
Vuelve al blog un #relato que nunca debió salir de aquí. Lo escribí a finales de enero de 2022 y, como sucede a menudo con las películas, las canciones y las obras literarias, alguien se sintió demasiado identificado… No sé si esa situación, la de verse siempre reflejado en las obras ajenas, pensar que siempre se habla de ti, tiene algún nombre. No obstante, lo que sí sé es que la libertad de expresión y de creación están por encima de susceptibilidades. Por eso vuelve al blog, a su casa, el relato «El camino de baldosas amarillas». Porque, como diría Dorothy: «Como en casa en ningún sitio».
Con el móvil en el bolsillo y el cable de los cascos que se enrollaba con las gafas y se enganchaba en la mascarilla, vi, por fin, al fondo, la señal de la puerta de embarque. Animada, intenté acelerar mi paso mientras el trolley que arrastraba se enganchaba ligeramente en una irregularidad del suelo y tiré de él con fuerza. Eso me hizo despistarme de mi conversación, de esa conversación que llevaba manteniendo desde que cogí el taxi en la puerta de la oficina. Por eso me había hecho un lío con el pasaporte. Y con el resto de la documentación. Porque, con esto de ser moderna y digital y de no llevar papeles, todo iba en el móvil, y no sabía las veces que había tenido que dejar la conversación a medias para enseñar la tarjeta de embarque, y el pasaporte covid, y la PCR y el formulario ese, que no me acordaba ni cómo se llamaba. Lo que no sabía era cómo no se había cortado la comunicación. Bueno sí, sí se había cortado, pero solo una vez, en el taxi, ni siquiera cuando había puesto el teléfono en la bandeja para pasar por el arco de seguridad. Y eso que había tardado un rato, porque yo nunca pito. Nunca. Que me tomo muy en serio estos temas y no llevo nada, pero nada que pueda activar la alarma. Ni pendientes, ni reloj, ni cadenas… Nada… Pero hoy había pitado. Y lo había hecho porque se me había olvidado quitarme el cinturón en el camino al aeropuerto. Por tanto, un poco de tiempo más para esa lucha contrarreloj que llevaba desde que decidí que no cambiaba la reserva, que me daba tiempo, que cogía ese avión y ya está, que el último llegaba a Madrid tan tarde que merecía la pena la carrera, los nervios y salir casi a medias de la reunión.
Si no hubiese tardado tanto en coger el taxi… O si no hubiese habido ese accidente en la carretera. O si el empleado de facturación hubiese hablado español… O yo mejor inglés… Si nos hubiésemos entendido, vamos y no hubiese tenido que repetir cuatro veces que tenía toda la documentación, haciéndome un lío buscando los archivos en el móvil mientras Juan seguía en espera. Una vez más. Otra vez más. Mejor habría sido colgarle. Colgarle y retomar la conversación cuando llegase a la puerta de embarque. O a Madrid. O mañana, ya puestos. Pero es que con él no había manera. Ni conmigo, la verdad. Cuando empezábamos una conversación, enlazábamos un tema con otro sin descanso y se nos pasaban los minutos, e incluso las horas, sin sentir, sin poder terminar, como si hacerlo fuese a desencadenar una catástrofe, como si nuestras voces estuviesen conectadas a los sensores de una bomba nuclear que acabaría con la humanidad en cuanto dejasen de oírse.
La verdad es que no podía quejarme. Pero lo hacía. Juan había sido mi salvación. Mi salvación en ese mundo corporativo, tan hostil, que me encontré al llegar a mi nuevo trabajo. Ese nuevo trabajo que parecía un regalo, envuelto en los lugares comunes, pero tan apetecibles, que rodearon el proceso de selección; con el lazo de las conversaciones con conocidos, que me recomendaban que lo cogiese, que no perdiese la oportunidad, que no podía seguir allí, en mi antigua empresa, pudriéndome, año tras año, entre jefes itinerantes a los que volver a explicar desde el principio de los tiempos cómo se comportaba el mercado. Ese nuevo trabajo que me iba a servir para dar el salto definitivo y que, sin embargo, me había catapultado a la cueva llena de machos alfa que remedaba la otra, la de Platón, en la que la realidad externa ni se imagina y se vive a través de las sombras que son solo su reflejo. Esa caverna que era mi nueva empresa. Mi realidad. Nada de las promesas del proceso de selección. Nada de lo que yo necesitaba para demostrar todo lo que podía hacer. Nada que me hiciese concebir la esperanza de que esos “compañeros” sacados de una película de los setenta, que componían, conmigo, el Comité de Dirección, tuviesen la más mínima idea de cuál era el contenido de mi puesto. Por supuesto, todos hombres. A eso ya estaba acostumbrada. Aunque, en los últimos años, en mi antigua empresa había asistido con ilusión al proceso por el que se iba logrando la ansiada paridad. Pero no siempre fue así. Y aquí, en mi nuevo trabajo, la paridad ni se buscaba ni se acababa de entender. Aquí yo era la única mujer del Comité de Dirección y, por supuesto, se me había asignado la Secretaría del Comité. Lo imaginé desde el principio. Era el peaje para estar allí. No me importaba. Llevaba a mis espaldas muchos años de Actas y de órdenes del día para quejarme. Y allí estaba yo, en mi cueva, tomando notas e intentando opinar y que mis ideas fuesen reconocidas cuando apareció él. Juan. Un soplo de aire fresco. No me lo podía creer. Alguien que sabía de lo que hablaba. Porque, desde que había llegado a mi nuevo trabajo, tenía la sensación de usar otro idioma. Uno que no conocían estos señores, mis nuevos compañeros, que se habían quedado varados en el mundo del papel y los miles de niveles jerárquicos, seguros en una especie de ejército que tenía los días contados. Por eso me hizo tanta ilusión conocerle. Y hablar con él. Porque me entendía. Nos entendíamos. Y no solo era que manejásemos el mismo lenguaje. Ese que los demás, a veces, hasta imitaban, pero no lograban comprender. Era algo más. Era mi puente, mi traductor simultáneo, mi conexión entre el mundo de los negocios de “Cuéntame”, el de las comidas de dos horas y los conocidos de las monterías y las puestas de largo, y el presente que ellos ni se imaginaban.
Juan hablaba mi idioma, y eso nos mantenía horas y horas conversando sobre estrategia, alternativas, iniciativas y modos de abordar los proyectos que, estábamos seguros, nos iban a llevar, a nosotros y a nuestra empresa, a ese lugar que, a ambos, nos vendió el reclutador en nuestros respectivos procesos de selección.
Por eso estaba yo colgada del móvil desde hacía más de una hora. Por eso me enredé con el cable de los cascos y casi pierdo el maletín del portátil, por eso corría por los pasillos del aeropuerto, con el tiempo justo para llegar a la puerta de embarque que ya divisaba al fondo.
Tenía que coger ese vuelo. Si lo perdía podía esperar al próximo, pero no quería llegar a casa de madrugada. El día siguiente era laborable. Y yo quería ver a Miguel y a Diego antes de que se acostasen. Comentar cómo les había ido el día. Mañana me despertaría temprano para llegar antes que el resto de compañeros y tener preparado un resumen del viaje. Por eso estaba hablando con Juan. Para contrastar y tenerlo todo listo. Si perdía este vuelo, no solo no vería a mis hijos (un día más), sino que dormiría apenas cuatro horas. ¡Puf! Ya arrastraba el cansancio de la semana, el de la ida a Londres, en el primer vuelo de la mañana de ayer. El de la cena de trabajo con el equipo inglés, intentando no perderme en las conversaciones, siempre atenta para poder opinar y no decir ninguna inconveniencia. No. Tenía que llegar.
Oí la última llamada y vi como la fila se iba disolviendo mientras yo esquivaba a los pasajeros de otros vuelos que, aburridos, esperaban su salida.
Era la puerta A10. Eso había oído. Miré y la vi a lo lejos, pegada a la A9. La fila volvía a formarse. Pero, ¿no habían entrado ya casi todos?, ¿o es que esos eran los pasajeros de la otra puerta? Desde donde estaba no me quedaba claro. Ambos grupos se confundían. Oí la voz de la persona que gestionaba el embarque, el del otro vuelo… creo. No estaba segura. Miré a mi alrededor, a ver si viendo a mis compañeros de viaje se me aclaraban las dudas. En su mayoría eran ingleses. Nada que me diese una pista. Era la A10, ¿no habíamos quedado en eso? Me acerqué a la puerta, lo que ocasionó la queja de todas las personas que esperaban pacientemente su turno. Pero yo solo quería preguntar. El trolley pasó por encima de los pies de una niña rubia que comenzó a gritar. Todos los pasajeros me miraron con gesto de reproche, mientras yo improvisaba una disculpa. “Juan, tengo que dejarte, voy a embarcar”, le dije y, sin esperar su respuesta, colgué. Llegué al mostrador mientras uno de los pasajeros que estaba al principio de la fila intentaba apartarme, quejándose de mi falta de respeto, con la niña, con el resto…
- Perdone – le pregunté al chico que estaba escaneando los códigos de embarque, – este es el vuelo a Madrid, ¿no? –
Apenas me miró y me contestó algo, supuse que en inglés. Algo que no entendí, y que no quiso repetirme. Con la mirada hostil del resto de pasajeros sobre mis hombros, opté por ponerme al final de la fila. Desde allí, miré la otra puerta, la A9. Curiosamente, en ninguna de las dos figuraba el nombre del destino, ni el número de vuelo. “Esto no es normal”, pensé. Pero en la puerta A9 ya no quedaba ningún pasajero y los empleados estaban cerrando el acceso. “Es este. Es este vuelo seguro”, me dije. Pensé en preguntar a la persona que estaba delante de mí, pero lo descarté al ver su mirada de desaprobación. El llanto de la niña a la que había “atropellado” con mi trolley ya había cesado, pero no me había hecho ganar amigos. Decidí esperar mi turno y, cuando llegó, el gesto mecánico del empleado de embarque me confirmó (o eso creí) que estaba en el sitio correcto.
Por eso cuando, sentada en la ventanilla y a punto de dormirme, oí la voz del piloto, sentí una punzada en el pecho que, en otro contexto, me habría hecho llamar a urgencias.
- ¿Dónde, dónde ha dicho que vamos? – le pregunté a mi compañero en el asiento de al lado. Un hombre con aspecto mediterráneo, piel y pelo moreno y ojos verdosos que, en otro momento, en uno en el que hubiese tenido tiempo para pensar, me habría parecido bastante atractivo.
- A Chenai.-
- ¡¡¿Qué?!!. Pe… Pero no puede ser – le dije – Yo voy a Madrid. Yo voy a Madrid.- Como si, al repetirlo, fuese más evidente.
- Pues me temo que va usted a tardar un poco.- Y me sonrió, sin que yo pudiera ver realmente su sonrisa a través de la mascarilla, sino adivinarla en las arruguitas que se le formaron alrededor de esos ojos, entre verdes y marrones, que me recordaban al color del Retiro en otoño. Tardé en darme cuenta de que hablaba en inglés. En un inglés sin acento británico, sin el acento que acabábamos de dejar atrás. En un inglés global, indetectable su procedencia en el deje inexistente. Si antes me había parecido mediterráneo, ahora dudaba, ¿podría ser árabe?, Hindú no creía, la piel era demasiado clara pero… quizá era mestizo. También tardé en darme cuenta de que le entendía perfectamente. Mucho mejor de lo que había entendido a mis compañeros en esos dos días de reuniones interminables. El hombre vio mi ansiedad y trató de ayudarme.
- Hable con la tripulación. Quizá puedan orientarla.-
Pero, ¿cómo había podido pasarme?, ¿cómo me había confundido de avión? Miré a mi alrededor y me pareció evidente que esa era una aeronave para vuelos largos, no la habitual para ir desde Londres a Madrid. “Pero a veces es así”, me dije, “a veces ponen un avión más grande, porque hace escala o algo”. ¿Y si todo fuese mentira, y si fuese una broma? Porque no podíamos estar de camina a la India. No podíamos…
Me levanté para hablar con un tripulante, con la esperanza de que el equivocado fuese mi compañero de asiento… Y el piloto… Pero cuando le mostré mi código QR, el joven de cara sonrosada que no dejaba de sonreírme me confirmó, no solo que el destino del avión era Chenai, como ya empezaba a temerme, sino también algo más…
- Su billete es correcto, señorita. Tiene un billete de Londres a Chenai, para este vuelo. ¿Cuál es el problema?
Me costó entenderle. Y no porque me hablase en inglés, no, que por algún extraño motivo cada vez me era más familiar ese idioma que tanto me costaba solo unas horas antes, sino por lo que me dijo. ¿Un billete de Londres a Chenai?, ¿qué estaba pasando? Me dolía el pecho. Noté una opresión extraña, desconocida, que casi me hacía llorar. El tripulante me miraba con amabilidad, pero con un deje de impaciencia en sus ojos pequeños y enmarcados por unas pestañas pelirrojas que solo se veían al trasluz.
- Vuelva a su sitio, por favor.- Me conminó.- El capitán ha encendido la señal de cinturones. Hay turbulencias.
Confundida, enfilé el pasillo para llegar a mi asiento, preguntándome qué estaba pasando. ¿Me había confundido de puerta? Entonces, ¿por qué el tripulante decía que mi billete era correcto? Yo iba a Madrid. A Madrid. De eso estaba segura, y el billete así lo decía. Lo había comprobado. Varias veces. Antes de coger el taxi, al facturar, con ese empleado torpe que no entendía mi documentación… Yo iba a Madrid, ¿qué hacía en un vuelo a Chenai? Ya no llegaría a tiempo para ver a Miguel y a Diego. A lo mejor ya no llegaba a tiempo tampoco para la comida con el grupo el fin de semana. ¿Cómo iba a volver?, ¿habría algún vuelo directo de Chenai a Madrid? Pero, ¿cómo podía pasarme algo así?
Cuando llegué a mi sitio, mi compañero se levantó, amablemente, para dejarme llegar a la ventanilla y volvió a sonreírme. Ahora su rostro me resultó familiar, como si le hubiese visto antes. ¿En el aeropuerto?, ¿quizá en el restaurante de ayer?
Le sonreí yo también, confundida y me senté. Miraba por la ventanilla, a punto de llorar, sin saber muy bien qué pensar, qué hacer, cuando me tocó el hombro y me dijo:
- Han apagado las luces de cinturones. Lalita, van a servir la cena. ¿Quieres comer? –
- ¿Qué? – No entendía nada. ¿Realmente me hablaba a mí?
- Sí, antes decías que no te encontrabas bien, que no tenías hambre. ¿Quieres cenar? Creo que deberías intentarlo. De otro modo van a ser muchas horas sin tomar nada…-
- No… No entiendo. ¿Quién es usted?, ¿cómo me ha llamado?
- ¿Qué te pasa?, te noto algo alterada. ¿Te encuentras bien?, ¿qué tienes? –
- Pe… Pero yo no le conozco, ¿quién es usted? –
- Lalita, ¿qué dices?, ¿qué te pasa?, ¿tienes fiebre o algo? – Intentó tocarme la frente y me aparté, con un gesto algo violento. ¿Quién era ese hombre?, ¿qué hacía allí?, ¿y qué hacía yo? Su cara de sorpresa me asustó. La opresión en el pecho no se iba y ya había llegado a taponarme la garganta. No podía hablar. No quería hablar. Quería dormirme y despertar de esa pesadilla. Ya. En casa. En mi casa. Con mi familia. Vino a mí la frase de la obra de teatro que ensayaba mi hijo, «El mago de Oz». La frase final, la que pronuncia Dorothy cuando, por fin, despierta de su sueño: “como en casa en ningún sitio”. Así quería estar yo; en casa. Pero, ¿y si no había seguido el camino correcto?, ¿y si, en algún momento, en mi confusión por llegar cuanto antes al aeropuerto, en mi despiste por mi conversación con Juan, me había desviado del camino de baldosas amarillas que, sin embargo, Dorothy seguía fielmente?
Pero, aunque cerré los ojos con fuerza, al abrirlos seguía allí, en el avión, sentada junto a ese hombre al que yo no recordaba y que parecía conocerme. Ese hombre que no tenía nada que ver con el pasado que yo almacenaba en mi memoria.
Busqué en mi móvil el código QR. El que el tripulante había identificado como mi billete a Chenai. Al verlo, la presión me golpeó aun más fuerte. En la parte superior, en la que figuraba el nombre del pasajero, pude leer Singh/Lalita. “No, no puede ser. Esto tiene que ser un sueño, no es verdad, no está pasando…”
Y, mientras me lo decía, volví la cara a la ventanilla para ver mi reflejo… y conocer a la persona que iba a ser a partir de ahora…