“En el fondo me alegro de que no hayamos pasado de fase. Porque, a ver qué hago yo con él. Si es que esto es un lío. Que no sabe una ya qué es lo bueno y qué es lo malo y cómo comportarse y todo. ¡Qué follón, por Dios! Es que no sé por qué me meto yo en esto ahora, con lo que tengo…” Pero me gusta, me gusta la sensación. Aunque no sepa qué hacer con ella. Aunque me tenga todo el día confundida, dudando, de un esto ya está, a un qué es lo que se supone que debo hacer. Quién me lo iba a decir a mí. A mí, que tenía todo tan claro. Pero eso era antes. Antes de que se desatase el desastre y cambiase el mundo. Cuando podía conocer a alguien en un bar o en una discoteca y pasar la noche con él. Tocar. Sin guantes. Besar. Sin mascarilla. Sin temer enfermar. Antes…
Me da miedo. Me da miedo el futuro, cómo va a ser todo ahora. Que no hay manera de saberlo, claro, pero es que… Es que lo pienso y lo veo todo negro. Al principio, cuando dijeron que se podía salir, a pasear y a hacer deporte, pensé, “¡Qué bien!, venga vamos”. Pero luego me dije, “¿para qué? Si yo nunca salía a correr ni nada. Si el único deporte que hacía era el del gimnasio y casi por obligación. Y lo más tranquilito que podía. Yoga y pilates. Siempre clases grupales. Que el momento de los ejercicios fuertes y las máquinas ya se me pasó. ¿Qué voy a hacer yo corriendo, dando vueltas como una idiota? Lo más normal es que me lesione y entonces, ¿qué? Nada, que no salgo. A pasear solo, por si acaso”. Y entonces él me lo dijo. Y ya me lié. Ahora, ¿qué hago?, ¿salgo con él o no salgo. Porque me dijo que podíamos quedar a hacer ejercicio. Pero, ¿qué ejercicio? Digo yo que será correr, ¿no?, que si fuera montar en bici o patinar habría dicho algo. “Que no, que no, que no salgo, y menos con él, ¡qué vergüenza!, porque claro, entre la mascarilla, la ropa de deporte ajustada, que he engordado por lo menos cinco kilos y se me marca todo, y las canas, menudo cuadro.”
Solo se me ocurre a mí, ligar en plena cuarentena. Es que así no hay manera. Que no hay manual de instrucciones ni nada. Y al principio, pues bueno, cada uno en su casa, con lo de las videollamadas y eso, pues no estaba del todo mal.
Y recuerdo cómo fue la primera y se me pone la sonrisa idiota. Al principio nos vimos en el super, que quién me lo iba a decir, que me lo iba a encontrar allí. Aunque claro, bien pensado, era lo más normal. Somos vecinos, ¿adónde vamos a ir a comprar? Tarde o temprano tenía que pasar. Y recuerdo la sorpresa, los nervios. Ese no saber qué decir. Darme cuenta, de pronto, de que apenas me he arreglado. Era sábado y bajé con lo que tenía puesto en casa. Ropa cómoda, ancha y, por tanto, nada favorecedora. Y la mascarilla, que no ayuda, que enmarca los ojos, en los que cada vez se nota más el paso del tiempo, con las bolsas y las arrugas. A mí me sienta bien la sonrisa, ¿ves? Y ahora no hay manera, no hay manera de que se vea. Toda la vida maquillándome para resaltar mis labios y ahora resulta que lo único que se me va a ver son los ojos. Pero ese día ni ojos ni sonrisa. Nada. Fea. Estaba fea. Con el pelo sucio, fosco, sin arreglar. Las canas que ya sobrepasan el límite máximo que nunca he osado dejar. Un desastre. Y ese fue el día que le vi. El primero. Casi se me cae el paquete de café.
Luego me di cuenta de que él estaba, al menos, tan nervioso como yo; pero en ese momento… en ese momento creí morir.
Y luego la videollamada. Que estuve por lo menos tres horas pensando qué ponerme, viendo cómo daba la luz y cómo se veía a través de la cámara del móvil; eligiendo la altura adecuada para ponerlo, que no se sostenía el condenado. Al final, con la tablet, y no estaba yo contenta, no, que se queda una inclinación rara y se me marcan las arrugas del cuello. Y eso no fue todo, luego vino lo de elegir qué beber. Algo sofisticado, pero no demasiado snob. Una cerveza quedaba descartada, a no ser que fuera de un tipo distinto, de esas artesanas o de sabores… No. A mí nunca me ha gustado demasiado la cerveza. Entonces vino. Pero tampoco tenía mucho dónde elegir en casa. No lo bebo más que en ocasiones. Revisé la cocina, los armarios, el salón. Nada. No encontré nada. Ni digno ni no digno. “Pues coca- cola. Pero, ¿no queda un poco infantil? ¿Y si bajo otra vez al super?” Me dio un poco de vergüenza, como si pudiera verme, “Venga, bajo. Un vino tinto, que el blanco se me sube demasiado”. Y bajé al super, mirando a derecha y a izquierda, como si me siguiese un detective privado al que intentase evitar. Miraba los estantes con prevención y fui directa al final, a la parte de las bebidas. Un vistazo rápido y encontré una botella que me sonaba. La que pedimos en la última cena con los amigos. Estaba rico y Roberto, que entiende de vinos, dijo que era bueno. Un Rioja. Nada de arriesgar. La pagué y subí, con el tiempo justo para ducharme, lavarme el pelo y vestirme.
Cuatro posibilidades pasaron conmigo por el espejo hasta que elegí la que mejor me quedaba sentada, así, un poco sueltecita. Que no era plan de que se me marcasen los michelines nuevos, los que había adquirido entre momentos de desesperación y tristeza, encerrada en mi casa, mirando a la calle desierta y con el ruido de la televisión amortiguado por el cantar de los pájaros que nunca antes supe que estaban allí.
Y con el escenario perfectamente preparado para que pareciese casual, me senté esperando su llamada, que no tardó en llegar. Al otro lado de la pantalla, él. El mismo él que veía todas las tardes, desde mi ventana. Tan distinto al que me encontré en el supermercado. Creí adivinar en su aspecto, en el de su mesa, el mismo afán por quedar bien que me había llevado a mí más de tres horas. También tenía una copa de vino tinto frente a él. Me hizo gracia nuestro esfuerzo, el de los dos, por dar buena imagen en esta primera cita, por parecer otros, más sofisticados, más interesantes de lo que realmente éramos.
Y antes de que pudiéramos acostumbrarnos a esa nueva realidad, a las extrañas citas en las que la imagen se quedaba congelada en mitad de una frase, con un gesto imposible; al hablar entrecortado por la falta de cobertura; al encuadre con la cabeza cortada o con la cara demasiado cerca; antes de que todo eso nos pareciese normal, se anunció que podíamos salir. Salir. No podía creérmelo. Sin perro, sin compra. Solo porque sí. A pasear. A dar una vuelta. A sentir de nuevo todo lo que veía a través de mi ventana. Estaba tan ilusionada que ni siquiera pensé en él. ¿Por qué iba a hacerlo? Acababa de llegar, era nuevo en mi vida y no tenía por qué tenerle en mis planes. Hasta que me lo dijo.
- Podríamos salir a hacer ejercicio.
“¿Ejercicio?”, pensé. No se referirá a correr, porque la última vez que lo intenté, hará ya más de cuatro años, me lesioné y estuve meses con un esguince. No, a hacer ejercicio ni de broma.
- Bueno, no sé.- Le contesté. Nunca había sido más sincera.
- ¿No te apetece?
- Es que yo no soy mucho de hacer deporte, la verdad.-
- Bueno, pues a pasear.-
Y a eso no pude negarme. Y allí estuve, el primer día. Y el segundo, y el tercero, y el cuarto. Hasta que se convirtió casi en un rito, más constante que el del aplauso que nos había hecho encontrarnos.
Cada uno con su mascarilla. Intentando guardar cierta distancia (los dos metros imposible, la acera no daba para tanto), mientras evitábamos gente y más gente que iba en sentido contrario. Corriendo, andando, con bicicletas, patines… ¡Dios mío!, creo que no había visto tanta gente en la calle nunca. Al menos, no en mi barrio. Me sentía incómoda. No me resultaba agradable. La temperatura, el leve viento, las flores y los árboles que hacía tiempo ya habían recibido a la primavera, mucho antes que nosotros, mientras contábamos días y prórrogas; contagios y curvas; mientras veíamos por la ventana como nuestras calles se quedaban tan solas como nosotros. Eso sí me apetecía. Pero no así. No con tanta gente, no temiendo haber desperdiciado mes y medio de angustia para perderlo en dos tardes.
Empecé a sentir miedo. Miedo a estar demasiado próxima a otros. Miedo a no llevar bien puesta la mascarilla. A tocar algo sin darme cuenta. A no seguir estrictamente alguna de las normas de higiene y contagiarme. Miedo a la calle. Después de tantos días, echaba de menos mi casa, mi pequeño reducto en el que estaba completamente sola, completamente aburrida y completamente segura.
También tenía miedo de él. De Miguel. Temía que malinterpretase mis movimientos, cuando intentaba mantener la distancia. Temía parecerle muy aprensiva. O demasiado despreocupada. Temía hacer algo inadecuado. O no hacerlo. No sabía cómo comportarme. No sé cómo comportarme. Esta relación que ha llegado de forma tan poco esperada, tan extraña, no tiene guion y me está volviendo loca. Miguel es un hombre agradable, demasiado a veces. Buen conversador, le encanta comentarlo todo. Habla sin descanso de la enfermedad, de política, de economía, de su librería… Le encantan los libros. Y eso hace que yo sienta que no estoy a la altura. Me recomendó varios, incluso me prestó uno. Me lo pasó en el supermercado, como si fuese una sustancia prohibida, contrabando, con la tensión de hacer algo inadecuado. Por un momento me sentí una espía de la guerra fría, mirando a un lado y a otro del pasillo. Me lo anunció por WhatsApp.
- Te llevo la novela de Camus al super. De la que te hablé ayer. Estaré allí a y media.
- Vale – Le contesté. Porque tampoco sabía qué otra cosa decirle. Yo no era mucho de leer, pero, ¿cómo se le dice eso a un librero encantado con la literatura?, ¿cómo se le dice eso cuando estás empezando a conocerle, cuando quieres darle una buena impresión y no parecer inculta, ni aburrida?
Por tanto, no me quedó otra que seguir su juego. Bajé al supermercado y seguí sus indicaciones. Y allí estaba, junto al pan de molde, levemente escondido. Verlo me produjo una especie de hormigueo en el estómago. “Madre mía, y si lo encuentra alguien”. Enseguida me di cuenta de que no era para tanto. Al fin y al cabo, se trataba de un libro, no de una bomba, ni de un alijo de droga. Nadie en el pasillo. Empujé mi carrito hasta llegar a su altura y un jovenzuelo con la mascarilla negra apareció por el otro extremo. Angustia. Lo ha visto. ¿Y qué si lo ve? Con un movimiento rápido, cogí la bolsa de pan de molde, de una marca que nunca había comprado y la metí en el carro, junto con el libro. Él estaba al lado de la caja, mirándome. Un gesto de mi cabeza le confirmó que ya lo tenía.
Durante los siguientes días descubrí las bondades del pan de cereales. Me lo hacía en el tostador, para desayunar. Acompañaba mis comidas y mis cenas. Incluso lo comía solo, apelmazándolo, mientras veía mi última serie favorita.
El libro no corrió la misma suerte. No lo descubrí. Al menos, no del mismo modo que Miguel esperaba. Me costaba. Era un libro difícil para alguien como yo, acostumbrada a best seller y a revistas. Pero no se lo dije. No me atreví.
Tampoco me atrevo ahora a pensar en la próxima fase. Esa que no hemos alcanzado pero que, eso espero, alguna vez llegará. La fase en la que podremos salir y tomar algo en una terraza. Sin pantalla. Sin preparación. Pero con mascarilla. La fase en la que podremos hacer reuniones de hasta diez personas en domicilios. Nosotros somos solo dos. Dos podremos estar en un domicilio. Solos. Lo que hace unos meses me habría parecido lo más normal. Lo que había estado deseando hacer desde que le vi por primera vez aplaudiendo desde su terraza, frente a mi ventana. Y ahora me da miedo. ¿Cómo generar la intimidad necesaria sin pensar en el riesgo? Los besos y los abrazos no casan con las distancias de seguridad. El deseo y el roce se ahogan en mi prevención. Llevamos dos semanas conversando casi a diario y varias más mirándonos desde nuestras casas. Demasiado tiempo. Demasiado para mi vida anterior. Y ahora… Ahora todo se reconstruye con unas normas y unos requisitos que chocan con mi recuerdo y no encajan en la costumbre. Nada es natural. No ahora. Y me da miedo. Ni siquiera nosotros lo somos. Esforzándonos en parecer otra cosa. Perdidos en esta nueva rutina que no es nuestra y que no llegamos a interiorizar.
Por eso me he alegrado de no pasar de fase. Más tiempo. Más tiempo para seguir paseando mientras esquivamos a los viandantes y no nos atrevemos a acortar la distancia entre nosotros. Más tiempo para hablar de Camus, quizá para terminármelo, para oírle contar cómo se anticipaba a la situación actual. Más tiempo para pensar qué pasos vamos a dar. Para decidir si prefiero parecer una persona audaz y propongo un encuentro más allá de lo permitido o, por el contrario, me inclino por seguir las normas y mantener todas las recomendaciones, aun a riesgo de parecer timorata. Más tiempo para no pensar en el futuro. Para seguir sin saber si tengo o no anticuerpos, esperando la prueba que van a hacernos en el hotel y que está programada para antes de que abra al público. Más tiempo para sentir mi soledad y reconocerme en ella. Más tiempo para seguir impostando, falseando mi aspecto, mis gustos, dando una imagen distinta, la imagen que yo creo precisa para gustar. Para gustarle. Más tiempo.