Caminar. La respiración acompasándose con el ritmo de los pasos, creando juntos una melodía única, la mía, que me envuelve y me acompaña. La luz plomiza de primera hora. El sol filtrándose entre los árboles. El calor de mediodía que no da tregua. El rumor del río a la derecha. El olor a campo, a tierra mojada, a pureza. Estoy sola y no lo estoy. Otros llegan, con su propio ritmo. Presentaciones al vuelo, ¿de dónde sois?, ¿cuántas etapas llevas?, ¿de dónde saliste? Ni un solo nombre propio. ¿Casualidad? Solo lugares (París, Extremadura, Nueva York, Almería, Argentina…), origen y destino… Camino. Como si lo importante no fuéramos nosotros, cada uno de nosotros, sino lo que hacemos, lo que compartimos, esa ruta interior que es la misma para todos y no lo es.
La mochila clavada a los hombros, adherida a la espalda, con mi sudor como pegamento. Mi vida en una mochila. Y aun me sobran tantas cosas… Cuanto más ligera mejor camino. Dejar atrás. No cargar.
Las piernas ya no duelen. Luego sí, pero mientras andas, mientras vas vadeando arroyos y subiendo cuestas, no. Simplemente no las sientes. No son tuyas. Ya no. Forman parte del camino.
Medir tus límites, ¿cuáles?, ¿los físicos?, ¿los mentales? Todos. Ser capaz. Hacerlo. No bajar el ritmo. El tuyo. Tu ritmo, el que te mece en la música de tus latidos, de tus pasos, el que te arrulla hasta llegar a tu próximo destino. Mantenerlo. Tu respiración resonando en tu cabeza.
Agua y más agua. Una playa abajo. Una pequeña cascada a la derecha. ¿Una fuente quizá? Seguir. No parar. Disfrutar de todo. Cerrar los ojos y notar como el sol calienta tu cara. Sentir la brisa que mueve tu pelo. Voces a lo lejos, que llegan.
Pueblos, iglesias, ritos, tradiciones y leyendas. Tantas leyendas… Me fascina la capacidad de evocar que tienen todas. Y me pregunto cómo sería antes, mucho antes, cuando la ruta no se cruzaba con carretera alguna, cuando las señales amarillas eran las únicas y no había GPS, cuando se construyó esa iglesia. Cierro de nuevo los ojos y dejo de ver camisetas y pantalones Quechua y mochilas de PVC. Pienso en la imagen tradicional del peregrino y me lo imagino pasando por las mismas rocas que yo ahora, subiendo y bajando por este bosque que no deja penetrar la luz, caminando al lado de vides, que serían otras, pero serían.
Vienen a mi mente los versos de Antonio Machado en la versión cantada de Serrat y los tarareo… “Se hace camino al andar”. Ya queda menos. Siempre queda menos. Avanzo hacia el final y siento que llegar ya no es tan importante. Que lo que cuentan son los ritmos, mi respiración, las etapas, los árboles. Lo que cuenta es de dónde vienes, no quién eres. Y para llegar, para avanzar, debes desprenderte de aquello que te pesa, que te para, que te produce dolor, tienes que vaciar tu mochila. Otros versos, en esta ocasión, de León Felipe, me acompañan:
“Ser en la vida romero
romero solo que cruza siempre por caminos nuevos
Ser en la vida romero,
sin más oficio, sin otro nombre, sin pueblo,
Ser en la vida romero, romero…, solo romero
Que no hagan callo las cosas ni en el alma ni en el cuerpo,
pasar por todo una vez, una vez solo y ligero,
ligero, siempre ligero”.
¿Y si la vida fuera esto? Un viaje. Un viaje en el que no importa quién eres, un viaje en el que debes ir ligero, un viaje en el que debes disfrutar de cada sonido, de cada imagen, de cada olor. Un viaje en el que lo más importante, tu brújula, es tu ritmo interior.
Camina. Viaja. Vive.
Pues eso. Camimna. Viaja. Vive.
Gracias por tu relato.