#relato Los jueves paella

 

Dentro de la continuación de la serie #retratosDelConfinamiento, la segunda parte del #relato «El vecino».


 

Ya se le habían olvidado. Se le habían olvidado los días con la desazón de no tener nada que hacer. La desesperación por sentirse excluido. La vergüenza de no tener un porqué. Se le habían olvidado todas las sensaciones de aquellos casi tres años en los que primero se supo un muerto viviente y después renació de entre la bruma gracias a la incertidumbre de la pandemia, que le hizo uno más entre los que no tenían un futuro claro.

Porque no era lo mismo. ¿Cómo iba a serlo?, ¿cómo iba a ser igual estar en aquel momento, en el que nadie sabía qué iba a pasar, en el que el mundo renacía y volvía a morir cada día en las palmadas del aplauso de las ocho, que esa vuelta al pasado, ese hoy que era tan igual al ayer de antes? Por eso se le olvidaba. Se le olvidaba lo orgulloso que estuvo de sí mismo cuando aceptó aquel trabajo de reponedor, después de más de dos años de estar sin empleo.

Se le había olvidado. Y tampoco se acordaba de cuando la cadena francesa compró el supermercado. De esa sensación de vértigo al pensar que prescindirían de él. Al pensar que volvería a quedarse sin trabajo. Y ahora sería definitivo, porque a su edad, a los cincuenta y seis, ¿quién iba a querer contratarle? Y él era de los últimos que había entrado en el super… Prescindirían de él. Seguro.

Pero no. No fue así. Se quedó. Se quedó y allí seguía, casi tres años después. Cansado. Deseando que pasase el tiempo. Sin ganas… Contando los días que le faltaban para salir definitivamente de allí, para jubilarse.

Es que no se podía comparar. ¿Cómo iba a ser lo mismo ayudar, en un momento totalmente extraordinario, para que sus vecinos tuviesen acceso a los alimentos y a las compras básicas? ¿cómo iba a ser lo mismo tener una de las ocupaciones que todo el mundo valoraba en ese momento, que ser empleado del supermercado ahora?

Pedro recordaba cómo fue cambiando el trato de sus vecinos. Desde los primeros días, en los que se sorprendían al verle en el supermercado y le saludaban tímidamente, con gestos que apenas se veían a través de las mascarillas, pasando por el reconocimiento inicial, en las etapas más duras del confinamiento, por la indiferencia que llegó con la relajación de las medidas, hasta llegar a esa superioridad, esa pena mezclada con desprecio que creyó adivinar en las sonrisas que le dedicaban cuando se acabó la obligación de llevar cubiertas la boca y la nariz.

Por eso contaba los años, seis, que le quedaban para jubilarse. Seis años tres meses y veintidós días. Cada mañana, al despertarse, borraba uno más de esos días del contador de su mente. Uno menos para dejar ese trabajo que nunca le gustó. Y eso que ya no era el mismo. Porque la cadena francesa, los nuevos dueños, no sólo contaron con él, sino que, antes de que se cumpliese un año de la adquisición, le ofrecieron un nuevo puesto en las oficinas. No supo si fue porque tuvieron en cuenta su experiencia anterior o porque pensaron que, con su edad, el puesto de reponedor no era el más adecuado para él. Y eso que aguantaba, que, aunque había días que le dolían los riñones de un modo que le obligaba a ir encorvado, no faltaba, puntual, cada jornada, a su hora, como si ese trabajo que aborrecía fuese en realidad su sueño.

Cabal, cumplidor, como habría dicho su padre. Mucho más de lo que fue en su época de estudiante. Como si la edad hubiese cubierto las carencias que le impidieron llegar a las metas que Vicente soñó para él.

Nada hacía pensar que, por las noches, alargaba las horas antes de irse a la cama para evitar acostarse, para vivir un poco más, lejos de ese día a día que no soportaba. Que por las mañanas, al despertarse, se odiaba y odiaba tener que levantarse. Que cerraba los ojos esperando que fuese mentira, que quedase más tiempo hasta la hora, para no tener que enfrentarse a un día nuevo, a otro que tachaba del contador de la jubilación. La que esperaba como si fuera lo único ya que merecía la pena. Lo único a lo que aferrarse. El motivo por el que aguantaba, todos los días, las caras y los comentarios de sus compañeros, los sermones de su jefe, ese trabajo aburrido que le recordaba a diario lo que fue, lo que pudo ser, lo que no era.

Al principio, lo comentaba con sus amigos y con María, su mujer. Se quejaba y añoraba los días dorados de bonus y proyectos. Pero, poco a poco, fue viendo en sus caras el hastío, el cansancio, el “otra vez éste” y decidió callarse, contarlo para sí, en ese discurso recurrente y obsesivo que cerraba sus noches alargadas y le saludaba al despertar con el sonido de un nuevo día que era otra vez el mismo.

Seis años, tres meses y veintiún días. Sólo seis años y se jubilaría. Todavía seis años. Seis años de camino en el metro abarrotado (él, que llegó a cambiar de modelo de BMW cada temporada), seis años de fichaje en la maldita app y de café de máquina, aguantando las gracias de Manolo cuando ganaba el Madrid. Seis años de cuenta atrás, con el soniquete de los días cayendo en su cerebro, pasando a un ritmo tan y tan lento…

Era verdad que, si miraba con otros ojos, no podía quejarse. No si veía el tiempo con la perspectiva de su carrera en el supermercado. De reponedor de una tienda de barrio a administrativo de una cadena comercial internacional, supervisando a un equipo pequeño, de cuatro personas, pero supervisando, al fin y al cabo. Visto así, tenía su aquél. Pero él no lo veía así. No podía verlo. No dejaba de pensar en lo que pudo ser, en lo que fue, en aquella época dorada que iba a durar toda la vida y que se esfumó aquel jueves en el que se le atragantó el menú del día de la cafetería ante la carta de despido.

¿Orgullo? Seguramente. Durante años lo disfrazó con la excusa de no defraudar a su padre; pero ahora, tanto tiempo después de su muerte, todo lo que se le ocurría era pensar que no era justo, que él se merecía más, que la vida le había tratado mal, que no tuvo buena suerte. Le gustaba sobresalir, liderar, que los demás le mirasen con respeto y con cierta envidia, por qué no. Por eso disfrutó tanto con aquellos días de una incertidumbre jamás pensada, en los que decidió coger las riendas y dirigir el aplauso de sus vecinos. ¡Qué tiempos!, qué sensación de plenitud, el sonido de las palmas rebotando contra los muros de los edificios, todos asomados a los balcones, a las ventanas. Pero ahora… Nadie se acordaba ya de los aplausos, ni de los sanitarios. Y mucho menos del personal de los supermercados. De ellos nada. La vida había vuelto a su sitio y Pedro, nuevamente, se quedaba descolocado, en un pliegue de una página que él sentía que no le correspondía.

Seis años, tres meses y veinte días le quedaban esa mañana. A no ser que cambiasen la ley, que hartito le tenían con tanta modificación. A ver si le iban a jorobar ahora a él, que lo tenía todo tan estudiado y le dejaban fuera. Que sólo faltaba eso. Vamos, sería el colmo.

Su única ilusión, porque ya ni el fútbol conseguía arrancarle esos momentos que antes le hacían olvidarse de sí mismo, de lo que le ocurría, de su angustia por no dormirse para evitar un día más y de su obsesión por no despertarse para no tener que vivir de nuevo lo mismo.

  • Pedro – le dijo Maite, sacándole de su ensimismamiento. – ¿A qué hora va a ser? – La miró sin entender. Tanto fue así, que ella dudó. – Le has convocado, ¿no?
  • Sí, sí, claro.- Dijo él, por fin de vuelta a su día, al nuevo que era igual que los otros, ¿o no?
  • ¿A qué hora? –
  • A las dos. Para que no haya mucha gente – dijo.
  • Bien – apoyó Maite.- ¿Quieres que lo preparemos? – Propuso.
  • No, no hace falta.- dijo él.
  • Pero, lo has hecho alguna vez, ¿no? – le miró con la duda en sus ojos.
  • Sí, bueno, no exactamente…. Pero estoy preparado. No te preocupes.- Pero ella lo hizo, porque su gesto no daba seguridad. Pensó que, una vez más, le tocaría a ella llevar todo el peso, como ocurría siempre que se enfrentaba a una de esas conversaciones. “A nadie le gustan”, se dijo, “pero siempre me tocan a mí. Jodida profesión la mía”, pensó.

Le habían convocado en la sala de reuniones de la planta segunda, justo a la hora de la comida. Cuando abrió la puerta, vio en su mirada que lo sabía. Que acababa de saberlo, al verle sentado allí, junto a Maite. Lo supo antes de que hablasen. Antes de que, serios los dos, Pedro con un nudo en el estómago y casi sin mirarle a los ojos, le dijese que no encajaba en el equipo, que habían intentado apurar, darle más oportunidades pero que, seguramente, había sido un error de selección – eso lo dijo la propia Maite, asumiendo la culpa, para echar un cable a Pedro, que se había atascado a mitad de la frase – y rescindían el contrato. Le pasaron la carta, una carta que él, Guillermo, no quiso leer y cuyo contenido ya intuía. Que no superaba el período de prueba, que, después de dos meses dejándose la piel, llegando el primero y saliendo más tarde que el resto, para aprender más, para acelerar el proceso, aguardaban al último día para comunicárselo.

  • Pero no me lo puedo creer.- Dijo, mirando a Pedro, con la súplica atada a las lágrimas que, a duras penas, contenía. – ¿No se puede hacer nada? Yo… yo puedo aprender, de verdad, y adaptarme…-
  • Está decidido.- Le dijo Maite.- Por favor, lee la carta y firma el recibí.

Con las lágrimas contenidas bajando por su garganta y quemándole el pecho, sólo pudo decir:

  • Y ahora… ¿cómo se lo digo yo a mi novia? – Y firmó el papel con un movimiento rápido, nervioso, para que no notasen que le temblaba el pulso.- Íbamos a alquilar un piso juntos. Ya lo habíamos visto…- Aclaró Guillermo, sin que nadie se lo hubiese pedido. La frase se ahogó ahí y el resto de movimientos hasta que salió de la sala se hicieron eternos para Pedro, que había dejado de contar los días y repasaba una y otra vez un momento parecido, en otra sala, a la hora de la comida, años atrás. Un momento que le había marcado y que ahora volvía a él, pero con un protagonista diferente.

Ente la bruma del recuerdo, oyó la voz de Maite que, guardando los papeles en una carpeta transparente, le decía, mirando el reloj:

  • Todavía está abierta la cafetería. Si nos damos prisa, llegamos a comer. Hoy es jueves. Hay paella.-

Y el sabor olvidado subió por la garganta de Pedro, alojándose en su boca, con el recuerdo, con el asco. Y supo que, a pesar de la hora, a pesar de Maite, ese día no comería.

 

 

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