Algo se cayó cuando María revolvía en el cajón de la cómoda, buscando las pastillas. Una caja. Una pequeña caja de joyería. Supuso que sería de su madre y, antes de volver a dejarla en su lugar, no puedo evitar abrirla.
No era una joya. O sí, depende de cómo se mirase. Pero lo que estaba claro era que no pertenecía a su madre. Era una condecoración. La condecoración que le dieron a su padre cuando cumplió veinticinco años de trabajo en la empresa. Echó la vista atrás y casi pudo ver las imágenes de entonces, con su padre orgulloso y su madre aun más.
Nervios que se sienten en el ambiente. Él mirándose y remirándose en el espejo. Luchando con la gomina y con el mechón que no logra controlar. Poniéndose algo que brilla en el ojal de la americana. La americana del traje. El único que tiene entonces. Ella colocándole el nudo de la corbata, justo después de ajustarse los pendientes buenos, los que ha heredado de la abuela. Recuerda todo eso y recuerda también el vestido de nido de abeja que María odiaba y su madre se empeñaba en ponerle para cada ocasión de fiesta. Como la condecoración. Se sorprendió mirando el pin. Porque eso es lo que era. Un pin. Aunque le diesen ese nombre rimbombante, “la condecoración”. Aunque se reservase solo para lucirlo en las fiestas, como los pendientes de la abuela, como el vestido de nido de abeja…
La cogió y la observó de cerca. ¿Era de oro? No creía. De plata bañada, quizá. El nombre de la empresa grabado. También el número veinticinco. Si cerraba las compuertas de la memoria y la miraba con objetividad, era fea. Bastante fea. Sin embargo, cuando dejaba que la marea de los recuerdos cubriese su capacidad de crítica, volvía a verla como lo que fue en su infancia, como lo que representó para su padre: un símbolo de reconocimiento. Un motivo de orgullo, que se guardaba como una joya y se lucía en las ocasiones.
La condecoración. María sabía muy bien de dónde le venía el nombre. Y lo sabía porque ella fue la encargada de cambiarlo, cuando, hacía ya unos años, su empresa, la misma en la que trabajó su padre, le encargó renovar los regalos de reconocimiento a los empleados por los veinticinco años de servicio.
Como ahora, llamarle “la condecoración” le había parecido ostentoso, desproporcionado en relación con ese pin desvaído y con lo que significaba. Con esas formas tan pasadas de moda y ese baño en oro (¿era realmente un baño?) que quería parecer lo que no era.
Ella lo cambió. Optó por algo más moderno, más acorde con los nuevos tiempos y con el renovado espíritu de la Compañía. La suya y la que fue de su padre, tan orgulloso de que su hija trabajase también allí, aunque fuese en algo que él no sabía ni pronunciar. Porque a ver qué tendría que ver eso que hacía con lo que había estudiado. Con lo orgulloso que estaba él de que hubiese decidido hacer Derecho. La primera abogada de la familia. Y luego resulta que, cuando acaba la carrera, dice que no, que no le gusta ejercer y empieza a estudiar otras cosas, que si marketing o qué se yo, que a ver qué tendría que ver eso con las leyes. Pero al final no le fue tan mal y para algo le serviría, que acabó entrando en la misma empresa en la que él había estado casi toda su vida.
Menos mal que ya se había prejubilado cuando a María le tocó cambiar la condecoración. Porque no lo habría entendido. Y se habría enfadado. Mucho. María optó por algo útil, una memoria USB con un diseño moderno, que tenía el último logo de la Compañía, el que había hecho un diseñador famoso, que iba de tertulia en tertulia por las televisiones. Y para conectar con el lado emocional, la memoria llevaba grabado un vídeo con imágenes y canciones de la historia de la empresa. El nombre también lo cambió. Lo de la condecoración sonaba a rancio y a ejército. Se llamó “reconocimiento al compromiso”.
Antes de guardarla en su caja, una idea cruzó por su cabeza. Miró el pin, que aun conservaba en su mano y se lo puso en la solapa. En la de su vestido camisero. Un vestido de diario, de oficina. Uno más entre los muchos que abarrotaban su armario. Nada que ver con la americana del único traje de su padre. El que se guardaba para las ocasiones, el que su madre arreglaba una y otra vez. Se miró en el espejo de la cómoda, como hizo su padre más de treinta años atrás, y su imagen se superpuso a la suya en el reflejo. El mechón rebelde, de pelo negro, que no conseguía dominar. Su cuerpo grande en contraste con el de María, en eterna dieta. Su mirada de orgullo viendo la condecoración en su solapa.
Definitivamente la condecoración era fea. A María le quedaba fatal. Pero puesta ahí, sobre el lino gris, le hacía entender el porqué del nombre y del orgullo que despertaba en su padre. Su memoria USB no se podía exhibir. No era un símbolo. No se podía llevar en la solapa. Era un reconocimiento, sí, pero un reconocimiento casi privado, al que prácticamente ya nadie accedía. ¿Quién trabajaba más de veinticinco años en una empresa hoy en día?
Una voz llegó del salón. Era su padre. Casi se le había olvidado por qué estaba revolviendo en el cajón de la cómoda. Las pastillas. Las cogió y volvió al salón, pasando antes por la cocina para llevarle también un vaso de agua.
El hombre sentado frente al televisor apenas retenía alguno de los rasgos de la imagen que le habían devuelto el espejo y el recuerdo pocos minutos antes. Enjuto, la ropa le sobraba y su pelo hacía mucho tiempo que era blanco y escaso. Fácil de dominar. Su mirada también era distinta, como pérdida. María se agachó y le dijo:
- Toma papá, la pastilla. Mira lo que he encontrado. ¿Te acuerdas? –
Y señaló el pin. El hombre la miró a ella y a la condecoración como si no entendiese y no dijo nada. María tampoco lo esperaba. Hacía años que tenía Alzheimer y últimamente casi nunca la reconocía.
Recordó nuevamente a su padre de antes, al del mechón rebelde y el orgullo en la mirada. Calculó rápidamente y fue consciente de que le quedaban solo cuatro meses para cumplir veinticinco años de trabajo en su empresa, en la de su padre. A ella también le correspondería la condecoración, el premio al compromiso. Y, en ese instante, lo supo. Supo cuál era la decisión que iba a tomar después de semanas de dudas. Aceptaría la oferta que le habían hecho y dejaría el trabajo el mes que viene. No llegaría a recibir la condecoración. Tocó el pin en su solapa y miró a su padre, que ahora sí, sonreía.