Al llegar a casa se quitó la mascarilla y fue como, si al hacerlo, abriese la compuerta que daba rienda suelta a su frustración. Otra vez, otra vez había pasado. Y no había sido capaz… Seguía sin ser capaz. Llevaba pensándolo varias semanas. Bueno, no, llevaba pensándolo casi desde el primer día. Desde que empezó sus prácticas. Se alegró de coincidir con otros dos estudiantes. Como él. Un chico y una chica. Jóvenes nerviosos que se asomaban, por primera vez, al mundo laboral. Con sus miedos, con sus inseguridades. Con esa sonrisa forzada que se les adivinaba a todos en los ojos achinados, que asomaban por encima de las mascarillas. Las prácticas. Si hasta creyó que no podría hacerlas, como le pasó con lo de irse de Erasmus, que al final, entre unas cosas y otras, lo fue dejando, con las restricciones, con el miedo, y no lo hizo, no se fue. Con las ganas que tenía… Por eso temió que las prácticas también se le estropeasen. Pero no, no fue así. Al final salió bien. Y allí estaba, con Diego y Alba, becarios como él, nerviosos y ansiosos por no parecerlo.
Pero no eran sus compañeros lo que le causaba ese hormigueo en el estómago y la sequedad de la boca. No, no eran los otros becarios. Era ella. Su tutora. ¡Puff! Es que no podía ser… Y sin embargo era. Desde el primer día, desde que se reunió con él para presentarse y contarle cuál iba a ser el itinerario de sus prácticas.
Nunca se imaginó una tutora como ella. No. Él pensó en alguien mayor, como sus padres, como los amigos de sus padres. O como sus profesores. Alguien distinto, en otra dimensión, alguien con el que no te sudan las manos cuando está cerca, ni se te pone la sonrisa de estúpido, que menos mal que la mascarilla la tapa, que si no… Siempre con la cara de bobalicón. Pero, aunque no se la había imaginado así, María era su tutora. Siete años mayor que él. Toda una eternidad, una distancia insalvable, que se acentuaba por el hecho de su posición frente a Javier en la empresa. Ella era la encargada de sus prácticas, lo que hacía imposible sus anhelos y al mismo tiempo… Al mismo tiempo les obligaba a estar juntos prácticamente todo el día.
Sucedió en la primera conversación. Fue una sensación. Una sensación de plenitud, de alegría, de ganas de seguir hablando con ella. Todo el día, de cualquier cosa. Y allí apareció también esa vergüenza, ese miedo a ser pesado, a insistir, a que “se le notase”. Siempre pendiente de ella y siempre tratando de disimularlo. Se levantaba contento, pensando en que en poco tiempo estarían juntos. Repasando sus conversaciones, atento a su aspecto, cuidando cada detalle. Llegaba a la oficina sin poder evitar desviar la mirada hacia su sitio, para ver si ya había llegado. Aunque normalmente era él el primero. Siempre, tan madrugador como su padre. Y se sentaba, con el ángulo justo para no perder de vista el ascensor y verla aparecer, con esos rizos oscuros que parecían flotar, enmarcando su cara y la alegría en su voz cantarina, saludando y hablando con todos.
María. Su tutora. Su “crush”. Su compañera. Su amor platónico. A la que nunca se atrevería a decir nada. ¿O sí? Después de muchas dudas había decidido hacerlo. Lanzarse. Aprovechado la Navidad.
Javier pensaba que las cosas no le estaban siendo nada fáciles. Ni a él ni a todos los jóvenes de su edad. La maldita pandemia… Que había cambiado todos sus planes. Que había hecho de sus últimos dos años un aburrimiento, rompiendo cualquiera de sus expectativas. Y él que, aunque le costase reconocerlo, era bastante hipocondriaco, no había tenido más remedio que replantearse todo, todo. Hacía meses que no salía con ninguna chica. No se atrevía. Tuvo, eso sí, un tiempo en el que creyó que todo había pasado, que las cosas podrían volver a ser iguales. Él se vacunó. Cumplió con su parte. Y salió de nuevo, de copas, con sus amigos. Bailó como antes, ligó como antes… Pero todo había vuelto. Otra vez. Justo ahora. Ahora que él necesitaba toda la fuerza y la energía para atreverse.
La pandemia no estaba ayudando. Él había hecho planes. Los preparó cuando, al mes de incorporarse, salieron todos de copas, María incluida. Ese día las cosas fueron bien. Bebieron y hablaron. Más lo segundo que lo primero. Y no del trabajo, no, que de eso ya hablaban a diario. Fueron horas – ¿cuántas?, ¿seis?, ya ni se acordaba – pasando de un tema a otro, mirándose y riendo, bromeando, acercándose al hablar, como si hubiese más ruido del que en realidad había, haciendo como que ninguno se daba cuenta de que se iban quedando solos, negándose a mirar el reloj o el móvil, para conjurar con su actitud el paso del tiempo, para frenarlo y hacer que el momento durase más y más.
Y luego vinieron las reuniones, que se alargaban, y las comidas, casi siempre solos, ya se sabe, con la pandemia, no es recomendable mucha gente junta. Y lo que al principio fue una excusa a su favor, pronto pasó a convertirse en un fastidio. Porque los contagios empezaron a crecer, y las mascarillas volvieron a llenar todos los momentos. Perdió de vista la sonrisa de María y los hoyuelos que se le formaban en las mejillas. Y en las comidas y en los cafés, las distancias aparecieron de nuevo. Un metro y medio, al menos un metro y medio siempre entre ella y él. Sin posibilidad de los roces, aparentemente inconscientes, que le habían ido alentando y que, cada vez que se producían, hacían renacer las esperanzas en Javier.
Y se puso un objetivo: la cena de Navidad. La cena de Navidad de la empresa. Estaba prevista para el día 22. Allí lo haría. Se armaría de valor y se lo diría. A María. Le diría que se dormía pensando en ella y se levanta contento porque sabía que iba a volver a verla. Que estar a su lado se había convertido en una necesidad. Que adoraba verla hablar, contarle cualquier cosa, y que aprender con ella era mucho más fácil de lo que había sido nada en su vida. Que todos los días se esforzaba por hacerlo mejor, ansioso de su aprobación y que buscaba y buscaba artículos y libros que poder compartir con ella. Solo por ver su sonrisa. Esa que hacía semanas que se escondía tras la FFP2. Todo previsto. Y de pronto… Los contagios aumentaron. Y aumentaron. Y volvieron a aumentar. La cena de Navidad se canceló y, no solo eso, en la empresa se dieron instrucciones para que todo el mundo teletrabajase. Teletrabajar. Sin verla. Solo a través de una pantalla. A la mierda sus planes, su idea de contarle todo. Sus esperanzas de poder abrazarla. Eso era lo peor. La falta de contacto físico. Lo había imaginado tan distinto… Y al final, el viernes 15, cuando se despidieron, ambos con el portátil bajo el brazo, los abrigos puestos y las mascarillas cubriendo sus deseos… No se atrevió a sugerirlo. Un abrazo. Un simple abrazo habría bastado. Para desearse Feliz Navidad. Lo había imaginado tantas veces… Pero no fue capaz. Un metro y medio no permite abrazos, no.
Y ahora, en casa, frente al televisor, con sus padres sentados al lado, sin más familia, porque su hermana había dado positivo y estaba sola en su cuarto, se fijó en la película de la tele. Era una de esas que a él no le gustaban. De esas con las que su hermana lloraba, y volvía a llorar, y por eso las veía una vez, y otra, para llorar de nuevo. Una película romántica, de las de palomitas y manta, como decía su madre. Él prefería las de ciencia ficción. Y ahora, huraño, como estaba desde que dejó de acudir al trabajo, desde que todas sus esperanzas se quedaron reducidas a las reuniones por Teams – verla en pantalla, con el contorno difuminado, un cuadradito más entre los muchos que hablaban frente a él, discutiendo sobre cosas que ya no le interesaban, porque no podía compartirlas con ella mientras tomaban un café junto a la máquina y creía adivinar en sus ojos, que se achicaban con su sonrisa, la misma sensación de intimidad que él tenía – le apetecía mucho menos que habitualmente ver esa película, “Love Actually” creía que se llamaba.
Imágenes de un aeropuerto. Personas que se abrazaban, que se besaban. Como a él le gustaría. Como no podía hacer. Y de pronto, una idea cruzó por su mente: ¿dónde estaban los abrazos no dados? Al principio pensó que era una tontería, pero las imágenes volvían una y otra vez a su cabeza. Personas que se encontraban, que se abrazaban, como él con María… Bueno, como él no había podido hacer con María. Y luego personas que, aunque quisieran, aunque lo deseasen tanto como él, no podían abrazarse, que se quedaban con las manos metidas en los bolsillos y mirando al otro, o sonriendo como estúpidos frente a una pantalla.
Recordaba la sensación, la calidez de los abrazos. Sentir el cuerpo del otro cubriéndote, amarrado al tuyo, en un momento que te dice que nada malo va a pasar. Se olvidó de María y se centró en los recuerdos. No solo era ella y la desazón de su embobamiento. No. Eran todos los abrazos no dados. Los que ya no volvería a sentir. Los que le pedía siempre su abuela y él racionaba, tacaño, sin saber que algún día extrañaría los besos sonoros y la mano que revolvía su cabello, despeinándolo. Los abrazos de colegas, con palmadita en la espalda, de aquellos colegas que lo fueron todo y ya no estaban. No estaban porque sí se fueron de Erasmus, o porque estudiaron otra carrera, o porque el tiempo acentuó las diferencias que, al principio, ni se notaban.
Los abrazos.
Los abrazos de extraños que dejaron de serlo. Tan escasos en estos dos años. Alguno había dado, ¿cómo no? En el paréntesis del verano y la vacunación. Alguno buscando que el contacto fuera mayor, notando el cuerpo de ellas bajo el roce de la ropa, con la urgencia de que el tacto y la piel ajena llenasen por completo sus sensaciones.
¿Adónde van los abrazos que no damos? Y recordó un poema de Bécquer, de cuando, algo más joven, coqueteó con la posibilidad de escribir y se unió a aquel grupo – que ahora le parecía tan friki – orgulloso de los poemas que escribía en las pausas de las clases y que descansaban en el disco duro que guardaba en el segundo cajón de su escritorio. Era una rima, imposible recordar el número, pero sí el contenido. Era algo así como:
“Los suspiros son aire y van al aire.
Las lágrimas son agua y van al mar.
Dime mujer, cuando el amor se olvida
¿sabes tú adónde va?”
¿Estarían quizá los abrazos que no dimos junto a los amores olvidados?
Pensó en una novela de Dickens, en un oscuro desván destartalado, sumido en colores grises y sepias. Y allí, en un rincón, dormían los amores olvidados, aquéllos de los que ya no quedaban sensaciones en los pliegues de los recuerdos. Los amores que transitaban en esa bruma difusa entre los primeros amores y los actuales. Esos en los que las sonrisas se mezclaban con los nombres no recordados, los que no atormentaban la angustia de la memoria. Los amores, como imágenes de un videojuego, como escenas de una de sus películas de ciencia ficción, pasando continuamente, adelante y atrás, con los contornos difusos, con las sensaciones cauterizadas.
Y en otro rincón del desván, en otro distinto, no sabría decir si mejor o peor, los abrazos. Los abrazos que no dimos. Los deseos castrados. Los abrazos que se murieron en nuestras manos, por miedo a ser rechazados, por vergüenza, por falta de arrojo. Los abrazos que eran la puerta del deseo y también los otros, los que hacían cerrar los ojos y disfrutar de la sensación de plenitud, con la presión sanadora en la espalda. Los abrazos que evitamos en estos dos años. Allí, todos juntos, esperando el final de su encierro. Javier los vio. Casi los pudo sentir, como si estuviese dentro de su película, de sus pensamientos, como en una sesión de realidad virtual, todos esos abrazos que no fueron, esas caricias que evitamos, para ahuyentar los contagios. Los abrazos aparcados, que quizá no serían nunca, que murieron sin haber nacido. Vio sus abrazos soñados, los de María, y también vio los de su abuela.
Y antes de que pudiera reaccionar, apareció en su pensamiento otro rincón, otro, en el que no había reparado. Y, en su recuerdo, la escena final de “Cinema Paradiso”. Todos esos besos cortados y vueltos a pegar. Los besos que se ahogaron en la muralla de las mascarillas, los que negamos a los posibles nuevos amores. Los besos que no dimos al conocer a alguien, los que imaginamos, perdidos en la desazón de las dudas. Esos besos que él, Javier, no compartiría con María. Soñó la sensación de su roce, el sabor de su boca, alumbrado en la sonrisa que anhelaba.
Perdido en su ensoñación, no vio que la película había terminado. Él seguía vagando por su mente y por ese extraño desván que había aparecido en su imaginación. Tampoco vio el mensaje que hacía vibrar su móvil. No sintió el cosquilleo que siempre le impulsaba a mirarlo al instante, esperando, sin atreverse a confesárselo a sí mismo, que fuese de María.
El rincón de los amores olvidados, el de los abrazos no dados, el de los besos negados… ¿Cuál sería el cuarto rincón del desván?, ¿qué habría allí? … Y curioso, con ganas de averiguar qué enigma se le resistía, se acercó al cuarto rincón de su desván imaginario, mientras un nuevo mensaje iluminaba, insistente, la pantalla de su móvil.
Enorme relato. Profundo, emocionante. Bello
Qué bonito Pepa, cuántos abrazos y besos escondidos en ese desván nos están esperando. Qué ganas de recogerlos todos y volver a usarlos
Bonita historia de amor inacabada por culpa de esta pesada e insistente pandemia. Tal vez en este nuevo año, Javier pueda abrazar a María y todos podamos dar salida a todos los abrazos que tenemos en stocks
Siempre es un privilegio leerte y cuando felicité a Santiago pensé en ti. Cómo no hacerlo? Quizá en el desván de los besos y los abrazos, están también las añoranzas y nostalgias que dejamos pasar por alto.
Gracias por volver a leerte y volver mi persona a los muchos desvanes que guardan tesoros o misterios que hoy hiciste resucitar.
Muchas gracias Tere, ¡qué alegría saber de ti!