Como siempre, había dejado la persiana subida. Le gustaba quedarse dormida mirando por la ventana. Las luces de la urbanización, que iban poco a poco desvaneciéndose, el reflejo de la luna, que se vertía sobre su cama. Y ella que se colocaba justo allí, debajo de la luz, tenue y plateada, como si fuera un foco, como si fuera un haz que la transportase a otro mundo. Ahora más que nunca. Salir. Abandonar su casa, ese entorno habitualmente seguro y ahora tan agobiante. Había veces que pensaba que no le importaría aparecer en otro mundo, en otro planeta, en otro tiempo. Donde fuese, con tal de no estar más encerrada, repitiendo siempre el mismo día, como anclada en el surco de un disco rayado que la aguja se empeñase en volver y volver a despertar.

Y de pronto lo vio. “No puede ser”, se dijo. Pero era. Era algo. Algo fuera de su ventana, como un hilo blanco que se movía. Se acercó. Abrió la ventana y el aire se coló por ella, meciendo su pelo. Sintió un leve escalofrío. Pensó en tocarlo, pero le dio miedo. “¿Qué es?, ¿qué hace aquí? Y, sobre todo… ¿Por qué se mueve? Lo vio bajar y se asomó, un poco, no mucho, para comprobar de dónde venía. Creyó divisar algo, quizá una sombra, en la ventana de arriba, y volvió a meter la cabeza. Definitivamente, era un hilo, una especie de cordón, como el de los zapatos, blanco y largo, que pendía desde el piso de arriba y seguía bajando. “Pero, ¿qué es?”, se dijo. Seguía sin atreverse a tocarlo. Por eso cogió su móvil e hizo lo único que podía hacer: una foto. Y la subió a su story de Instagram. Al privado, el que solo veían sus amigos más cercanos.

  • ¿Qué es eso? – Le preguntó Fran.
  • No sé – Contestó ella.- Creo que es un hilo, una cuerda, o algo. Parece que cuelga de la ventana de mi vecina de arriba.-
  • ¿Y adónde va? – Quiso saber Laura.
  • Tampoco lo sé. Sigue moviéndose. Voy a ver qué pasa.

Esperó. Esperó un poco, no sabría decir cuánto y, de pronto, lo vio subir.

  • Chicos, sube.- Anunció.
  • No jodas.- Julio siempre aportando.
  • Páralo.- Le dijo Marta. – Cógelo y salimos de dudas.-
  • No me atrevo.- Dijo ella.

Y vio una especie de vaso, o caja, no lo vio muy bien, porque cuando llegó a su ventana, como si la fuerza que lo movía supiese que ella estaba atenta, observándolo, alcanzó más velocidad y enseguida despareció, para perderse (supuso) en la ventana de arriba.

  • Llevaba un vaso o algo.- Anunció a su público.
  • Eso es alguien que pasa, en tu urba.- Sentenció Daniel.
  • ¿Sí? ¿mis vecinos? Tío, qué fuerte.-
  • Claro, tía, es eso.- Ratificó Laura.- Con esto del confinamiento, la peña no puede salir y claro, no se abastecen. Y tu vecino pasa, seguro.
  • Vale tía, pero digo yo que podrá hacerlo de otro modo, ¿no? –
  • ¿Y cómo quieres que lo haga, si no puede salir?
  • Pues no sé, en la puerta del super, o del banco, o algo, yo qué sé; pero en casa….-
  • En casa, mucho mejor, ese tío teletrabaja, como mis padres.- Y todos rieron la ocurrencia.

Siguió comentando el tema hasta que el sueño empezó a anunciar que no pensaba esperar más. Se le cerraron los ojos sin poder dejar el móvil en la mesilla, cargando.

Al día siguiente, cuando se despertó, volvió a pensar en ello. “Claro, tiene sentido, con esto del confinamiento, la gente no puede salir. Y los que están enganchados, pues a ver cómo se apañan, que no pueden ir al super, ni pedirlo por teléfono. Seguro que es eso. ¡Qué fuerte! Mis vecinos. La de arriba no me pega nada, no, que es una señora ya mayor, vamos como mi madre casi, y con hijos y todo, que tiene tres, el pequeño es muy bebé todavía, ¿qué tendrá? ¿cinco años? Aunque vete a saber, lo mismo es costo, o yo qué sé. Que apenas la conozco. No sé nada de ella, ni qué vida tiene, ni si tiene problemas. Solo sé que está sola. No sé si está divorciada, soltera, viuda o qué, pero sola con los tres niños. Desde hace mucho tiempo. Y para poco en casa. Pero no me pega metiéndose nada. Es como muy dicharachera y tiene pinta de sana y eso. Si me la he encontrado alguna vez con ropa de deporte y una bolsa. Supongo que de camino al gimnasio. No, no me pega nada. ¿Y quién le pasa?, ¿cuál de los vecinos de abajo? En eso sí que no me fijé.”

Y pensó. En el tercero estaban Jorge y Daniel, más o menos de su edad. “No me creo que pasen. Son muy sosos”. Vivían, como ella, con sus padres y nunca se habían integrado bien en la urbanización. “Es que de pequeños ni bajaban a la piscina. No, no les veo haciendo eso”. En el segundo, vivía un señor muy mayor. Era viudo, su mujer murió hacía poco. Debía tener más de setenta años. Definitivamente, él no era. Y en el primero estaba el matrimonio joven, con los dos críos que no paraban en todo el día. Como tenían terraza, estaban todo el rato fuera, jugando y gritando, que no había quién se concentrase para estudiar. ¿Podrían ser ellos? El que fueran una familia con niños despistaba, pero ella lo había visto en muchas series y en alguna película y, a veces, esas cosas pasaban. Gente normal, que tenía su casa, su familia, incluso un trabajo, y se metía en líos para sacarse más dinero. Empezaban y luego ya no podían parar. Se acostumbraban al dinero fácil. Incluso algunos estaban ellos mismos enganchados. “Sí, son los del primero”, se dijo. “Qué fuerte”.

Dudó si contárselo a sus padres. Era un notición, pero lo mismo no la tomaban en serio. ¿Su hermano? No, a él ni se le ocurría. Si no fuera porque su cuarto daba a otra calle hasta podría pensar que el camello era él. Si era de lo más raro del mundo.

El día se fue animando, comentando la novedad con sus amigos. Casi todos estaban de acuerdo, se trataba de droga. Un cotilleo de los buenos para alegrar el confinamiento. Como siempre que tenía una novedad, le quemaba la boca, no podía guardar el secreto. Las palabras se le agolpaban y se chocaban con sus dientes, pugnando por salir. Hasta que salieron.

  • No os vais a creer lo que vi ayer.- Se lanzó en la comida, sin más.

Y lo contó. Al principio sus padres no la tomaron en serio y su hermano dijo que a ver si la que tomaba algo iba a ser ella.

  • Que sí, que es cierto.- Insistió. Y les mostró la foto.- Son los vecinos. Los del primero. Y la de quinto está enganchada la pobre, quién lo diría.-
  • No lo parece.- Coincidió su madre. – Me he cruzado poco con ella, pero tiene pinta de ser una persona bastante normal. Aunque, la verdad, con los tres niños todo el día en casa, a lo mejor yo también me tomaba algo…
  • ¿Y dices que son los del primero? – Preguntó su padre.
  • Claro, ¿quién si no? –
  • Los del tercero.-
  • Que va, papá, son muy parados, no les veo haciendo esto. –
  • Ah, no, pero yo no digo los hijos. El padre… O la madre.-
  • ¡Hala!, ¿qué dices? Lola está un poco desquiciada, pero vamos, no la me la imagino….- Negó la madre, moviendo incluso la cabeza, para reafirmar sus palabras.
  • ¿Y Antonio? Siempre ha sido un poco raro…-
  • Hombre, raro, sí es, pero como para pasar droga… No lo veo. ¿Por qué lo dices? –
  • No sé, me parece. Así, siempre tan callado. No habla con nadie en la comunidad. Es muy zulú. Y acuérdate cuando le tocó ser presidente, es que no había manera con él…-
  • Sí, raro es, pero eso no quiere decir…. Vamos que…. Es profesor o algo así, ¿no? –
  • En ciencia, trabaja en ciencia.- Apostilló su padre.
  • ¿Sí? Yo creo que no. Da clases. Da clases en una Universidad.- Aportó su madre.
  • Los dos lleváis razón.- Resolvió, por fin, el idiota de su hermano, que siempre tenía más información que el resto. – Da clases de química en la Universidad. En la Autónoma, creo.-
  • ¿Ves? – dijeron su padre y su madre al unísono.
  • Pues no me digas más.- continuó su padre.- Como el de “Breaking Bad”. Un profesor normal al que se le va la olla y se pone a producir drogas.-
  • Venga papá, no empieces con tus series…-
  • Que sí, hija, que era un tío la mar de normal y, de pronto….-

Ana desconectó. Menuda historia. Sus vecinos pasando droga. A ver si conseguía ver de nuevo el cordelito y se quedaba con lo que había dentro. ¿Se atrevería?

 

Desde que todo esto comenzó sentía una angustia difícil de explicar. Y no era por no poder salir de casa, todo el día metida ahí, de habitación en habitación, que por más vueltas que daba, todo era lo mismo. Ni por los niños, los pobres. Que sí, que estaban muy pesados, pegándose cada dos por tres. Pero eran pequeños, y estaban más hartos que ella de vagar por el pasillo, buscando con qué entretenerse. Tampoco era por la incertidumbre, ni por la enfermedad. Ni siquiera por la posibilidad de morir o de que lo hiciera alguien querido. No. Su angustia era por lo otro. Tanto tiempo, tanto tiempo sin… no iba a poder aguantar. Lo necesitaba. De un modo que nunca habría reconocido. Siempre pensó que ella era capaz de controlarlo. Que solo lo hacía para entretenerse, para relajarse, pero que, en realidad no había nada más. Ella nunca había necesitado nada ni a nadie. Por eso le costaba más. Le costaba reconocerlo y, al mismo tiempo, sentía su ausencia como algo físico. Todo el cuerpo se le erizaba por el recuerdo. Le costaba mantener la concentración por el día y durante las noches, apenas lograba conciliar el sueño. Sabía que le estaba afectando, que su carácter había ido empeorando progresivamente, pero no podía hacer nada. Nada. Encerrada. Estaba encerrada en su propia casa, con sus tres hijos. Un momento único. Un momento raro. Que la llevaba a descubrir sensaciones y emociones nuevas. Que la transportaba de las risas a los gritos y al llanto una y otra vez.

Al principio lo vio como una oportunidad. En su casa. Sin trabajar. Y con sus hijos. Todo el día. Si casi parecía un sueño. No tener que madrugar. Poder dedicar todas las horas a lo que quisiese. Disfrutar de sus aficiones. Tiempo. Para ella. Para ellos. Pero pronto se dio cuenta de que le faltaba algo, algo que no estaba allí, y que, en esta extraña situación, le costaba mucho encontrar. Sus aficiones resultaron ser de campo abierto: correr, ir al cine, viajar, comer fuera con su amigos… Y el tiempo iba cayendo día a día, como la arena del reloj; pero como una arena mucho más pesada que la normal, con una presión que bajaba y bajaba hasta dejarla completamente sepultada bajo su peso. Tiempo. ¿Para qué? Sentía que la ahogaba y le impedía respirar. Se despertaba sudando, agitada, como si el sueño la hubiese perseguido en una carrera sin fin por el laberinto de su mente, recordándole lo que no tenía.

Los niños. Con ella. Todos los días. Juan no podía venir a recogerlos, porque el confinamiento le había pillado en un viaje de negocios, fuera de Madrid. No es que ella hubiese creído su excusa, pero al principio, hasta le gustó. Los tres solo para ella. ¿Cuánto tiempo?, ¿un mes? Quizá más. Sin tener que pensar qué fin de semana le tocaban. Sin preparar bolsas de viaje ni estar pendiente de llevarles y recogerles. Los cuatro juntos. Todo el día. Pronto se dio cuenta de que la realidad no era tan idílica. Las tareas del mayor le ocupaban gran parte de la jornada y los dos pequeños no conseguían estar tranquilos más de una o dos horas al día.  Era cierto que en este tiempo raro, habían aumentado los besos, las caricias y las conversaciones. Que les conocía cada vez mejor. Que encontraban huecos para hablar de cosas que antes ni habían mencionado. Pero también estaba lo otro. Lo de la falta de intimidad. Su casa ya no era suya. Era sobre todo de ellos. Estaban por todas partes, en el dormitorio, en el baño, en los pasillos… Ellos y sus juguetes, esparcidos, como generales de guerra ansiosos por ganar territorio. No, no creyó que lo fuese a llevar tan mal. No creyó que echase de menos sus fines de semana. Esos, que los niños pasaban con su padre y en los que ella recuperaba su soledad y decidía qué hacer con sus horas.

Lo necesitaba. Lo necesitaba y, aunque no quería reconocerlo, lo sabía. De nada sirvieron las frases repetidas, como en un mantra, diciéndose que era por la tensión del momento. “¿Qué le voy a hacer? Si es que no puede ser peor la situación. ¿Cómo no voy a estar así, nerviosa, ansiosa, con todo lo que está pasando? Y me vendría tan bien para relajarme…” Las excusas estaban por todas partes, debajo de los cojines del sofá, en la pantalla, metidas en la trama de la última serie, en las rodajas de calabacín que se tostaban en la plancha… Pero ella sabía que no eran más que eso, excusas, y que la realidad era una que habría preferido no descubrir. Al final ella era como tantos otros. Igual. No había podido sobreponerse a la necesidad de las sensaciones fuertes. No había conseguido controlar la situación. Necesitaba su dosis, al menos, su dosis, si no más. Porque incluso había veces que pensaba en ir más allá y, aun con escalofríos, no le disgustaba la idea. Todo empezó como un juego. Con excusas, con el “esto lo dejo yo cuando quiera”; con la culpa apagada y la complacencia dispuesta al perdón. Y ahora… Lo echaba tanto de menos, que a veces creía que no iba a poder soportarlo.

Los niños por toda la casa, en cualquier lugar, escuchando sus conversaciones telefónicas, apareciendo por las noches en su cuarto, durmiendo con ella un día sí y otro también, por las pesadillas. Bajando a la compra, aun antes de que estuviese permitido (¿con quién los iba a dejar si no?) Llenándolo todo, ocupando todos los huecos de su día y de su mente. Todos menos el que escapaba sin quererlo para recordarle lo que no tenía. Lo que anhelaba.

Desde la cama, con Lucas, el pequeño, dormido junto a ella, le escribió:

  • Necesito algo más.-
  • Hoy no puede ser.- Le contestó.- Está complicado. Con lo de ayer tienes que arreglarte, al menos tres o cuatro días.-
  • No puedo. Ya no. Necesito más.-

Silencio. Ella percibió sus dudas varios pisos más abajo. Casi las oyó. Le habría gustado salir a la ventana y gritarle. Sin embargo, esperó. Él volvió a escribir.

  • Ahora no puedo. Hoy no. Mañana, a la misma hora, ¿ok? –
  • Vale – Contestó ella. Y se dio la vuelta en la cama, con una sonrisa.

 

Él también se dio la vuelta. Pero en el baño, que era el único lugar privado, el único reducto en el que, no siempre, podía conseguir algo de privacidad. Para escribir unos mensajes, para enviar unas fotos, para sonreír y no tener que dar explicaciones, para… ¡Uf! Se le estaba haciendo muy complicado pasar esos días. Nunca creyó que la convivencia pudiese robarle todos sus momentos, los que apenas valoraba antes, los que le proporcionaban su otra vida, la que su familia desconocía y que, para él, se había hecho fundamental.

Hasta que llegó el confinamiento no fue consciente de cuántas cosas hacía a diario para sí mismo. De cuánto ocultaba al resto, de cómo vivía en un doble relato que apenas se entretejía y que se desplegaba en dos planos paralelos que nunca llegaban a cruzarse.

Con la cuarentena llegó la convivencia obligada. Los momentos, muchos, comunes. Las conversaciones aparcadas. Las preguntas que siempre se evitaban. La intimidad forzada. Llegó su vida, la que no le acababa de gustar, la que él eligió, la que no se atrevía a romper. Con la cuarentena llegó la verdad y no le quedó más remedio que reducir al máximo su mentira.

Allí, con la pantalla parpadeando frente a él, era plenamente consciente de quién era, un profesor de química, un padre, un marido. Era una persona con una vida normal, aburridamente normal, que apenas se diferenciaba de las personas que estaban al otro lado de las paredes de su reclusión forzada. Era igual que el resto y, sin embargo… En él se escondía un secreto, un secreto a veces prosaico, otras efervescente. Un secreto que le hacía distinto y que le llevaba a vivir al borde del precipicio. Siempre. Desde que empezó.

“Mañana”, se dijo. “Tengo que despertarme antes, para buscarlo y dejarlo todo preparado. Porque durante el día no puedo. Están todo el rato pendientes de mí. No lo soporto. Ni a ella ni a los dos críos. Que parece mentira que no aprecien todo lo que yo he hecho por ellos. Si su madre apenas se ha preocupado. No le gustaba jugar. No tenía instinto. Los tuvo porque era lo que se esperaba de ella, porque todo el mundo tenía hijos. Pero no le gustaban. No le gustan. Y ahora, tantos años después, así me pagan las horas que le robé al sueño, la de tiempo que pasé jugando con ellos, llevándoles de acá para allá. No es justo, no lo es. Ahora se han aliado con ella. Como ya no me necesitan… Claro, ahora sí que mola su madre. Como no tiene que estar pendiente de ellos. Y me dan de lado. No ¿qué digo? Si me dieran de lado todavía, pero no, es peor, peor que eso, me vigilan, no me quitan ojo, y no me dejan hacer mi vida. ¿Qué más les dará a ellos lo que hago? Si no les molesto, si no se enteran. Al menos, no se enterarían si me dejasen en paz, si no estuviesen todo el rato espiando. Pero si se enterasen… Si se enterasen pondrían el grito en el cielo, seguro. Hipócritas… Como si ellos no hiciesen lo mismo, como si ellos estuviesen libres de pecado…”

 

Estaba a punto de dormirse cuando algo la sobresaltó. “No me lo creo. Otra vez” Y era verdad. El hilo. Y atado al fondo, un vaso ancho, de plástico, como de Burger, con su tapa y todo. “Pero bueno, esto es la leche. Voy a ver adónde va. Abrió la ventana, procurando no hacer ruido y asomó la cabeza, con cuidado. “A ver, a ver”, dijo, mirando cómo el artilugio seguía su camino ventanas abajo.

“Anda, si se ha parado en el tercero”. Una mano salió de la ventana y desató el vaso. No pudo verla bien. No sabría decir de quién era, aunque, casi con seguridad, era una mano masculina. “Bueno, por lo menos descartamos a la madre”. Pensó en la ubicación de las habitaciones. Era muy tarde, la una de la madrugada en su reloj. ¿Quién dormía en ese cuarto? Suponía que el padre no, ya que el dormitorio principal no era ese. ¿Daniel?, ¿Jorge? No pudo seguir pensando porque la mano volvió a aparecer, para atar nuevamente el vaso. Pero ahora no apareció sola. La acompañó una cara. Estaba oscuro, pero pudo verla. Se tapó la boca, asombrada. “Dios mío, es el padre.” La nueva posibilidad, ahora confirmada, la sorprendió. No lo había esperado. Ni siquiera en la comida, cuando su propio padre insistió sobre ello. “Muchas series ha visto. Pero mira, al final, llevaba razón. ¿Quién lo iba a decir? Con lo mosquita muerta que parece”.

Vio cómo el cordón empezaba a subir y una sensación extraña se apoderó de su estómago. Recordó los comentarios de sus amigos, su propia curiosidad. Recordó lo raro que le pareció que su vecina del quinto consumiese cualquier tipo de droga y se decidió. Justo cuando la última imagen pasó por sus ojos, vio el vaso, ya a su altura, a punto de perderse en la parte alta de la ventana. Y lo cogió. Notó como el cordón se tensaba. Alguien tiraba con fuerza. Quienquiera que fuera no se esperaba ese contratiempo. Lo desató con rapidez y dejó ir el cordón, que subió y desapareció enseguida. Notó un suspiro de decepción. Su vecina se había dado cuenta de que el paquete había desaparecido. Se retiró de la ventana y esperó, temiendo cualquier reacción. Pero no la hubo. Nadie dijo nada. Ni su vecino del tercero, que había colocado algo dentro del vaso que ahora ella tenía en sus manos. Ni su vecina del quinto, que lo estaba esperando, fuese lo que fuese, y que ya no lo tendría.

Contuvo la respiración y, cuando la soltó, pasados unos minutos, se dio cuenta de que tenía el vaso agarrado. Nerviosa, se dispuso a adivinar su contenido. ¿Sería costo, cocaína…?, ¿qué iba a hacer con lo que fuese? No lo sabía. Abrió la tapa y vio algo extraño. No supo muy bien qué era. Metió la mano y extrajo algo con forma rectangular y una nota doblada. ¿Qué era eso? Sin duda alguna, no parecía un paquete con ningún tipo de sustancia. Era algo sólido. Encendió la lamparita de su mesilla y lo miró a la luz. Era una cinta de cassette. Lo sabía por las imágenes de la televisión, no porque hubiese visto una con anterioridad. La miró y leyó lo que estaba escrito, a mano, en letra mayúscula. “Verano 1986”. No entendía nada. ¿Qué hacía esto en el vaso? Y, sobre todo, ¿por qué se lo pasaban sus vecinos de ese modo clandestino? Abrió la nota. Empezaba a sentirse mal. No era lo mismo interceptar un intercambio de droga que un mensaje personal, aunque fuese incapaz de entenderlo. Aun así, la leyó: “Espero que te guste tanto como la de antes de ayer. No puedo dejar de recordar los momentos que hemos pasado juntos, oyendo estas canciones.” ¿Qué significaba eso?, ¿qué quería decir?, ¿por qué sus vecinos se pasaban canciones como si fuesen contrabando? ¿Por qué no hablaban abiertamente, o por teléfono? No entendía nada. Una certeza se abrió paso en su cabeza: estaban liados, la vecina del quinto y el vecino del tercero, estaban liados. Pero, ¿por qué se pasaban por la ventana notitas y cintas, como si fuesen dos quinceañeros de hace veinte años? No entendía nada. La gente cada vez estaba más loca. ¿Y ahora?, ¿qué iba a hacer ella cuándo los viese en la calle, o en el portal? Porque ellos sabían que sabía. No podía ser de otro modo. Era la única persona que había entre los dos pisos. La única. La que había interceptado sus mensajes. La que conocía su secreto.

 

  • No lo entiendo. Lo ha cogido.- Le escribió por WhatsApp.
  • ¿Quién?
  • La hija, la del cuarto.
  • ¿Y eso?
  • No tengo ni idea. ¿Por qué lo habrá hecho?
  • Curiosidad, supongo.
  • ¿Y ahora?
  • Ahora, ¿qué?
  • ¿Qué vamos a hacer?
  • Pues nada, ¿qué quieres que hagamos? Esperar. Como llevamos haciendo este mes y medio.
  • Joder, me da mucha rabia. Con lo que me gusta escuchar las canciones.
  • Te las paso por audio si quieres.
  • Ya sabes que no es lo mismo.
  • Ya, pero…
  • ¿Mañana sales a correr?
  • Sí, a las ocho. Como te dije. Pero no te aseguro que Lola no venga.
  • Pues entonces paso.

Y dejó el móvil en la mesilla. Le daba rabia. Y no eran celos, que conste. No sentía celos. No podía sentirlos, porque realmente, él nunca le había importado. Al menos, no lo suficiente.

Estaba bien verle de vez en cuando. Compartir comentarios, besos, sentir la fuerza de su abrazo, el roce de sus dedos recorriendo su cuerpo, el temblor de otra piel mezclada con la suya… Pero de ahí a sentir celos. Nunca los había sentido. Ni siquiera cuando se encontraba a su mujer en el ascensor. Y eso que no se creía las frases manidas que Antonio le contaba. Que si estaban muy mal. Que si solo seguían juntos por los niños. Que si cualquier día de estos daba el paso. A ella eso le daba igual. No quería pasos. Le gustaban las cosas como estaban. Ella en su casa y él en la suya. Con familia o sin ella. ¿Qué mas daba? Al fin y al cabo era solo un modo de pasar el rato. No lo necesitaba. No estaba enganchada. Lo podía dejar en cuanto quisiera.

Hasta que las cosas cambiaron. Y no se volvió a encontrar con su mujer en el ascensor, ni en la escalera. No se volvió a encontrar tampoco con él. Ni sintió sus manos repintando su silueta. Ni el sabor de su piel en sus labios. Hasta que empezó a notar su ausencia. A contar las horas para volver a escribirle. A esperar sus respuestas en la noche, cuando todos se acostaban y él se metía en el baño para no despertarles. Y supo que le necesitaba. Que esta vez sí. Que no podía dejarlo, aunque quería. Que esperaba sus citas, sus encuentros. Y no solo para llenar su memoria de sensaciones y compararlas con los recuerdos de entonces. Que echaba de menos algo más. Echaba de menos su conversación, lo que ambos revivían cuando escuchaban esa música que él grabó de la radio en su juventud. Esa que etiquetaba con el rotulador negro de punta gorda y que condensaba los momentos en los que la vida parecía inabarcable, en los que el futuro era tan grande que todo cabía en él, todo. Incluso ellos dos, como pensaron que serían y como no fueron nunca. Juntos y con otros. Con sus recuerdos enredados en la vida que tuvieron y en las ilusiones que explotaron con los años. Con las emociones encerradas en una cinta que esperaba a medio camino, entre su casa y la de él, con la música dormida en el plástico que guardaba su memoria y sus anhelos. Con un pasado juntos que ni fue único ni condicionó su futuro, el que construyó cada uno por su lado. Pero que fue suyo. Como las sensaciones, como los recuerdos, como las canciones y las ausencias. Como hoy.

2 comentarios en “#relato New deal #retratosdelconfinamiento

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