Fue el abuelo el que inició el negocio. Nunca supe muy bien cómo. Tampoco me preocupó. Me bastaba con verle en las fotos que estaban por toda la casa, esas en blanco y negro, en las que siempre aparecía él acompañado de personajes ilustres del momento, con las gafas de montura fina metálica, primero y las de pasta gruesa, después. El pelo blanqueándose y desapareciendo a medida que pasaban los años. Fue él el que se mudó a la casa familiar. Ese piso enorme de techos altos y pasillos como laberintos, que siempre estará unido a mi recuerdo. El que dio solera a nuestro apellido e hizo que se convirtiera en uno de los más relevantes de la ciudad. El abuelo, con ese carácter endiablado que, según todos, yo he heredado. Como el negocio.
Pero antes de que llegase a mí pasó por mi padre y por el tío José Antonio. Ellos lo dividieron – nunca se les había dado bien compartir – y, con esa división, empezó la decadencia. Mi padre hizo lo que pudo, que no fue mucho, y comenzó a vender. “Es para hacerlo más rentable Un paso atrás para coger impulso”, decía. Pero después del primer paso atrás, vino otro, y otro, y otro y, para el final de sus días, la empresa, la que llevaba nuestros apellidos, apenas sí daba para mantener un nivel de vida que, ni en sueños, pensábamos reducir. Seguíamos viviendo en nuestra casa, la que fue del abuelo, la de toda la vida; pero el edificio ya no era nuestro, solo lo era el piso en el que siempre habíamos vivido. Yo, el único hijo, el llamado a perpetuar nuestro nombre, estudié en los mejores colegios y, por supuesto, fui a la Universidad, a la única privada que había entonces. No tanto por la exclusividad sino porque con mis notas, vergonzosas, nunca hubiese conseguido aprobar en la otra, en la pública. Las fotos del abuelo fueron despareciendo de sus marcos, a medida que los signos políticos cambiaban y esos personajes, antes envidiados, caían en desgracia. Quizá ahora podría volver a ponerlas, a sentirme orgulloso de mi abuelo y sus amistades; pero en aquellos años de principios de la democracia, mis padres pensaron que no le hacían bien a la nueva imagen, moderna y abierta, que querían trasmitir.
Y así llegó a mí. El negocio, ya muy reducido. La fortuna, venida a menos. El apellido, que aun guardaba cierto empaque en según qué círculos. La casa, que necesitaba una remodelación urgente. Todo. El legado de mi familia, el que construyó mi abuelo, el que no supo mantener mi padre. El que yo iba a dinamitar. Pero no adelantemos acontecimientos. Vamos paso a paso. No acabé la carrera, pero los años de universidad me proporcionaron amistades, relaciones importantes, a las que acudí y he seguido acudiendo durante mi vida. Al fin y al cabo, de eso se trata, ¿no? El saber está sobrevalorado. Lo realmente importante es conocer. Conocer a quién hay que conocer y, en ese punto, yo soy un experto. No hay fiesta o reunión importante a la que no esté invitado. O, al menos, no la había. Conocía a lo mejorcito de Madrid. Estaba relacionado con todas las familias importantes, en la política, en la banca, en la Iglesia… El dinero siempre ha estado en el mismo sitio, en las mismas manos, aunque los nombres de las empresas, las formas y las apariencias hayan cambiado. Y yo era, soy, uno de ellos. Tenía sus puertas abiertas. Y, aunque los negocios en sí no se me han dado especialmente bien, como a mi padre, soy un experto esquiador, adoro la caza y no me pierdo un partido de paddle. Solo tenía que contratar a algún chico listo, con ambición y ganas, que gestionase la empresa. Y yo, a dedicarme a lo mío, a lo que se me da bien, a fomentar las relaciones y a imaginar nuevos negocios. Porque el negocio del abuelo era adecuado en su época, pero ahora el mundo iba por otro camino. Por eso monté la empresa de internet con el boom de las punto com, y el gimnasio con ese futbolista tan famoso como corto de luces, y el restaurante foody, fusión japonés y vegano, y la productora de series, llamada a convertirse en el nuevo Netflix…. Pero no tuve suerte. No la tuve al elegir a los distintos directores que puse al mando de mis empresas. Inútiles burócratas, que no entendían mi visión, siempre empeñados en farragosas cuentas de resultados y normas que limitaban mi afán emprendedor.
Tampoco tuve suerte al elegir compañera. Primero con Cuca, la madre de mis hijos, la que creí la mujer de mi vida. Mi gran decepción. Y luego con Jimena, esa aprovechada… Pero lo que más me duele es lo de Cuca, ¡quién iba a imaginarlo!, ¿cómo puede alguien que ha convivido contigo guardar tanto remordimiento? No lo entiendo. Hacer lo que hizo… Y total, ¿por qué?, ¿porque la dejé por Jimena, que es veinte años más joven? Ella dice que no, que eso es un cliché, que yo soy un cliché, la tercera generación que arruina el negocio que construyó el abuelo, el cincuentón que se cree joven porque está con una chica de treinta… Pero yo sé que le duele, vaya que si le duele. Ella insiste en que soy un inútil, un completo desastre. Que todas mis ideas no son más que fantasías sin sentido en las que embarco a todo el que me rodea. Que mis amigos ya no lo son, que me evitan, que no quieren verme, ni que les relacionen conmigo. Dice que la gota que colmó el vaso fue involucrar a mi suegro, a su padre, en mis locuras, arrastrarle también a la ruina. Pero no fue así, no, yo no le arrastré. Al contrario, yo le di la oportunidad de entrar en un negocio redondo, cuando la empresa del abuelo ya estaba quebrada y no había manera de seguir sacando de allí el dinero necesario para ir creando lo que la nueva sociedad me demandaba. Y él estaba encantado con lo que le planteé, no como dice Cuca, yo no le obligué a nada. ¿Y qué culpa tengo yo si el idiota que venía de Vodafone la cagó y se fue todo a la mierda?, ¿qué culpa de que al final la empresa de mi suegro, la que había sostenido el nivel de vida de Cuca, sus hermanos, sus padres y, no voy a negarlo, el mío y el del mis hijos, en los últimos veinte años, quebrase? ¿Cómo se me puede a mí culpar de eso? Una resentida. Eso es lo que es. Una resentida, celosa, celosa porque empecé a vivir con Jimena, en ese adosado tan mono de las Matas. No podía sopórtalo. Y eso que ella se quedó con la casa. Con mi casa. La de mi familia. La del abuelo. Mira que insistió en eso. ¡Qué mala persona! Sabía lo que significaba para mí, toda mi vida, todo mi pasado, mi historia, está allí, entre esas paredes. Y al principio me dijo que era para ellos, para mis hijos y, bueno, pues bien no me pareció, pero, al fin y al cabo son mi familia, es mi legado. No está mal que ellos vivan en la casa de mi abuelo, pero cuando me enteré, cuando me enteré me puse como loco. La había vendido. Vendido a una empresa de estas que se dedican a remodelar casas antiguas y las alquilan. Mi casa. La casa de mis padres, la del abuelo, en manos de gente que ni conozco. ¿Cómo se le ocurrió? Y mientras yo discutía y discutía con ella, intentando recuperar lo que es mío, hablando con amigos y conocidos, pidiendo consejo a abogados (siempre gratis, claro, que los amigos están para algo), me sale Jimena con que me deja, que no aguanta más pagando ella todas las facturas, que está harta, que soy un vago y un impresentable. Interesada, una aprovechada, que solo quería estar conmigo porque pensaba que mis empresas estaban bien, en cuanto vio que tenía unos problemillas financieros, se largó. Decididamente, no tengo suerte eligiendo a la gente. No, no la tengo.
Pero lo peor, lo que más me duele es lo de Cuca. Solo pensarlo se me pone un nudo de hiel en la garganta y se me nubla la vista. Y cuando por fin convencí a Íñigo – que es un buen amigo, de los de toda la vida, desde el colegio del Pilar que estamos juntos – pues cuando le convencí para que me hiciera el préstamo y le ofrecí comprarle la casa a ella, me dijo que no, que ya no se podía, que la había comprado el fondo ese y ya está. Y entonces me enteré de que ella trabajaba en el fondo. No lo podía creer. Trabajaba allí, como Directora de Marketing o no sé qué. Que ella sí que fue muy buena en la Universidad y siempre tuvo suerte con los trabajos. Ella decía que no, que si hubiese tenido suerte no habría acabado conmigo; pero siempre tuvo buenos puestos, y eso que no conocía a tanta gente como yo. Su padre tampoco, él era más de esos de trabajar y trabajar y no se relacionaba. Pero vamos, que ella trabajaba en el fondo, en el que compró mi casa. Y dijo que no se podía hacer nada, que no me la podían vender. Que las casas no se iban a vender, que se remodelaban todas y se alquilaban. Pues la alquilo, me dije, si total, ya no tengo dónde vivir, que Jimena me ha echado del chalet. Estaba pasando una temporada con Íñigo, en el apartamento que tiene en Hermosilla, mientras buscaba algo. Pues la alquilo y ya está. Mi casa.
Nunca olvidaré ese día. Había quedado con un tal Javier, para verla – como si no la conociese, después de tantos años – y firmar. Pero cuando llegué, no había rastro de Javier. Y la que estaba allí era ella, Cuca. Habían dividido la casa en dos apartamentos. Entramos en el de la izquierda. No entendía nada. Al principio, incluso pensé que había cambiado de idea y que me la iban a vender. Pero enseguida me di cuenta de mi error. En una muestra de su tremenda crueldad, me había citado allí para hacerme un montón de reproches y para decirme que no, que no me la iban a alquilar, que ya estaba alquilada a otra persona y firmaban el contrato esa misma tarde. Al oírlo, me imaginé una escena. Una con las emociones de ella desbocadas, con gritos, con reproches. No lo hizo. Mantuvo el tono de voz bajo durante toda la conversación. Durante el monólogo porque yo no abrí la boca. Pero la dureza de sus palabras lo hicieron todo. Para terminar, me llevó a la habitación y me señaló una bolsa. “Son cosas tuyas”, me dijo. “Lo último que quedaba. Algunas las dejaste tú, otras, me las quedé yo para tener un recuerdo tuyo. Para que tus hijos lo tuvieran”. Me agaché y revolví entre los cachivaches. Saqué un álbum de fotos. “Pero creo que, cuanto menos te conozcan, mejor. Eres su padre, pero dentro de poco, Jacobo cumplirá los dieciocho y Borja ya es mayor de edad. Si no quieren, no tienen por qué verte. Y te puedo asegurar que rezo porque no se parezcan a ti en nada”. Y diciendo eso se fue.
No supe reaccionar. No lo hice. Ni recuerdo cómo salí de allí. Solo sé que me llevé la bolsa conmigo y pasaron los días sin que fuese capaz de hacer nada. Y luego llegó la pandemia. Y la cuarentena. A Íñigo le pilló fuera, con su familia, en su casa de Barcelona, y se quedó allí. Total, teletrabajaba. No necesitaba estar cerca de la oficina de Madrid. Y yo estuve en su apartamento, solo. Encerrado. Escuchando día a día cómo el virus avanzaba. Rumiando mi encuentro con Cuca, esa tremenda humillación, repasando mi vida. Viendo series. Me aficioné a las de mafia. Siempre me habían gustado, pero, sin nada más que hacer, vi todas las que ofrecía la plataforma. Me maravillaba el poder y el respeto que emanaban los protagonistas. También vi algunas de asesinos en serie. Me las recomendaba la propia plataforma. Con todo eso, se pasaron los días. Y, cuando, por fin, pude salir, tenía claro lo que quería hacer.
Primero fui a verla a ella, a Cuca. Era mi objetivo principal. No fue difícil. Soy cazador, estoy acostumbrado a manejar armas. No se lo esperaba. Y casi ni tuvo tiempo de cambiar el gesto. Después visité a mi suegro. Estaba ya muy mayor, pero yo no podía esperar. No. Además, debía darme prisa, antes de que supiese lo de Cuca y estuviese alerta. Por la manera en la que me miró supe que no le sorprendí. Me apenó por mis hijos. Al fin y al cabo, era su abuelo. Pero en la vida hay que endurecerse y ellos han vivido demasiado mimados por su madre. No les vendrá mal enfrentarse con la realidad. Me acordé también de Jimena y, aunque aun no podía recorrer tanta distancia, solo un kilómetro desde mi residencia, decidí aventurarme, No me sorprendió descubrir que no estaba sola. Pero eso no me detuvo. Y, cuando volvía, sin darme cuenta, el coche me llevó directamente a la casa. A mi casa. Como si se supiese el camino. Como si leyese mi mente. Cuando aparqué, recordé que, en la bolsa que me llevé el último día, aquel en el que Cuca me citó para humillarme, recriminándome todo mi pasado, no estaba el álbum de fotos. Se me ocurrió subir a recogerlo. No sabía que, al mismo tiempo que yo pulsaba el timbre, aparecía mi imagen en el telediario. Una foto que nunca me había gustado, la que me hicieron en aquella fiesta en Marbella. No salía bien. Estaba gordo entonces. Alguien me abrió, alguien que vivía en mi casa, en la de mi abuelo. Alguien que mancillaba mi recuerdo y el de mi familia. Y tuve la certeza de lo que había que hacer.
Como todos… impresionante!!
Gracias Marisa
Pepa, me ha gustado mucho tu relato, muy bien escrito con un final tremendo. Supongo que el protagonista en primera persona se lo está contando a un compañero recluso de la cárcel.
muchas gracias, Juan. Es la segunda parte del anterior, «el álbum de fotos»