“Es que no puedo más”, escribe rápidamente encima de la imagen. Es una foto, mirando a la cámara, enseñando su lado más fotogénico y el conjunto que ha tardado media hora en elegir. Dos emoticonos y ya está, lo envía. Es la cuarta historia que publica en lo que va de mañana. “¡Puf! Hoy va a ser un día duro”. Pasa las imágenes rápidamente con el pulgar. Fotos de playa, de terrazas, fotos del sitio en el que ahora debería estar. Mira por la ventana. Llueve. Se consuela pensando que, en la otra realidad, en aquella que tendría que haber sido y no es, ahora también llovería. Y no podría disfrutar de la playa; de la arena metiéndose entre sus dedos y las tiras de la chancla; del sol coloreando su cara embadurnada de crema; de la cervecita fría en la terraza, mientras ve pasear a otros turistas… Estaría como ahora, mirando por la ventana. Bueno, como ahora no. Porque estaría con sus amigos y no encerrada en casa, compartiendo ese espacio agobiante con sus padres y el pesado de su hermano. “Es que no hay quien le aguante. Mira que se lo he dicho veces. Tío, eres un guarro, dúchate, cámbiate. No puedes estar todo el día en pijama. Y es que va a su bola, como siempre, ni habla, ni se relaciona. Metido en su cuarto. Sin hablar con nadie. ¡Qué horror!, si es que no nos parecemos en nada. Yo no sé cómo podemos ser hermanos. Si no fuera porque es clavadito al tío Fernando y yo soy igual que papá, pensaría que es adoptado o algo. Que rollo de hombre. No tenemos nada que ver. Nada”. Deja el móvil en la mesa y abre el portátil. Tendría que hacer algo; continuar con el trabajo que tiene que entregar el martes; leerse los artículos que les ha recomendado el profesor de Fundamentos; hablar con los compañeros que le han tocado para hacer el otro trabajo, el que tiene de plazo hasta final de mes; algo, hacer algo. “Pero es que no me concentro, no puedo. Hoy no. Ayer me cundió un montón, pero hoy… Además, es que tampoco sé cómo van a evaluarlo. Porque es que no está nada claro, ¿Qué van a hacer?, con lo bien que me iba a mí el curso este año…” Cierra el portátil y vuelve a mirar el móvil, que descansa sobre la mesa. Pero decide no cogerlo. Se levanta y va hacia el salón. Los días festivos son incluso peores que los laborables. Al menos, cuando hay que trabajar, su madre y su padre se encierran en el estudio y casi no se encuentran por la casa. Pero los festivos…. Los festivos están todo el día ahí, ocupando espacio, “su espacio”, porque ellos no acostumbran a estar. Nunca están. Todo el día fuera, trabajando, y si no, por ahí, con los amigos. Cuando era pequeña les echaba mucho de menos y esperaba ansiosa a que llegasen a casa para abrazarles y contarles, con todo detalle, lo que había hecho. Les seguía mientras se cambiaban, y después, en la cocina, hacía como que les ayudaba a preparar la cena, para no perder los minutos y tener más tiempo con ellos. Pero hacía tiempo que no era así. Ahora se alegraba de verles poco y de tener su propio espacio, “su casa”, prácticamente solo para ella. Así podía hacer lo que quería. Sentarse junto a la ventana, tomándose un té, mientras miraba el tráfico pasar y, en los días claros, las montañas de la sierra al fondo. Tumbarse en el sofá, cuando hacía frío y acurrucarse en la manta mientras veía su serie favorita. O simplemente, charlar con sus amigos, tomándose una cerveza en la cocina. Ahora no. Ya no podía. La casa era para todos y tenía que compartir ese espacio, “sus” rincones, con sus padres y con el insoportable de su hermano.
Hoy es fiesta. Y eso significa que su padre está en el salón, viendo una de sus series policiacas, puede que con su madre, o puede que no. Pero si ella no está allí es aun peor, porque entonces también estará ocupado el estudio, o el cuarto grande. “¡Puf!”. Se arriesga a entrar en el salón, para comprobar que no se ha equivocado. Ahí está él, con el mando en la mano, enganchado a esas imágenes de persecuciones y tiros que ella no puede soportar. Levanta los ojos y le dice:
- Venga, siéntate aquí conmigo y vemos algo.-
- No, déjalo, ¿dónde está mamá? –
- No sé. Mira a ver si está en el cuarto.-
Va allí y la encuentra, tumbada sobre la colcha de flores y leyendo. No, tampoco podrá utilizar ese espacio. Ella no levanta los ojos. Simplemente le dice:
- Hola peque. ¿Te sientas aquí conmigo?
- No
- ¿Qué te pasa? –
Y a punto está de responder de verdad a la pregunta. “¿Qué me pasa? Que no puedo más. Que estoy harta. Que no sé qué hacer. Todo me aburre y no quiero estar aquí, no quiero. Echo de menos a mis amigas, y a Alex. Echo de menos salir y tomarme algo. Hablar de mis cosas con ellos, contarles lo que me pasa y escucharles. Echo de menos los abrazos y los achuchones de Alex y las risas de Marta. Echo de menos hasta el metro, mamá. Hasta el camino de todas las mañanas y las clases. Echo de menos todo. Echo de menos mi vida.” Pero no dice nada. Hace un gesto con la cabeza y se va. Su madre ni contesta. Debe estar muy interesante la novela.
“¿Y ahora qué va a pasar? Porque hablan de que tardaremos en poder viajar. ¿Y los festivales que teníamos ya reservados para este verano? Marta dice que los cancelemos, pero no nos devuelven el dinero. Yo esperaría. Esperaría a ver qué pasa. A lo mejor podemos irnos. Es que si para verano la cosa no está bien a mí es que me da algo. ¿Y lo de la hermana de Andrea?, que se ha tenido que volver del Erasmus. ¡Qué horror! El año que tienes para estar fuera. Que lo has preparado, que has buscado el alquiler, que has tenido que acostumbrarte a dar clases en otro idioma, que has conocido gente y, cuando lo tienes todo, pasa esto y, ¡hala!, todo a la mierda. Digo yo que para el año que viene ya estará todo bien, que a mí me toca.”. Ahora, esa es una de las cosas que más le preocupa: sus clases, su futuro. Sabe que es algo egoísta, y que tendrían que preocuparle otras cosas, la economía global, qué va a pasar con el trabajo de sus padres, que nadie de su familia se contagie con el virus… Pero no, ahora lo que más le importa es eso. Eso y que Alex siga igual con ella cuando, por fin, puedan verse. Siente muchas ganas de hablar con él; pero se contiene a tiempo. Han acordado verse todos los días a las ocho y diez, después de los aplausos. Su videollamada, antes de cenar. Y lo respeta. Tiene que respetarlo, porque si no, se conoce y sabe que se desborda. Empieza a mandarle mensajes por WhatsApp y no para, no puede parar. Y no hace otra cosa. Y sabe que lo pasa peor. Porque se acuerda más de él, de su cara y su sonrisa. Esa sonrisa que no se ve igual por la pantalla. No se aprecia el cambio en sus pupilas cuando la mira, ni todo el camino de palabras que recorren la distancia entre ellos. Lo que se dicen sin hablar. No. Eso no se ve. Y ella lo echa de menos. Echa de menos sus abrazos, fuertes, con todo el peso de su cuerpo, apretándola, con el estremecimiento que le hace sentir que no va a pasar nada malo. Ahora Alex no la abraza. Y ella ya no está segura de que no vaya a pasar nada malo. Ya no.
Se cruza con su hermano por el pasillo y recuerda cuando eran pequeños y ocurría lo mismo por las mañanas, antes de ir al colegio. Ella, de mal humor al levantarse, no desaprovechaba ninguna ocasión para darle un capón. Tentada está de hacer lo mismo. Le mira con cara de asco y él, que parece que no se da cuenta, se lanza a hablar.
- Ya te lo dije. Es como una de esas pelis que me gustan a mí. Como Black Mirror. ¿Ves?, como no te gustan esas cosas ahora estás perdida, no sabes qué hacer.
- Eres idiota.
- Sí, sí, idiota; pero mira, al final, esas cosas raras que me gustan a mí, pasan. ¿Y quién está más jodida? – Le dice, acercándose, con una sonrisita maliciosa. – Pues tú, claro, doña Perfecta. Que ya no puede salir, ni hablar con sus amigas y sus novios. Ni comprarse cosas, ni nada de nada. Ahora, la que está jodida eres tú, que tienes que quedarte en casa. Mírame a mí. Yo estoy tan contento. Como siempre.
Y es cierto. Su hermano vivía en sus juegos, en su ordenador. Esta cuarentena está afectando mucho más a las personas más sociables. Los caseros, aquellos acostumbrados a relacionarse poco y estar siempre en casa, no notan tanta diferencia. Para algunos, como su hermano, es casi una bendición. Así no tiene que ir a clase, ni hablar con nadie. Todo un lujo.
- Déjame en paz. – Le replica, y avanza por el pasillo hasta su habitación. Cierra con un portazo, pero aun puede oír:
- Anda, ve y publica algo en tu insta, ¿qué vas a poner ahora?, ¿la receta del bizcocho?, ¿la foto de tu ventana? Y yo soy el aburrido.
Ve el móvil sobre la mesa e intenta contener la tentación. No puede. Lo coge y repasa sus redes. Los likes y las nuevas publicaciones. Piensa en llamar a Marta. Le escribe un WhatsApp. Ella le contesta que está viendo una película con sus padres. Que luego hablan. Tiene ganas de gritar, de golpear las paredes, de… de… pero empieza a llorar. A llorar en silencio. Por ella. Primero por ella. Porque no puede soportarlo. Y luego por todos los demás. Por los enfermos atados a respiradores, solos, que salen a diario en las noticias; por los muertos, en ataudes alineados sobre la pista de hielo del Centro Comercial donde ha pasado tantas tardes de cine; por los que trabajan a diario, sin medios, para conseguir que otros se salven; por los que no trabajan y no saben si alguna vez volverán a hacerlo; por los niños de la urbanización, encerrados en sus casas, viendo por las ventanas los columpios y el césped con los que ahora solo pueden soñar; por todos los que, como ella, han tenido que posponer o cancelar sus planes; por los que quizá tarden mucho en volver a tener planes; por las parejas que están separadas en esta cuarentena; por las que están juntas y no se soportan; por las que terminarán su relación, espoleadas las diferencias por la distancia; por sus ancianos en residencias; por sus abuelos… Sus abuelos. Y deja de llorar para llamarles, como hace todos los días desde que empezó esta pesadilla. Son tan frágiles, se les ve tan indefensos…
No ha terminado la conversación cuando llaman a la puerta. Es su madre, que viene a hacerle una oferta.
- ¿Un parchís? –
Está a punto de negar con la cabeza. Nunca le gustó el parchís. Ni siquiera de pequeña. Le parece un juego tonto, sin estrategias. Un juego para niños. Oye a su hermano salir de su cuarto.
- Hecho
Al principio le cuesta meterse en el juego. Hace tanto desde la última vez… Pero el duelo entre su padre (un verdadero estratega) y su madre (que lucha sin descanso por ganarle), la espolea. ¿Qué se han creído? Si esto es pan comido para ella. Y echa el resto en el juego. Pone sus cinco sentidos. Aquellos que no supo enfocar hoy en los trabajos. Y así, entre fichas comidas, puentes cerrados y el cinco para salir, se le pasa la tarde. Está a diez puntos de meter su cuarta ficha cuando suena el aplauso. ¿Las ocho? Se le ha pasado volando. Mira a sus padres y a su hermano y descubre en sus caras algo parecido. Se levantan todos juntos para acudir a la ventana. Esta vez todos a la misma, a la del salón, en la que casi no caben, apiñados los cuatro.
Y cuando termina el aplauso, aun le queda una tirada para ganarles a todos. “¿Alguien lo dudaba?” y conectarse con Alex. Va a su cuarto sonriendo. “Al final, el día no ha estado tan mal”.
Que te digo? Que no pares!!
Gracias por tu nuevo relato. Una historia muy cercana. Esperando el cuarto!!!!