#Relato Pintando el futuro

Un nuevo #relato del cielo-pueblo. A este paso, va a estar más concurrido que el pueblo real… A los que no sepáis de qué estoy hablando, os invito a leer «Beatriz en el país de la eternidad», «El día de la madre», «El reencuentro» y «El cielo de Infantes» .

Te costó llegar, al menos llegar hasta tu destino final. Cuando abriste los ojos aun no estabas allí. Intentaste volver a cerrarlos y te dejaste llevar, volver a esos sonidos familiares – las voces, los pitidos rítmicos… -, a las luces artificiales que se colaban por las rendijas de tu sueño, de tu recuerdo. Pero no podías, no podías y te rendiste a tu suerte. Abriste los ojos. La sensación era rara, no mala, solo rara, como de levedad, como si flotases. Y así estuviste un tiempo. O no. ¿Fue mucho? No sabrías decirlo. No sabías, siquiera, si lo estabas pensando. Sensaciones, muchas, distintas. Y también su ausencia.

Y ahora estabas allí otra vez, ¿cuánto tiempo hacía? Pero no, nuevamente la pregunta no era correcta. El tiempo y el espacio se mezclaban en tu mente, en tus recuerdos; se mezclaban allí, dondequiera que fuera que estabas. La ausencia de sonidos, las calles tan familiares… las de tu infancia, las piedras rojizas cuyas formas se dibujaban de un modo extraño. Imágenes que iban y venían.

Alargaste la mano, intentando tocar los contornos y te sorprendiste. ¡Tu mano!, ¿era realmente la misma? Ya ni recordabas cuándo había sido así, tersa, sin manchas, sin las venas que se marcaban. Tus manos jóvenes, ¿y tú? Levantaste la vista, que se detuvo en el cristal frente a ti, un cristal que te devolvió un reflejo: el tuyo. Te costó reconocerlo. Eras tú. Como habías sido, ¿cuándo?, ¿hace sesenta años?, quizá más… La sorpresa no duró porque otra vino a sustituirla. Al intentar moverte descubriste que podías hacerlo. Andabas. Andabas sin problemas, con agilidad. Ni recordabas esa sensación. La levedad y la alegría te envolvieron como el sonido amortiguado de ese nuevo lugar en el que estabas, de ese pueblo que conocías y al mismo tiempo era otro.

Viste gente a tu alrededor. Personas que te resultaban conocidas y otras que no. Pero envuelta en tu extrañeza rehusarte hablar con ellas. No querías. Todavía no. Si lo hacías, te ocurría lo de siempre: hilarías una cosa con otra y acabarías llegando tarde. ¿Tarde?, pero ¿adónde ibas? Y ¿cuándo? Una idea comenzó a abrirse paso en tu mente. Estabas allí, nuevamente y, al mismo tiempo, sabías que el lugar no era el mismo. Estabas en tu pueblo. Un pueblo igual y distinto. Un pueblo rodeado de esa tranquilidad densa que, contradictoriamente, te llevaba como en volandas.

Sin saberlo lo sabías. Si hubieras leído las historias que escribía tu sobrina, si hubieras visto aquel capítulo de Black Mirror, que hablaba de San Junípero, quizá hubieses estado más segura. Pero no, no lo habías hecho y, para ti, esa sensación se parecía más a lo que esperabas cuando te recluías en tu cuartito, pintando; cuando hablabas con tu fray Leopoldo; esa sensación de paz, de recogimiento que te envolvía cuando te entregabas a tu fe.

A pesar de la sorpresa inicial empezabas a aceptar tu extraña situación. Viste, a lo lejos, la imagen de la torre de la iglesia y recordaste algo. La torre, la misma torre, que presidía el salón de tu casa. Recordaste sus contornos, los que habías pintado hacía años y la miraste. Te pareció que algunas líneas no eran del todo correctas y te sorprendió la sensación. Sin pensarlo, estiraste la mano y, como en un truco de magia, viste aparecer el pincel al final. Lo moviste, en un acorde ensayado, como lo habías hecho tantas otras veces… Y viste aparecer los contornos esperados, corregidos, el cuadro de tu entorno mejorado por ti.

Tus manos… Las miraste y te sorprendió de nuevo su aspecto. Ellas te habían ayudado tanto… Manos que cortaron racimos en la vendimia, que limpiaron suelos y aliñaron guisos; manos que acariciaron, que sostuvieron; manos que habían cosido los escenarios de tu pasado y habían delineado sus contornos, coloreando tu vida y la de los tuyos. Tus manos… otra vez jóvenes, como tú.

¿Sería esto la eternidad? Y si lo era, ¿estaba totalmente separada de lo que habías sido? Todavía recordabas las voces de ellos como si estuviesen junto a ti: tu familia. Querías decirles algo, hacerles ver que estabas bien, pero ¿cómo?

De pronto un trueno rompió el extraño silencio y se desató una lluvia que te empapó sin que apenas te dieras cuenta. Te asustaban las tormentas, pero esta, por algún motivo, te dejó tranquila, muy tranquila. Le viste aparecer por la calle hacia ti y le preguntaste:

“¿Cómo hago para hablarles?”, era tu cuñado. No tardaste en darte cuenta de que no iba solo, llegaba con tu hermano y, antes de que te contestasen, lo supiste.

Volviste a estirar la mano derecha y apareció el pincel en ella. Y, al mismo tiempo, sobre tu otra mano, la izquierda, apareció una tela fina, de flores, un crepe de seda que se escurría en tus dedos y que sirvió para que mojaras el pincel en sus tonos. Y con todos los colores de la que había sido tu vida, pintaste un arcoiris sobre el fondo de la imagen de la plaza, que viajó a través de la lluvia hasta ellos.

Y allí sigues, cosiendo las flores y pintando los colores que alumbran nuestras vidas.

2 comentarios en “#Relato Pintando el futuro

  1. Pepa, me gusta todo lo que escribes, pero este relato Pintando el futuro dedicado a tu tía Hipólita me ha emocionado. Yo que la conocí cuando Antonio y yo éramos niños, he sentido su pérdida como si fuera de mi propia familia. El afecto era mutuo. A mí me llamaba Juanito y me agradaba, porque lo hacía con un cariño que yo percibía y que yo intentaba corresponder. Sus manos primorosas, fueron perdiendo facultades por la ley natural, pero tú has sabido darles vida y recuperarlas para la eternidad. Te acompaño en el sentimiento, a ti también. Un abrazo. Juan

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