#relato El hombre que no hablaba alemán

El hombre que no hablaba alemán vivía seguro, confortable en su ocultación. Durante años alardeó de tener conocimientos que no tenía. Apoyado en ellos, pontificó sobre cualquier tema, opinó sin recato, tomó decisiones.

El hombre que no hablaba alemán había desarrollado una rara habilidad para rodearse de personas que, como él, desconocían materias sobre las que hablaban sin mesura, temas que formaban parte de sus conversaciones habituales, de sus declarados intereses y sobre los que tenían apenas una vaga idea. En ese entorno, el hombre que no hablaba alemán, sobresalía sin discusión, estableciendo verdades construidas ad hoc para cada caso, manteniendo inamovibles sus principios inventados, eliminando sin piedad a aquellos que osaban cuestionar sus palabras.

Tanto era así, que el hombre que no hablaba alemán había llegado a convencerse de que era un experto en este idioma, como antes manifestó estar a la vanguardia del Big Data, y aun antes de manejar los intríngulis de la planificación financiera. En ese convencimiento, había tenido gran parte de culpa su obsesión por rodearse de un grupo de personas que le adulaban sin recato, cantando sus bondades en todo momento (pero más, mucho más, cuando estaban cerca de él); personas que, según él creía, sí conocían las materias sobre las que él decía ser experto y sobre las que no alcanzaba a vislumbrar más que una pequeña parte.

Con su estrategia, la de rodearse de expertos que le entregaban su supuesto conocimiento en bandeja de plata para que él lo presentase como propio, había logrado mantener su estatus e ir ganando reconocimiento más allá del entorno en el que había vivido largo tiempo y en el que había llegado a ser recordado como un implacable líder. Un líder incuestionado. Y no porque fuese reconocido y admirado, no, sino porque se había encargado de ir eliminando, brutal y sistemáticamente, a todo aquel que osase disentir lo más mínimo. A todo aquel que tuviese ideas propias. A todo aquel que cuestionase su supuesto inmenso saber.

Pero el hombre que no hablaba alemán también tenía detractores. Eran esos que, en la sombra, cuando nadie les podía oír, le llamaban Kim Jon-un, o Himmler, o, de un modo más hispánico, Villarejo. Los que le temían. Los que sabían. Porque sí, había muchos que sabían. Que sabían que él, el hombre que no hablaba alemán, no sabía. Que fingía saber. Y que en su fingimiento y en su soberbia, cometía errores. Muchos errores. Errores que tapaba buscando culpables, a los que condenaba sin misericordia, señalándolos con la crueldad propia de los miserables, de los mezquinos. Con la crueldad propia del hombre que no hablaba alemán. Que era paradigma de ruindad e hipocresía.

Porque el hombre que no hablaba alemán era déspota con los que él consideraba subordinados y extraordinariamente servil con aquellos que tenían el poder, con aquellos que podían tomar decisiones que le afectaban, con aquellos, en fin, que tenían en su mano ser como él se vanagloriaba de ser.

Y así, en ese convencimiento de vivir su farsa, en esa nube de conocimiento fingido que había llegado a ser parte de sí mismo, el hombre que no sabía alemán fue creyéndose que sí lo sabía, que podía hablarlo, es más, que seguramente, en algún momento pasado, en otra vida quizá, fue el que inventó el idioma, ¿quién si no?, y con ese convencimiento dio un paso más. Decidió contratar a alguien que le asesorase en ese idioma. No porque él lo necesitase, no, que él convencido estaba de hablarlo a la perfección, sino para que le descargase de trabajo, para que le proporcionase los argumentos necesarios para opinar una y otra vez, sin mesura, sobre el idioma alemán, del que realmente no sabía nada y del que creía conocer hasta el último sonido.

Y así, acudió a él, a Anton, nacido en Münster, una bonita ciudad de Wesfalia donde había vivido y estudiado hasta que a los treinta años decidió venir a España. A Anton, que había dedicado toda su vida al estudio de su idioma, el alemán, lengua que adoraba. Porque él, Anton estaba obsesionado con las palabras. Las palabras que expresan y dan vida a los pensamientos, a las emociones. Anton vivía transitando en ese mundo imaginario que conectaba la mente con los símbolos, con las imágenes, que daban forma a las ideas y pasaban a ser sonidos. Pero, además de su obsesión, el lenguaje era su oficio. Se dedicaba a él. Era profesor. Profesor de alemán, su lengua materna. La que había aprendido de pequeño y la que había estudiado y seguía estudiando de adulto.

Anton hablaba alemán. Es más, Anton vivía el idioma. Anton no solo era alemán, sino que adoraba su lengua y disfrutaba enseñándola.

Por eso chocó con él. Con el hombre que no hablaba alemán, que no sabía alemán, pero creía saberlo todo. Desde el primer día. Al principio pareció una pequeña diferencia de opiniones. Algo que podía solucionarse. Del modo tradicional, según pensaba el hombre que no sabía alemán: cuando Anton se diese cuenta de su superioridad – la del hombre que no hablaba alemán – y se doblegase. Como tantos otros. Como todos los que trabajaban para él. Pensamiento único. El suyo. No había otro modo.

Anton sin embargo, intentó solucionarlo a su manera. Intentó hacer ver al resto que el hombre que no hablaba alemán estaba equivocado, intentó compartir con él y con los demás las maravillas de su idioma, hacerles a todos partícipes de lo que sabía, compartir con ellos el conocimiento y enseñarles alemán.

No fue posible. Craso error. Compartir, hacer partícipes, enseñar, frases que herían en lo más profundo la razón de ser del hombre que no hablaba alemán. Que dañaban lo más preciado de su ser. Su ego. Era él el que sabía. Era él el que decidía. Era él el que ponía el principio y marcaba el fin de todo.

Es más, era él el que hablaba alemán. No Anton. Que creía que lo hablaba simplemente por el hecho de haber nacido en Alemania. Simplemente porque esa era su lengua materna, porque lo había hablado desde la cuna. Porque lo había estudiado y analizado. Porque llevaba enseñándolo más de veinte años. Anton, que creía que sabía alemán por ser alemán. Valiente estupidez.

Además, había osado enfrentarse a él. Eso era imperdonable. Y con la fuerza de su liderazgo a lo Kim Jon-un, o a lo Himmler, o, de un modo más patrio, a lo Villarejo, desterró a Anton, le mandó lejos de su mundo, del mundo del hombre que no sabía alemán. De ese mundo que valoraba las apariencias por encima de la verdad. De ese mundo que alardeaba de conocimientos que no tenía y que se complacía en opinar de todo sin saber. De ese mundo que quería hablar alemán, pero no quería aprenderlo. De ese mundo que, definitivamente, no era el mundo de Anton.

Pero, como en el fondo, muy en el fondo, era consciente de que no hablaba alemán (al menos no con fluidez, al menos no como hablaba español) y no tenía tiempo (ni ganas, ni capacidad, aunque esto último no lo reconociese) para aprender, decidió buscar a su alrededor y localizar a un nuevo súbdito, alguien fiel y sumiso, como los que ya engrosaban su listado de colaboradores en otros ámbitos, alguien que le permitiese seguir fingiendo que hablaba alemán y que lo hablase por él cuando fuese necesario. Con su habitual sesgo eligió a Otto, que, aunque tenía nombre germánico, provenía de una familia de rancio abolengo del Sur de España, emparentada, eso sí, con alguna familia alemana allá por los siglos XVIII o XIX. Otto llevaba años estudiando alemán en los más afamados centros formativos privados de nuestro país (demasiados años quizá, para el nivel alcanzado), sin haberse planteado nunca validar sus conocimientos en el Instituto Goethe, o pasar examen alguno. De todas formas, ¿qué más daba? ¿Si todos los que le habían entrevistado para los puestos que había ido ocupando no hablaban alemán y eran incapaces de distinguir entre un B1 y alguien nativo? A él la situación le bastaba para mantenerse y eso era lo que le interesaba, más allá de un título o un afán por el conocimiento. El complemento perfecto para el hombre que no hablaba alemán que, cuando oía a Otto declamar en aquella lengua endiablada, hasta le parecía entenderle, lo que le gustaba y le llevaba a pensar que él, realmente, sí que sabía alemán; no como le pasaba con Anton, que decía cosas ininteligibles para él, con un acento perverso.

Y Anton se fue, con el firme propósito de seguir estudiando el lenguaje, su idioma y todos los idiomas. Con el fin de seguir ahondando en el maravilloso proceso que convierte ideas en signos y que conecta pensamientos mediante imágenes y sonidos. Con el fin de trasmitir lo que sabía a otros que sí quisiesen aprenderlo, continuar con él en ese aprendizaje continuo, en esa magia del saber.

Un comentario en “#relato El hombre que no hablaba alemán

  1. Un relato para meditar. Cuántos fanfarrones de éstos habrá por el mundo. A la mayoría se les ve el plumero, pero seguro que algunos nos tienen engañados, aparentando lo que no son y eso es lo que me fastidia. Buen relato, Pepa.

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