Televiviendo #relato #retratosdelconfinamiento

 

 

Cuando suena el reloj no puedes creerlo. “¿Ya?, pero si me acabo de dormir?” Y casi es verdad. No quieres mirar el despertador, ¿para qué?, ¿para ser consciente de que son las cinco y media de la mañana y de que, desde que te acostaste a la una y cuarto solo han pasado cuatro horas? Cuatro horas y cuarenta y cinco minutos para ser exactos. “No puedo, no puedo, no puedo”. Pero puedes. Te arrastras hasta la ducha y, mientras el agua caliente va sacándote del sopor, sigues pensando en él. “Ahí está. Dormido, como todos los días desde que empezó esto. Y eso que dice que él casi no necesita dormir. Que con cuatro horas tiene bastante. Pues qué mala suerte, que siempre le caen las cuatro horas cuando yo estoy despierta. Ahora eso sí, la fama, la mía. Que si soy una dormilona, que no aprovecho el tiempo. Es que…” Y no quieres seguir, no quieres. Porque cuando empiezas, no puedes parar. Lo que peor llevas en este mundo es no dormir, se te pone una mala leche… No conoces una tortura más grande. Y tienes la sensación de que llevas mucho, mucho, sin conseguirlo. “Si hace nada le estaba quitando el pañal a Javier”. Lo recuerdas con horror. Levantarte cada tres horas. Ponerte el despertador. Llegar a rastras hasta su cama para despertarle y llevarle al baño. Eso si todo iba bien. Porque si tenías la mala suerte de que fuese mal, te encontrabas la cama y el niño mojados. Y entonces sí que era una pesadilla. Cambia al niño, lávale. Cambia sábanas… Como para volver a dormirte antes de que pasasen las nuevas tres horas. Se te juntaba una con otra. Y Fernando dormido, claro, porque:

  • Es que tengo el sueño tan ligero, que si me despierto, ya no puedo volver a dormirme.

Tan ligero, tan ligero, que nunca se despertó. Una de dos, o no era para tanto o lo hacía adrede, porque es que ni una, oye, ni una sola vez se levantó él. Y eso que el despertador lo escuchaba. Lo escuchaba seguro, pero hacía como que no. A veces emitía un leve gruñido. Un gruñido de queja, como para decirte que le molestaba. “Y a mí, no te jode. Pero más me molesta levantarme. Me molestaba antes y me molesta ahora”. Aunque ahora el motivo es otro. “Es que si no hago eso, si no aprovecho las horas en las que están todos dormidos, no llego, no me cunde. Con ellos despiertos, es casi imposible”. Desde que empezó el teletrabajo has ido evolucionando desde “¡Qué bien, desde casa!”, hasta “No puedo, no puedo, es que no puedo más”, pasando por “Venga, va, que no es para tanto” y “¿Es que nadie se da cuenta?”. Hasta que encontraste esta solución. Adelantar el trabajo en los períodos en los que los demás duermen. Es la única manera. Eso sí, tú ya no recuperas esas horas… pero no se puede tener todo.

Entre las cinco y media y las ocho y media de la mañana adelantas el trabajo operativo del día. Aquello en lo que no necesitas colaboración. Presentaciones, Excel, informes… Todo queda listo antes de que Javier se despierte llamándote. Antes incluso de que Ana, la mayor, vaya dando tumbos de la cama al baño, sin levantar los ojos del suelo. Eso te permite desayunar con ellos mientras Fernando tiene su primera reunión del día. La que tú pospones hasta las nueve y media para no coincidir con él, los dos apretaditos en el estudio y disimulando que no escucháis las conversaciones del otro.

Resuenan en tus oídos los consejos para trabajar desde casa.

  • Si compartes teletrabajo o espacio con otra persona, negociad entre vosotros las reglas.
  • Planifícate y no pierdas el foco.
  • Establece un horario y cúmplelo.

No puedes evitar añadirle mentalmente una musiquita, como un soniquete que a ti te recuerda al consultorio de Elena Francis, el que escuchaba tu abuela cuando eras pequeña.

Querida amiga, si no logras concentrarte y llegar a todo es porque no lo intentas adecuadamente. Sonríe y planifícate.

“Si es que el que pensó todo esto no tiene hijos ni sabe lo que es. Pobres. Todo el día metidos en casa, sin salir, viendo la calle desde la ventana, los columpios allí, balanceándose con el viento y ellos sin poder bajar. No lo entienden. Demasiado buenos son, los pobres” Empiezan los WhatsApp y los memes. “Ya estamos todos. Ya se han despertado. Son como el otro, madrugar, no madrugan mucho. Pero eso sí, luego la dormilona soy yo”, Y ahora consejos para desconectar mentalmente el fin de semana. Y después, una guía de recomendaciones para tener entretenidos a los niños. Y una tabla de gimnasia. Y un tour virtual por los museos del mundo. ¡Qué hartura! “Si yo lo que necesito es que me dejen bajar con ellos. Uno cada vez. Cinco minutos.  Menos que para un perro.” Les miras mientras pones el lavavajillas. “No se les puede pedir más. Si la pobre Ana acaba de cumplir los ocho”. Y pretendes que cuide a los dos pequeños, y que haga todos los trabajos del cole, y que controle que no se peguen y…. Es que no. Así no se puede. Ellos van a acabar tarados y tú también.

Cuando entras en el estudio, Fernando aun no ha acabado, y tú has decidido que, un día más, te has enfadado con él. Le oyes reír como si realmente estuviese solo mientras intentas conectarte por Teams con tu equipo. Y lo intentas. Y lo intentas. Y lo vuelves a intentar. No hay manera. Las conexiones se resisten. Están sobrecargadas. Entras y sales de la reunión sin poder enterarte prácticamente de nada. Se te congela la imagen.

  • Apaga el vídeo.- te dice Fernando sin quitarse los cascos.- Consume mucho – Y sabes que tiene razón, pero te da rabia. Hoy, todo lo que te diga te va a dar rabia. Coges la taza con el tercer café del día y te dispones a comenzar la segunda parte de tu jornada. La de hablar con unos y con otros, compartir y opinar.
  • No te oigo bien.- Te dice Diego, tu jefe, al otro lado de la línea. – Se oyen unas voces.
  • Será una interferencia.- Dices.- Y te alegras de haber apagado el vídeo y de que no sean capaces de ver a Fernando, aunque sí de oírle. “¿Es que no puede acabar cuando tiene que hacerlo?”

Querida amiga, negocia con tu marido las reglas – La voz de Elena Francis, la de tu recuerdo, se burla de ti. “Sí, ¿de qué me sirve negociar?”

  • Es que tú tienes más flexibilidad. Sois menos. Mi equipo es más grande y no puedo estar diciéndoles siempre que cambien las horas.- Te dijo el primer día. Y se acabó la negociación.

“Siempre no; pero alguna vez…” Estás a punto de terminar la reunión y Fernando hace ya diez minutos que está en silencio, tecleando como si le fuera la vida en ello. Parece que por fin vas a poder concentrarte. Te alegras de haber adelantado tanto trabajo, porque con todo lo que te está cayendo no vas a dar abasto. Estás a punto de despedirte cuando entra Javier llorando a gritos y se sienta en tu regazo. Imposible no oírle. Todos en tu reunión se callan. Algunos bajan el volumen de su ordenador.

  • Ese niño tiene unos pulmones…- El primer día les hizo gracia.
  • Hola Javier, somos los compañeros de tu mami. Hola.- Y Javier les miraba y les saludaba con la manita regordeta. Pero ya no. Ya no les hace gracia. Cada vez que aparece es imposible continuar la reunión. Da igual lo que le digas. Él se empeña, se empeña y no para hasta que le haces caso.
  • Clara, no tenemos tiempo. Tenemos que continuar. Apaga el micrófono. No nos escuchamos.- Te dice Diego. Y lo apagas, mientras intentas que el niño se calle. Javier, hipeando, trata de decirte que Álvaro le ha quitado el cuaderno. “¿De qué sirve que organice tareas el día anterior, que les ponga horarios, si luego hacen lo que les da la gana?” Javier te coge la cara para que le mires y le hagas caso. Definitivamente, te has perdido el final de la reunión. Se están despidiendo.
  • Fernando, ¿puedes ver qué les pasa? – Levanta la cabeza y te mira, como si realmente no se hubiese enterado, como si hubiera sido capaz de no oír los gritos del niño que está a menos de un metro de él.
  • ¿Yo?
  • Sí, por favor, tengo que hacer unas llamadas
  • ¿Ahora?
  • Sí, ahora.
  • Pues no puedo, yo en media hora tengo que entregar esto y voy muy mal.

“No, claro, que yo voy bien. A la mierda las llamadas.” Y coges a Javier y te vas con él al salón, donde has montado la clase matutina. Al menos, eso parecía cuando te fuiste a la reunión. Ahora no. Ahora parece el escenario de una batalla campal. Álvaro saltando sobre el sofá como si estuviese poseído. “Se va a caer y se abre la cabeza”, piensas, y corres a retirar la mesa, para que no se dé con los picos. El cuaderno de colorear de Javier tirado y roto, con las páginas esparcidas por la alfombra, como un reguero rojo y verde que señala al culpable con los trazos fuertes fuera de la línea.

  • Álvaro, para. ¡¡Para!! – No puedes evitar gritarle.- A él le da igual. Sigue en su loco movimiento, como un derviche embriagado por el baile. – ¡¡¡Para!!! – Pero a Javier no le da igual. Se ha puesto a llorar. Más fuerte que antes. Le asusta. Le asusta verte así. Te aprieta la mano con fuerza.

Querida amiga, controla tus emociones. La adulta eres tú. Recuerda, ellos son tu reflejo.- La voz de Elena Francis se te cuela por el hueco del grito y se aloja en tu cabeza. “A la mierda con ella”, piensas. Y mueves la cabeza, como intentado que salga de tus pensamientos.

  • ¡¡Para ya!!!- Y le coges con fuerza. Llora. Ahora lloran los dos. Álvaro y Javier. Como en un duelo de sonidos. A cual más desagradable. Le has hecho daño. Y lo sabes. Elena Francis vuelve.

Querida amiga….-

  • ¡¡¡A la mierda!!! – gritas. Lo has conseguido. Tu grito sobresale por encima del llanto de tus dos hijos. Y eso que parecía casi imposible. Gritas, gritas y gritas. Y sabes que no debes hacerlo. Y sabes que estás dando un ejemplo nefasto. Y sabes que les estás asustando. A los dos. Javier aprieta más tu mano; pero Álvaro lucha por zafarse y se va corriendo por el pasillo, sacándote la lengua.
  • Estás loca.- Te grita, mientras avanza hasta su cuarto y cierra de un portazo.

Abatida, te sientas en el suelo y te agarras la cabeza, escondiéndola en los brazos. Javier te mira, busca tu mirada, abriéndote los dedos. Lloras. Ahora lloras tú. Sin poder parar. Hasta que notas una mano en tu hombro. ¿Fernando? Te das la vuelta para comprobar que no, que es Ana. La adulta en miniatura. ¡Qué poco se parece a ti! Siempre tan calladita, tan calmada. Ha seguido haciendo sus ejercicios mientras sus hermanos discutían, se pegaban, gritaban y finalmente lloraban contigo. Casi sin moverse. ¿Cómo lo consigue? Te da vergüenza mirarla y no te quitas las manos de la cara. Se agacha y te abraza. ¿Cómo puede ser así? Te dejas abrazar. Javier avanza para hacerse un hueco. Él también quiere mimos.

  • No te preocupes mamá. A Álvaro se le pasa en un momento, ya verás. Y a Javier le damos unas hojas blancas y que dibuje. ¿Qué le tocaba ahora? – Y se levanta para ver el horario de colores que está pegado en la nevera. El que preparas cada noche con ellos, cuando están agotados, a punto de dormirse y tú de empezar tu tercera jornada, la segunda en silencio.

Pasas el resto de la mañana bajo el peso de la culpa y haciéndote reproches. Tantos, que se te olvida enviar la presentación. La que terminaste a las siete y media y de la que ya casi ni te acuerdas. Cuando te das cuenta, ya es tarde. Hace media hora que pasó el plazo. Llorar, tienes ganas de volver a llorar. Pero no quieres asustarles de nuevo. Los pobres. Demasiado bien están. Muchos días sin salir. Cada vez aumenta más tu admiración por los profesores, por los cuidadores, por los abuelos… Los abuelos. Hace tanto que no les ves… No puedes seguir culpándote porque aparece Fernando y te dice que la comida está lista. Claro, hoy le tocaba a él hacerla. Ni te habías dado cuenta de que no estaba allí. Te levantas y te limpias la cara con el dorso de la mano. No quieres que te vean llorar. Tampoco él. No te dijo nada cuando volviste al estudio, después de la trifulca de la mañana. Se lo agradeciste. Lo que menos querías era hablar.

Le sigues por el pasillo y ves al fondo la mesa puesta, con los tres niños sentaditos, esperándote. Álvaro no te mira. Ana te sonríe y Javier toca el asiento libre, indicándote que te sientes junto a él. Nuevamente te avergüenzas. La culpa. Ahí está de nuevo. Pero no la dejas. No la dejas salir. Vas a disfrutar de la comida. Tiene una pinta estupenda. Y entonces le miras. Y se te olvida. Se te olvida que no se mueve cuando suena el despertador. Que no ha sido capaz de cambiar las horas de sus reuniones. Que no negocia los tiempos, ni las reglas, ni los espacios contigo en esta nueva situación. Que tiene una capacidad especial para no oír el llanto de los niños, ni sus gritos y sin embargo registra enseguida los decibelios de más en tu voz. Se te olvida. Se te olvida todo, salvo el sabor del arroz, su textura perfecta; salvo las risas y los comentarios de los niños que ahora parecen como una sinfonía, como instrumentos coordinados que siguen la batuta del flautista de Hamelin en el que Fernando se ha convertido. Sonríes. Y, no sabes cómo, vuelve Elena Francis para decirte:

Querida amiga…

Intentas apartarla nuevamente. Solo te falta eso. Con lo cansada que estás. Otra vez la pesada de la voz que te martillea. No quieres oírla. Nada de gurús ni de consejos. Solo quieres disfrutar de este momento, sonreír, charlar, comer. Pero insiste. Decides relajarte. ¿Qué más da? Que diga lo que quiera. No le vas a hacer caso. Ni a la voz, ni a la culpa, ni a la vergüenza, ni a los decálogos del TELVA, ni a nada. Sientes una tranquilidad tan grande, que te va invadiendo un ligero sopor. Ni tú, ni tus hijos, ni Fernando sois perfectos; pero ¿quién podría serlo en estas circunstancias? La voz intenta abrirse paso en tu mente, lucha con el cansancio y con todas las obligaciones que, alineadas, esperan su turno para martirizarte sin contemplaciones. La apartas. Y dejas que siga creciendo la nube en la que flotas. Te has dormido. Por fin…

4 comentarios en “Televiviendo #relato #retratosdelconfinamiento

  1. Cuantas personas pasan por lo mismo desde este lado del espejo…las fuerzas minadas y el corazón listo para fortalecerse una vez más. Solo la fuerza interior produce el cambio cuando lo reconocemos en aquellos que amamos.
    Muchas gracias, estos son tiempos en los que reinventarnos es imprescindible. Gracias Pepa

  2. Gracias Pepa por compartir tus relatos que nos hacen sentir en estos días en los que necesitamos evadirnos de nuestra situación y adentrarnos en otras muy reales.

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