#relato Versión original

Siguiendo con la continuación de los #retratosdelconfinamiento, os dejo la segunda parte de New Deal. Espero que os guste.


 

Era realmente incómodo. Encontrarse en el ascensor con Antonio era muy incómodo.

Con él, el trayecto hasta el tercero se hacía interminable, Mirando al frente, a la pared, como si hubiese algo que le impidiese apartar los ojos, o clavando la vista en el móvil, empeñada en descifrar un mensaje inexistente. Cualquier cosa con tal de evitar el contacto. Sólo un “buenos días” o un “buenas tardes”, apagado, como musitado entre dientes y luego el silencio. Nada de “¡qué frío hace hoy!”, o “si es que es invierno, es lo que toca”. Nada. A los dos les habría sonado forzado. Por eso contaban los segundos, pensando que el ascensor iba demasiado lento. Haciendo como que no notaban el cuerpo del otro, tan cerca.

Si es que lo sabía. Sonia lo supo desde el principio. Que era un error. Que no podía salir bien porque era un camino que no llevaba a ninguna parte. Y mucho pensar que ella era distinta, que podía con todo, que no le daba importancia, que no se iba a enganchar. Que ella, emocionalmente, no le necesitaba. Mucho pensar, pero luego… Luego vino el confinamiento y ya no hubo manera. Ella no se enganchó. Al menos no mucho. Pero él… Él pasó por todos los estadios, por todas las estaciones del cuelgue sentimental. Como si siguiese al pie de la letra las recomendaciones de un libro que indicase lo que no había que hacer.

Sonia lo pensaba y le entraban, de nuevo, los agobios. Porque le había costado. Le había costado mucho romper con Antonio. Y no porque ella no lo tuviese claro, que lo tuvo prácticamente desde que se pudo salir de casa, desde que se restituyó la normalidad de las semanas alternas con su ex y volvieron los abrazos furtivos, los besos que traían el sabor del recuerdo y las tardes envueltas en música y memorias de sus veinte años. Memorias que contrastaban con la realidad. Pero él no lo veía. Antonio no lo veía, o no lo quería ver y cada vez se volvía más exigente, cada vez reclamaba más y más, en un tiempo y en un espacio que Sonia acababa de recuperar después de la saturación de la convivencia con sus tres hijos, durante el confinamiento, y que no estaba dispuesta a compartir de nuevo con nadie.

Tanto empeño puso Antonio, que a punto estuvo de malograr los recuerdos de la otra vez, de su juventud, de esa relación previa que compartían y que, en la memoria de Sonia, empezaba a empequeñecerse, a hacerse menos presente y más prescindible, como un papel ajado que comenzaba a mojarse, empapado en la tormenta del presente que todo lo llenaba y que desdibujaba los contornos y los significados.

El mundo no se acabó, como llegaron a pensar en aquellos días de la primavera de 2020, cuando la imposibilidad de verse acentuó la sensación de ausencia, la necesidad de hablar, de intercambiar mensajes, de sentirse juntos a pesar de que les separaban dos pisos… Dos pisos y sus familias. Las que se hicieron omnipresentes en esos meses y que ahora habían recuperado, poco a poco, su sitio. Ese cómodo estar que Sonia valoraba y que Antonio parecía poner en peligro con cada aparición.

El mundo no se acabó, pero Antonio no pareció darse cuenta. Antonio y su insistencia. Antonio y su aire de sabelotodo, de perdonavidas. Tan distinto al de sus veinte años. Nada quedaba del Antonio apocado. El que se sonrojaba al hablarle. El joven larguirucho que la conquistó con su humor, con sus atenciones, con su tono de voz varias décimas por debajo del de los demás, con su música y sus casetes en la radio portátil del coche de su padre.

El Antonio actual era tan distinto… Y ya no por el físico – esa calvicie a trozos, disimulada con un corte al cero -; ese nuevo cuerpo que parecía haber rotado la imagen a la izquierda – como si de una foto se tratase – y era más bajo y más ancho de lo que recordaba; esas ropas de marca que habían transformado el aire bohemio que tuvo a sus veinte. No, ése no era el gran cambio. El gran cambio eran sus comentarios hirientes, inapropiados, tan lejos del sentido del humor que le hizo tan especial en su día. El gran cambio era su actitud de merecerlo todo y que todo se le debía. El gran cambio era la arrogancia, su nulo interés por lo que los otros pensaban o sentían. El gran cambio era él.

Y Sonia no estaba dispuesta. No, no lo estaba. Bastante le había costado recuperar su vida, después del divorcio, como para perderla ahora con esa versión estropeada del Antonio de su juventud.

Por eso rompió. Pero le costó. Le costó que él lo entendiese, que lo asumiera. Que dejase de enviarle mensajes a diario. Que no la esperase, como distraído en la escalera, cuando llegaba para coger el ascensor. Que no se topasen en el super, entre estante y estante, él disimulando y haciendo ver que era casual.

Y fue entonces cuando Antonio se hizo una presencia constante. Casi más que cuando estaban juntos. Ella ya no sabía cómo deshacerse de él. Incluso llegó a pensar en cambiarse de piso. Pero de eso ni hablar. Cambiarse no era una opción. Ésa era su casa, la que tanto le había costado conseguir. La que seguía pagando, no sin esfuerzo. Y no iba a dejarla sólo porque se encontrase un día sí y otro también con él. Durante un tiempo acarició la posibilidad de que fuese Antonio el que abandonase el bloque. Fue cuando él se divorció. Entonces ella pensó que se iría. Que buscaría otra casa y su mujer y sus hijos serían los que se quedasen dos pisos más abajo.

Pero no fue así. Fue él el que se quedó. Y, ya sin su familia, las cosas no mejoraron.

“¡Que hartita estoy de él!”. Se dijo, mientras dejaba las bolsas sobre la mesa de la cocina. Notó la vibración del teléfono y consultó la pantalla. “Vaya. Otra. Otra pesada, ¿qué querrá ahora?”. Era Macarena, su antigua jefa. Abrió el mensaje y lo leyó. “¡Puf! Y a ver qué le digo yo ahora a ésta. Si es que soy tonta”. Porque podía haberse callado. No escribirle. Hacer como que no sabía nada. Pero decidió ser amable. Cuando se enteró de que la habían despedido de su nuevo trabajo, pensó que no pasaba nada por ser buena persona y mandarle un mensaje diciéndole que lo sentía. Aunque, bien visto, ni lo sentía ni nada. A ella, hacía mucho tiempo que Macarena le daba igual, que le era indiferente. Y, si tenía que bucear en sus sentimientos para ver qué le inspiraba, tenía que reconocer que, más que sentir su situación, se alegraba. Porque, si alguien se merecía que la despidiesen era Macarena. ¡Qué persona más insoportable! Encima no hacía nada, no sabía hacer nada por sí misma. Necesitaba un ejército de gente a su servicio. Y si al menos tratase bien a su equipo… Pero eso, precisamente, era lo que peor hacía. No sabía. Sólo daba órdenes, órdenes concretas, sin aportar contexto, órdenes contradictorias, porque se perdía en sus inseguridades, órdenes a veces imposibles, empeñada en conseguir cosas que era incapaz de entender. Órdenes, órdenes, órdenes. ¿Y qué decir de su ansia por colgarse medallas?, las de su equipo, las del equipo de al lado, las de cualquiera que fuese tan incauto como para confiar en ella. Macarena y sus discursos ininteligibles, plagados de palabras que quedaban bien y que soltaba aquí y allá, queriendo dar a su conversación un aire intelectual, de entendida, que quedaba muy lejos de ser real. Macarena dejando caer nombres de personas conocidas, relevantes en su profesión, sugiriendo que eran amigos, compañeros, contactos a los que ella podía recurrir en cualquier momento. Macarena estirando su ropa de marca y con el maquillaje siempre impecable, sobre unos tacones imposibles que se empeñaba en decir que eran comodísimos. Sólo pensar en ella le daba escalofríos.

Sonia fue la única que no testificó en su contra cuando le abrieron el expediente por la denuncia de acoso laboral. La única del equipo que no tuvo el valor de decir la verdad. Se avergonzaba de ello. Porque todo lo que alegaron sus compañeros era cierto. Y ella lo sabía. Pero no quiso meterse en líos. Total, si con lo que habían testificado los demás seguro que había bastante. Ella dijo que no había visto nada, que no recordaba ninguno de esos momentos. No dijo que fueran falsos. Tampoco ciertos.

Y al final tuvo razón. Hubo bastante con lo que los demás aportaron. Y la despidieron. Y desde entonces, desde que Macarena ya no estaba en su empresa, Sonia estaba más tranquila. Esa parte de su vida era más relajada, más apetecible. La otra… bueno, cuando no se topaba con Antonio, la otra también lo era.

Pero siguió sabiendo de ella. Por Patricia, que se enteraba de todo. Y también por la propia Macarena, que creía que la falta de valentía de Sonia era una señal de que la apoyaba, de que no creía lo que decían los demás. Y así supo que había entrado en una empresa de la competencia, gracias a uno de esos nombres, de esos contactos tan importantes que mencionaba sin parar como si fuesen amigos íntimos. Y también supo – hacía de eso dos semanas – que, como había pasado previamente en la empresa de Sonia, la habían despedido nuevamente. Fíjate tú qué casualidad, por el mismo motivo. Y aunque no tenía ninguna necesidad de hacerlo, aunque realmente no le importaba, sin saber por qué, le puso un mensaje. Un mensaje aséptico pero amable. Un mensaje, al fin y al cabo. Quizá es que Macarena no había recibido muchos. Porque contestó. Acababa de contestarle. Mientras ella aún no había colocado la compra. Y le proponía que se viesen.

“Joder, si es que no me apetece. Y soy tan boba que no voy a ser capaz de decírselo”. Porque ése era uno de los problemas de Sonia. Que le costaba decir que no. Le costaba contrariar a los demás. Por eso tardaba tanto en resolver sus conflictos. Y, como sin quererlo, se vio a sí misma, escribiendo a Macarena. “Le propondré que venga hasta aquí. Seguro que dice que no. Está lejísimo de su superchalet en Aravaca”. Pero dijo que sí. Y ya no hubo manera de que Sonia estuviese tranquila en toda la tarde. Habían quedado a las nueve y pasó esas siete horas culpándose y recriminándose por ser tan floja, por no ser capaz de decir lo que pensaba, por querer agradar siempre, por ponerse en segundo lugar.

“Y a ver de qué hablo yo con esta tía” iba diciéndose mientras andaba hacia el restaurante en el que había quedado con Macarena. “Porque hace más de un año que no la veo. Y antes tampoco es que fuésemos las mejores amigas, la verdad. Si apenas me miraba a la cara. Sólo para darme instrucciones. Sólo para recriminarme lo que hacía mal. Pero, ¿por qué he quedado yo con esta mujer?, ¿qué necesidad tengo? Lo único que va a hacer es hablar mal de todo el mundo. Que es lo que más le gusta. Decir qué mal hacen las cosas los demás. Si es que soy boba. ¿Por qué no le habré dicho que no?”, se repetía una y otra vez.

La vio sentada en la mesa de la esquina. “Ahí la tengo. Sigue igual, la tía. Si parece que lleva la máscara de Tutankamon, de lo que le brilla la cara con el maquillaje.” Se dirigió hacia ella y la vio sonreír, con ese gesto falso, tan suyo. “La última vez que la vi iba con mascarilla”, recordó, “y hay que reconocer que le sentaba mejor tener media cara tapada. La sonrisa no es su mayor atractivo. Y no sé si tiene más que ver con su falta de sinceridad o con que tiene la boca y los dientes demasiado grandes, y parece que no puede mantenerla cerrada del todo”. Macarena se puso de pie y Sonia recordó, al verla, que aun con los tacones que llevaba (que debían rozar los doce centímetros y eran de esa marca tan cara de la que no recordaba el nombre) no le llegaba al hombro. Era una persona menuda, que parecía sobrepuesta en un escenario, con el aire de no ser de allí y el gesto de rechazo que se traslucía en la sonrisa que mantenía congelada desde que la vio entrar.

Se sentaron y ambas hilaron varias conversaciones de compromiso. Que si parece que el fin de semana ya va a hacer de nuevo calor. Que si, ¿has encontrado bien el restaurante?. Que si, cuánto tiempo que no nos veíamos. Y así hasta que ambas se quedaron calladas. Como si se hubiese hecho evidente que nada compartían. El camarero las salvó del silencio y, mientras pedían las bebidas, Sonia volvió la cabeza hasta la cristalera de la puerta y le vio entrar. Era Antonio.

“Lo que me faltaba. No tengo bastante con una, que viene el otro”. Él se dirigió a la barra. Parecía que iba a encargar algo. “Comida para llevar”, se dijo Sonia. Un murmullo le llegó desde donde estaba Macarena. “¿Qué está diciendo? La verdad es que me he desconectado hace un rato. Pero creo que no espera que hable. Se está escuchando a ella misma. Cómo le gusta”. La miró y la recordó tiempo atrás. Cuando todos los días al despertar deseaba volver a dormirse porque sabía que iba a verla, que iba a coincidir con ella en el trabajo y no iba a poder soportarlo. Cuando contaba las horas que quedaban para salir, con vehemencia, obsesivamente, con desesperación. Notó cómo su voz le traía recuerdos. Recuerdos desagradables. ¿Por qué había quedado con esa mujer? Miró hacia la barra y su mirada se cruzó con la de Antonio. Sin saber por qué, le hizo un gesto con la mano. Él se sorprendió. Dudó, pero, al final, se decidió a acercarse.

  • Hola, te presento a mi amiga Macarena.- Dijo Sonia, en un tono demasiado alegre, en cuanto él estuvo suficientemente cerca.
  • Macarena, éste es Antonio.

Una vez hechas las presentaciones y antes de que el efecto sorpresa se pasase, Sonia sugirió:

  • ¿Por qué no te sientas con nosotras? – La cara de Antonio era la imagen de la duda, ¿a qué venía esa invitación? Si hacía meses que no se dirigían la palabra. Sonia se sobrepuso a su propia sorpresa por lo que estaba haciendo e insistió.- Venga, si ibas a cenar solo en casa – Dijo señalando la barra. Antonio miró hacia atrás y, sin llegar a entender bien qué estaba pasando, aceptó.
  • Macarena trabajó conmigo. Era mi jefa.- Puntualizó Sonia.
  • Bueno, tampoco era eso. Éramos más como unas compañeras.- Dijo Macarena, con un tono que a Sonia le pareció nuevo.

Y oyendo esa voz – la misma de antes, pero distinta – se fue desconectando nuevamente, con la mirada perdida.

Habrían pasado unos diez minutos cuando la conversación empezó a decaer. Sonia dejó de oír el murmullo que le anunciaba que podía seguir en su mundo, que no la necesitaban. Milagrosamente, volvió a aparecer el camarero con las bebidas y tomó nota de los platos. Fue el momento que ella eligió para ir al baño.

Apoyada con las dos manos en el lavabo, se recriminaba por haberse metido en ese embrollo. “¿Qué hago yo aquí? Si es que soy una floja. Y encima con los dos. Si no aguanto a ninguno. Ambos representan lo que más me ha agobiado a lo largo de mi vida. Si con Antonio ya no podía más, lo de Macarena fue tremendo. Cuántos días llorando en el baño. Cuántos domingos vomitando por la noche, solo de pensar en volver a verla el lunes. Soy una idiota. ¿Por qué he quedado con ella?, ¿y por qué le he dicho a Antonio que cene con nosotras? Madre mía, si pudiera borrarlo, si pudiera salir e ir directamente a mi casa. Sin verles, sin hablarles, sin tener que enfrentarme a ellos. Si sólo pudiera irme…”

Pensó en quedarse en el baño. En no salir. Ellos se irían. Se cansarían y se irían. O no. Y Macarena entraría a buscarla, pensando que quizá le había pasado algo. No, no podía quedarse allí. Tenía que hacerlo. Tendría que enfrentarse. Volver a la mesa. Decir algo… Levantó los ojos y se miró en el espejo. El gesto desencajado, la cara pálida. “Tengo que ser capaz. Capaz de decir lo que siento. No tengo por qué aguantarme. No tengo por qué hacer nada que no me apetece”. Y, resuelta, salió del baño. Los vio a lo lejos, a los dos, sentados uno frente a otro, en animada conversación. Por los gestos de Antonio (que conocía tan bien) adivinó que estaba relajado. Unas risas algo más altas de lo normal. Miró a Macarena. Su sonrisa parecía ahora distinta, como si no le sobrasen dientes, como si todos hubiesen logrado encajar, por fin, en su boca, que sonreía, ahora sí, sin artificio. Sonia se dirigió a la mesa.

  • Me tengo que ir.- Dijo. Mientras recogía su bolso y su abrigo de la silla. Esperó la reacción de Macarena y Antonio.
  • ¿Tan pronto? – Preguntó Macarena.
  • ¿Te pasa algo? – Se interesó Antonio.
  • Sí. Perdonad. No me encuentro muy bien.- Dijo, odiándose por no ser sincera. ¿O lo era? Porque estar con ellos le producía tal rechazo que, realmente, le dolía el estómago. Quizá no estaba mintiendo. Al menos, no del todo.
  • Vaya, cuánto lo siento. – Dijeron, casi al unísono. Parecían confundidos, pero ninguno intentó retenerla.
  • Cuídate.- Agregó Macarena.

Sonia salió al aire fresco de la noche y se dejó llevar calle abajo, sintiendo como su pelo volaba, enredándose por el viento y sus mejillas empezaban a enfriarse. Aspiró fuerte y empezó a soltar el aire poco a poco, intentando controlar su respiración, como si de un ritual de limpieza interior se tratase. Huir. Huir de ahí.

Se sentía algo mejor, sin la obligación de compartir su tiempo con ellos. Un pensamiento pasó por su mente. “Son tal para cual. No recomendaría a ninguno de ellos como compañía para una cena a ningún amigo. Pero … ellos no son mis amigos”.

Y mientras lo pensaba se cruzó con la vecina del cuarto, con la hija. Se saludaron y Sonia recordó, de pronto, los días del confinamiento. La angustia, la sensación de soledad por no poder ver a ningún adulto y, al mismo tiempo, la sensación de falta de soledad, por tener a sus tres hijos con ella día y noche, invadiendo todos los espacios, enseñoreándose de la casa. Fue entonces cuando pensó que quizá su relación con Antonio podía ser algo más que un reflejo del recuerdo; cuando echó de menos sus manos y sus besos, sin saber muy bien si eran los de hace años o los de ahora. Fue entonces cuando la música de las casetes que compartían la llevaba a su juventud y conseguía que se olvidase, por unos momentos, de sus hijos y sus pesadillas, de sus hijos y sus juguetes esparcidos por toda la casa, de su soledad y de sus miedos. La memoria jugaba con ella y mezclaba recuerdos de sus veinte años con las noches en vela de 2020, esperando el regalo secreto que subía atado del tercero al quinto.

Recordó ese tiempo y recordó también sus sensaciones. La música volvió a ella y jugó con el viento que echaba su pelo hacia atrás. Empezó a tararear. Y decidió resucitar el recuerdo. Volver a poner ese primer amor en el sitio que le correspondía. Restaurar su tinta mojada, para hacerlo de nuevo legible. No se merecía acabar así. No se merecía acabar opacado por el impresentable del Antonio actual.

La piel recién descubierta, que temblaba levemente al contacto del otro. Las palabras susurradas como caricias, que construían un mundo aparte, en el que solo vivían ellos dos. Las risas por todo, risas enredadas, risas compartidas, risas que no cesaban. Cerró los ojos para recordar mejor. Y la música de los casetes de Antonio la acompañó en su ensoñación. No. Esos recuerdos no se merecían lo que estaba pasando. Había que recuperarlos. Volver a pensar en ellos con cariño, con la media sonrisa que había perdido desde que su vecino se empeñó en hacerse omnipresente. Y para eso, ¿qué mejor que volver a la versión original? Y, sonriendo, alcanzó a su vecina.

  • ¿La tienes? – le preguntó. – ¿Tienes aún la cinta? –

Ella hizo un primer gesto de sorpresa. Pero enseguida cambió. Como si no hubiera pasado el tiempo. Como si los tres años que separaban ese momento del pase furtivo entre las ventanas del tercero y el quinto se hubiesen esfumado.

  • Sí. La tengo. – Y le guiñó un ojo en señal de complicidad.- Estaba esperando que alguno de vosotros me la pidiese. Mañana te la subo.-

 

 

 

 

4 comentarios en “#relato Versión original

  1. Uy el confinamiento. Ya no fuimos los que éramos antes. Personaje protagonista frágil e inseguro. Me parece un relato muy bueno, arrastrando dudas y miedos a doquier. Me ha gustado mucho

  2. Las situaciones de tus personajes transmiten el pesimismo colectivo de aquellos meses interminables de pandemia. Me ha gustado mucho.

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