a Agustín, su familia y sus amigos. Sin ellos, no lo habría conseguido.

Miraba las luces de las hogueras que habían encendido algunos de los que esperaban y sabía que dejaba atrás todo lo que conocía. Había visto muchos muertos. A algunos, pocos, incluso los había matado él; pero de ninguna muerte se sentía tan culpable como de las de Pepa y Juanito.

En ese momento se juró que nunca volvería a España.»

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