#relato El pueblo aparentemente feliz

Hoy traigo un #relato relacionado con otro que escribí ya hace tiempo, en concreto, en junio de 2014, «El misterioso caso del agujero de La Técnica»,

Puedes leerlo antes o de manera independiente.

El pueblo aparentemente feliz se encontraba situado en un valle estratégico, ni muy al Norte ni muy al Sur, resguardado de los vientos del invierno por el cerro del Brilli-brilli y a salvo de los calores agobiantes del verano gracias al lago Glamour.

Nada más cruzar el cartel que delimitaba sus contornos se apreciaba la diferencia. Y no era solo por los rostros siempre sonrientes de sus habitantes, ni por la cercanía y amabilidad de los más viejos del lugar, sino que había algo más. Algo que se sentía en el brillo de sus calles, de sus edificios, todos construidos con materiales nobles e ideados por arquitectos de prestigio, siguiendo las últimas tendencias. Edificios y calles pensados para aparecer en todos los catálogos de viaje y revistas especializadas.

Porque el pueblo aparentemente feliz se preciaba de ser distinto, de ser único, y dedicaba esfuerzos y más esfuerzos a estar presente en los medios (los tradicionales y, por supuesto, los más novedosos, faltaría más), contando las bondades de su clima, de su entorno, de su arquitectura, de sus gentes…

Pero, a pesar de todos esos esfuerzos, al pueblo aparentemente feliz le preocupaba algo. Al menos, les preocupaba a sus próceres – la alcaldesa y todo su equipo de gobierno – que no entendían cómo, siendo tan felices, no lograban estar los primeros en todos los noticieros, en todos los listados, en todos los rankings de pueblos más bonitos del mundo. Además, había otra cosa que preocupaba a la alcaldesa. Y es que, a pesar de todos sus esfuerzos, tenían una migración constante, un goteo, hacia otros lugares no tan aparentemente felices, sin que lograsen contrarrestarla del todo con las llegadas de nuevos vecinos. Por eso, Angustias, la alcaldesa del pueblo aparentemente feliz, que lo era desde tiempo inmemorial, estaba preocupada y, aunque no lo reconociera en público, llevaba meses consultando a expertos y a no tan expertos (algunos había que parecían charlatanes, o brujos, o vete a saber qué tipo de conocimientos atesoraban), con el fin de parar esa migración y atraer a más y más felices habitantes.

Porque, ¿quién habría de querer irse de un pueblo tan feliz, tan moderno, tan a la última, tan rompedor? Eso no era normal. Por eso la alcaldesa, con su fiel equipo de gobierno (mucho más fiel que de gobierno), que aplaudía incansable todas sus ocurrencias, iba de un lado para otro, buscando asesoramiento y remedio para sus males.

Hasta que un día, entre sabios y expertos, apareció él. Al principio, nadie le dio importancia. Parecía uno más entre tanto gurú. Uno, todo hay que decirlo, sin mucho lustre, con un pasado de poco glamur. Se decía que venía de un lugar lejano, flanqueado por dos colinas gemelas, la Técnica y la Mantenida y que había salido de allí por decisión propia, con el único afán de ver mundo y conocer otros pueblos, otros lugares. Pero todos en el pueblo aparentemente feliz sospechaban de esa historia. Demasiado normal, demasiado sosa para ser cierta.

Pedro, que así se llamaba el forastero, decía ser médico y a él acudieron la alcaldesa y todo el equipo municipal, deseosos de conseguir la receta mágica, el toque de varita que les catapultase, por fin, al edén de los elegidos, que era, sin duda, lo que se merecían.

  • Pedro es un erudito.- Decían algunos.
  • Un poco raro ese Pedro, ¿no? – señalaban otros.
  • Yo no me creo nada.- Vaticinaban los más avispados – Será como otros, como todos los charlatanes que nos ha ido trayendo la alcaldesa, con recetas novedosas y mágicas, que al final no han servido para nada.- Y lo decían con esa sonrisa perenne, que se congelaba en sus dientes de perfecta ortodoncia.

Pedro había sido don Pedro en su lugar de origen – ese lugar, lejano y que nada tenía que ver con la comarca en la que sobresalía el pueblo aparentemente feliz- pero aquí no, aquí se presumía de cercanía y todo el mundo se tuteaba. Y a él esa cercanía (real o fingida, ese no era el caso ahora) le parecía perfecta y seguía a lo suyo, a su trabajo, incansable, intentando mantener al pueblo saludable, cambiando sus malos hábitos, tan arraigados, por otros que, además de aparentemente felices, hicieran a sus habitantes más sanos. Pero, ay, que los hábitos son difíciles de abandonar y, cuanto más empeño ponía Pedro, más parecía que se reafirmaban sus vecinos en seguir manteniendo lo que durante tantos años habían sido sus costumbres y sus tradiciones.

Además de Pedro, otros forasteros llegaron al pueblo. Y sus habitantes los recibieron con esa fingida alegría, esa impostada hospitalidad que era la seña de identidad del pueblo. No en vano su gentilicio era “felices”.

El gentilicio. Ese fue el primer problema. Porque Pedro se empeñó en cambiarlo. Sugirió que se llamasen “aparentes”

  • Es más real. Refleja mejor lo que somos. Felices es más una aspiración. Hay que llamar a las cosas por su nombre.

¡¡¡Llamar a las cosas por su nombre!!!, ¿dónde se había oído semejante disparate?

  • Está enfermo. A ese Pedro le pasa algo.- Empezaron a decir los viejos del lugar
  • ¿Has visto lo que dice?, ¡qué barbaridad! De todos es sabido que lo importante es lo que se dice, no lo que se es, o lo que se hace. – Decía Rafael, último vástago de una de las familias de más rancio abolengo, íntimo amigo de Angustias, mientras ensayaba nuevas sonrisas frente al espejo.
  • Claro, claro, eso lo sabe todo el mundo.- Coincidió César. Uno de los gurús de un pueblo cercano que vino a ayudar a la alcaldesa.- Al menos, si has vivido, como todos nosotros, en los alrededores. Yo creo que es eso. No es de por aquí, no es de la zona. Y ya se sabe, nosotros, los de la comarca, somos tan diferentes… Es imposible que nos entienda…- Y dejaba la frase sin acabar, como dando a entender que el forastero no estaba a la altura.
  • Yo creo que está enfermo.- Lanzó Macarena, mientras estiraba la tela de su pantalón de marca. – Ese empeño en decir la verdad… ¡Y el modo en el que lo hace!, ¡Por Dios!, qué vulgar. No sé cómo Angustias le deja seguir viviendo aquí. Es una ofensa a todo lo que representa este pueblo.- Hizo una pausa y, como si se le acabase de ocurrir, planteó – Yo creo que es una enfermedad. Una que le impide disimular, integrarse socialmente. Lo vi en una serie, en House.- Y lo dijo como disculpándose por ver series, algo demasiado normal para ella.- Era una enfermedad relacionada con el cerebro, con la corteza prefrontal, creo, que le impedía disimular, suavizar las cosas, le quitaba todo tipo de filtro y solo decía la verdad, tal cual se le pasaba por la cabeza.- Y adoptando un tono más bajo, más confidencial – Totalmente inapropiado. ¿Y habéis visto cómo se ríe? Si hasta parece que disfruta de verdad. No es capaz de sonreír como nosotros, con elegancia.-
  • Sí, es cierto.- Coincidieron los otros.- No es como nosotros.-

Y en eso estuvieron todos de acuerdo.

No obstante, había vecinos, sobre todo los más jóvenes, que estaban encantados con las propuestas de Pedro y que acudían a él, atraídos por su capacidad para escucharles y para aportar nuevas ideas. Además, le pedían que les contase historias de lugares lejanos, historias que bien podrían servirles para aprender otras habilidades.

Hasta que llegó la gota que colmó el vaso. Y fue aquel día, aquel en el que a Pedro se le ocurrió mencionar la máscara.

  • ¿Qué máscara?.- Le preguntaron.
  • ¿Cuál va a ser? – Contestó él – la que lleváis todos, la que no os quitáis salvo para dormir. Os iría mejor si os la quitaseis, al menos, de vez en cuando.-

Tardó algún tiempo y muchas preguntas en darse cuenta de que no le entendían. ¿Sería posible que no supiesen que llevaban sobre el rostro una máscara que ocultaba sus gestos y transformaba todas sus expresiones en una sonrisa relajada? Se acercó a Esteban y tiró un poco de ella, por la parte en la que se enganchaba a la oreja.

  • La máscara.- Dijo, sin más.
  • Ah, ¿esto? – Preguntó él, levantándola y dejando entrever, debajo, su verdadero rostro. – Es para protegernos. ¿Por qué íbamos a quitárnosla? Solo nos hace bien. Además, no desvirtúa nada, al contrario de lo que dices, es un fiel reflejo de nuestras caras.

Y no le faltaba razón a Esteban. La máscara era de un tejido nuevo, totalmente adaptable, que reflejaba, con un acierto de un 99%, el rostro de la persona que la llevaba. Estaba programada, de modo que era capaz de reproducir todas las emociones… ¿Todas?, ¿seguro? Pedro decía que no, que las máscaras estaban pensadas para seguir trasmitiendo felicidad, para eliminar la percepción de otras emociones, para hacer a los habitantes del pueblo permanentes embajadores de su nombre y su origen.

  • ¿Por qué las lleváis siempre? – Preguntó una vez más.
  • Por protección. Tú también deberías hacerlo – Le contestó Julio, que solo hacía un mes que había llegado de un pueblo de los alrededores.- Nos protege del exterior, de la contaminación, de los virus, incluso de las temperaturas. Ya sabes que lleva un sensor que ayuda a que mantengamos siempre una temperatura constante, sea cual sea la que haga. Al principio yo también me extrañé. En mi pueblo habíamos oído hablar de ellas, pero nadie las usaba, ni siquiera las habíamos visto. Pero ha sido fácil acostumbrarse. Es como ponerte unas gafas a diario, o una prenda de ropa. Y mucho más ventajoso.- Dijo.
  • No estoy de acuerdo, Julio, no creo que sea necesario llevarla, al menos, no todo el tiempo. Y puede ser que en algún momento haya protegido de algo; pero ahora, lo único que hace es homogeneizar vuestras sonrisas. ¿No os habéis dado cuenta? Intenta enfadarte, incluso gritar. Ya verás como transforma enseguida esa emoción y no se ve. Todos tenéis el mismo gesto. Estáis siempre sonriendo.-
  • Sí, pero eso es porque somos felices.-
  • Aparentemente.- Señaló Pedro.
  • ¿Y qué hay que no sea aparente? –

Pedro se quedó pensando. Quizá el tema era más complejo de lo que él había pensado. Quizá las emociones no eran tan importantes, o al menos, no lo era mostrarlas. Quizá todo era apariencia y la realidad era otra, distinta a la que él había experimentado. ¿Cómo saberlo?

Pero mientras Pedro pensaba y analizaba, Angustias y su equipo de desgobierno (perdón, de gobierno) empezaron a tomar decisiones. La actitud de Pedro era inaceptable. Y daba igual que llevase o no razón, eso era lo de menos. Lo de más era su falta total de formalidad, de apariencia. Y eso, en este pueblo, era imperdonable. Por tanto, decidieron que debía marcharse. No se podía consentir su constante empeño en cambiar los hábitos, sus comentarios hacia sus costumbres más arraigadas, su falta de contención en la alegría y su tendencia a experimentar emociones distintas a las positivas. Todo en él era inaceptable. Una amenaza a la esencia del pueblo. A su aparente felicidad.

Pero no fue necesario tomar ninguna medida. Porque, cuando la legación municipal llegó a su casa, encontró la puerta abierta. Todo estaba recogido, con la sensación evidente de ausencia. Solo la máscara con su rostro, que descansaba sobre la percha de la entrada, hablaba del que había sido su habitante en los últimos tiempos.

Más allá de las fronteras del pueblo, a los pies del cerro del Brilli-brilli, a las orillas del lago Glamour, Pedro miraba la silueta del pueblo que se perdía entre las nubes. Se volvió hacia el cerro, hacia una pequeña oquedad apenas visible y se introdujo por la abertura. Era una cueva. La cueva se hundía en el cerro y era el camino que le trajo en su día hasta el pueblo aparentemente feliz. Un camino que desembocaba, por el otro lado, en el agujero, en la sima de la colina Técnica, una de las montañas gemelas que flanqueaban el pueblo del que venía. Pedro había llegado hasta allí con la esperanza de un mundo distinto, de un mundo en el que todo era más fácil y las gentes eran siempre felices. Un mundo que algunos creían que era el futuro, pero que él bien sabía que era el pasado. Miraba hacia la imagen de la torre del pueblo, a lo lejos, cuando tropezó en una piedra de la entrada. Para evitar caerse, se agarró con fuerza a un saliente de la pared y, con su peso, notó como algo se rasgaba. Al principio creyó que se trataba de su camiseta, esa que hubiese generado un gesto de desagrado en Macarena, pero cuando miró a la pared, vio una abertura en la piedra. No podía ser. La piedra se había desgarrado como si se tratase de una tela. Pasó la mano por la abertura. No tardó mucho tiempo en darse cuenta de que lo que tocaba no era piedra, sino un material que ya conocía. Era el mismo material del que estaban hechas las máscaras que todos llevaban en el pueblo aparentemente feliz. Una idea pasó por su cabeza. Y si… Y si… Pero no se atrevía a ponerle palabras en sus pensamientos. Era demasiado, demasiado grande incluso para él. Sin darse oportunidad a arrepentirse, cerró los ojos y dio un fuerte tirón…

… Y los contornos del lago Glamour y del pueblo aparentemente feliz se desdibujaron ante él, retorciéndose en la tela que arrastraba y tironeaba hasta que acabó hecha un gran ovillo desmadejado a sus pies. Pedro no salía de su asombro. Incluso, después del esfuerzo que le había llevado tirar de la tela, encontró impulso para dar un salto hacia atrás, como huyendo de las imágenes que se retorcían en el lienzo a sus pies. El lienzo que había cubierto el pueblo, el cerro, el lago. El lienzo que había dado forma a lo que querían ser, a la simulación en la que los habitantes “felices” habían estado viviendo durante tanto tiempo.

La apariencia, una delgada tela, yacía deshecha a los pies de Pedro. La realidad, esa que estaba oculta bajo el brillo de lo que querían proyectar, aparecía ante él, sin filtros, sin edulcoración, sin maquillaje alguno.

Con una mezcla de curiosidad y miedo, Pedro alzó la mirada para verla.

9 comentarios en “#relato El pueblo aparentemente feliz

    • Me encanta “Macarena”! Pero qué insoportables son en la vida real… esperando más historias del Pueblo Aparentemente Feliz. Gracias!

  1. Me encanta “Macarena”! Pero qué insoportables son en la vida real… esperando más historias del Pueblo Aparentemente Feliz. Gracias!

  2. Querido Pedro;
    Creo firmemente que necesitas urgentemente a un psiquiatra de cabecera y una buena cura de humildad.
    Con amor, Maca!
    Pd. Estás equivocado, siempre me gustaron tus camisetas.

  3. Pedro no necesita ningún psiquiatra, Maca. Más bien lo necesitan todos esos personajes de cartón piedra que Pepa describe en su relato… 😉

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