#Relato En otro mundo

Os traigo un nuevo relato sobre Miguel y Pilar, los protagonistas de varios relatos de la serie #RetratosDelConfinamiento, que retomé la semana pasada. Hoy, desde la visión de ella.

 


 

¡Qué largo se me está haciendo el viaje! Si al menos pudiera mirar por la ventanilla. Me encanta ver los pueblos y las ciudades, ahí abajo, como maquetas. La vida, aparentemente detenida, pero sucediendo sin verla, el mar de nubes… Pero no, ya me lo ha dejado muy claro la tripulante.

  • Por favor, baje la ventanilla para que el resto de los pasajeros puedan dormir.

Y eso hacen. La mayoría. Incluso Miguel. No, incluso no. Sobre todo. Sobre todo, Miguel, que se ha quedado dormido nada más terminar la cena. Como la mayoría. Pero no como yo. Como yo no. No consigo que el sueño llegue y eso que ya voy por la segunda película.

Recuerdo el vuelo de ida. Me había pasado lo mismo. Y yo no solía tener problemas de sueño. Me quedaba dormida en cualquier sitio. Pero en este viaje, mi habilidad, mi superpoder, se estaba resistiendo. A la ida tenía una explicación, porque mi mente no paraba, pasando de una preocupación a otra. Sin haber cerrado del todo los problemas diarios del hotel, con las rutas y la preparación del viaje pasando como en una película por mi recuerdo, comprobando que todo estaba bien… Me gustaba viajar. Me gustaba mucho. Y, más que nada, me gustaba prepararlo, organizarlo, establecer rutas, contar las horas y los kilómetros entre los lugares, enterarme de los medios de transporte, de las comidas habituales, de las tradiciones. Siempre había sido una de mis aficiones, pero, desde que el hotel fue comprado por una cadena internacional, lo disfrutaba aún más. ¿Quién lo iba a decir? Después de la pandemia. Que al principio creí que el hotel no reabriría. Y lo hizo. Tarde, pero lo hizo. Y fue avanzando como pudo, con problemas, cada vez mayores, hasta que Oscar lo vendió. Creímos que eso iba a ser el final. Pero no lo fue. Al menos, no para mí. Hubo algunos reajustes, eso sí, pero mi puesto se mantuvo. Y con los nuevos dueños llegaron los otros hoteles, en ciudades y países distintos, algunos conocidos y otros que había que mirar en los mapas, para situarlos. Y los acuerdos con tour operadores y agencias. El mundo se abrió para mí. No podía esperar hasta que las restricciones se relajasen. Quería verlo. Verlo todo. Cuanto antes. Aprovechar cada momento. Por si pasaba algo. Por si algo nuevamente se torcía y se acababa la oportunidad. Sentía que la vida actual, la vida después de la pandemia, era un regalo, un paréntesis que podía no ser eterno y no estaba dispuesta a perdérmelo.

Por eso el viaje. Al fin del mundo. A la Patagonia. No se fueran a licuar los glaciares de verdad y me quedase sin verlos. Aunque no fue solo por eso… Sentía que nos hacía falta. Que necesitábamos un cambio de aires, que nuestra relación, la relación con Miguel, que empezó de un modo tan inesperado, durante el primer confinamiento, se estaba acabando y no sabía qué hacer para reavivarla.

Le veo dormido, en esa postura que debe ser ciertamente incómoda, con el cuello apoyado en la almohada cervical, peligrosamente cerca del pasajero de al lado y recuerdo sus reticencias. Porque a él no le gusta viajar. A él lo que le gusta es estar en casa, o en su librería, leyendo, conversando. Le gusta la tranquilidad, el arte y la gastronomía. Le gusta cocinar, experimentar con los alimentos y probar lo que cocina. Le gusta descubrir nuevos vinos y nuevos escritores. Le gusta recrearse en textos y palabras ya leídas, leídas multitud de veces y encontrar en ellas otros significados, otras vidas que un día encajaron en unos versos o una historia y que ahora son otras, o siguen allí, escondidas, amarradas al recuerdo y a la evocación de los párrafos en otras mentes, en otros bocas.

No, a él no le gusta viajar. Desde que nos conocemos solo lo hemos hecho a la playa, a la casa de la playa donde veranean su hermana y su cuñado. Dos semanas de descanso con su familia. Dos semanas en el mismo sitio, haciendo lo mismo, como si de un ritual religiosos se tratase. Levantándonos a la misma hora. Desayunando todos los días pan con aceite y tomate, sentados en la terraza. Él con un libro. Yo mirándole y mirando al mar, que se ve al fondo, en una esquina, apareciendo entre los edificios. Bajando a la playa y subiendo a casa a la misma hora día tras día. Saliendo a cenar, al restaurante del Paseo Marítimo, para comprobar, una vez más, que ha bajado de calidad y que, como en casa, en ningún sitio. Y vuelta a Madrid.

No, definitivamente, a Miguel no le gusta viajar. Ni conocer sitios nuevos. Ni hacer nada distinto a lo que lleva haciendo en los cincuenta y siete años de su vida. Y le convencí para esto, para esta locura al límite que se me había ocurrido. Para esta prueba de fuego, para esta última oportunidad a nuestra relación. Para unos días solos, lejos de nuestro entorno, obligados a estar juntos, a ver si así conseguíamos hablar, conseguíamos decirnos qué es lo que nos pasaba y averiguábamos si esto tenía sentido o no.

No paraba de darle vueltas en mi cabeza a la canción de Ella baila sola “Lo echamos a suertes”. Así es como me sentía. Así es como nos sentíamos los dos. O al menos eso creía. No lo habíamos comentado. Ninguno se atrevía. Pero era evidente. La rutina ha sido fuerte. Muy fuerte. Y ha arrasado con todo lo que fue al principio. Con esa desazón, con esa sensación de vivir el último día del mundo y la obligación de disfrutarlo, de exprimirlo. Las ganas de hablar, de contarnos quiénes éramos, de explicarnos los momentos de nuestras vidas que habían sido importantes, de compartir cada idea, cada decisión. Las ganas de oír su voz, esa voz que al principio me pareció acariciadora, como su mirada – mirada fija y escrutadora de miope – y que ahora me incomodaba cuando – demasiadas veces en los últimos tiempos – se elevaba más allá del tono que me parecía admisible.

“… Será que nuestra vida ya no es diferente

Hacemos todo igual que el resto de la gente…”

Volvía a venir a mí la letra de la canción de Ella baila sola y me decía que era por eso, para hacer nuestra vida diferente por lo que había organizado este viaje. Y no era tan complicado. Al fin y al cabo, íbamos a unos países con culturas parecidas a la nuestra. Argentina y Chile son, quizá, los dos países más europeos de Sudamérica. Y en ambos se habla español. Vamos, que se lo estaba poniendo fácil a Miguel. Tampoco iba a ser tanto esfuerzo.

Y al principio pareció que había acertado. Le encantó Buenos Aires. Decía que le recordaba a Madrid. Con cara ilusionada recorrió ensimismado varias librerías. Según Miguel había más, y más auténticas que en nuestra ciudad. Revolvió pilas y pilas de libros, con la misma satisfacción en los ojos que un niño en el día de Reyes. Y luego, de camino al hotel, me contaba las joyas que había encontrado. Me repetía, punto por punto, cada conversación con los dependientes. Y unía esas historias con las de los escritores y sus vidas. Y yo le veía disfrutar y sentía que quizá lo estaba logrando. A lo mejor, con este tiempo juntos, volvíamos a encontrar esa conexión que un día tuvimos, ese entendernos con una mirada, ese pensar lo mismo y saberlo sin hablar. Pero no podía evitar sentir un poco de desazón. Porque, con tanta librería, no estábamos cumpliendo el programa. Y se iban pasando los días y ya había varias cosas que nos íbamos a perder: del barrio de Recoleta y el cementerio ya podíamos ir olvidándonos y, como siguiésemos así, nos íbamos sin ver la casa Rosada. Entre el amor por las librerías y por la comida, se nos iba el tiempo, que estaba ya hartita de asado, de bife y de empanadillas. En definitiva, que Buenos Aires le gustó a Miguel más de lo que esperaba y a mí… A mí no sabría qué decir porque no vi casi nada de lo que llevaba previsto. Lo que vi… pues bueno, estuvo bien. Pero es que básicamente lo que podría hacer es un ranquin de restaurantes y librerías. Poco más, y me daba una sensación de pérdida de tiempo, de pérdida de oportunidades… Porque, ¿iba a volver a Argentina alguna vez? Me temía que no.

Y con esa sensación, extraña, agridulce, nos fuimos a nuestro siguiente destino: Iguazú. Lo había elegido por mí, quizá el único destino en el que no pensé qué podría gustarle a él. Quería ver las cataratas. No me las iba a perder. Y si a Miguel no le hacía ilusión era su problema. Y no le hizo. No puedo entender cómo no lo disfrutó. Esa sensación de plenitud, ese ruido continuo, que te impedía escuchar al otro y que se te metía dentro. Un ritmo que era uno con el agua y marcaba los latidos de tu corazón.

Pero, para Miguel, Iguazú fue, sobre todo, incomodidad.” Demasiada humedad”, me decía, pasándose los clínex por la frente, que acabó con tres paquetes el primer día. No le gustaba el calor y allí las temperaturas medias eran de 30º. Por más que intentaba adaptarse, a mediodía ya no podía más. Y bien que se ocupaba de que lo supiera. No paraba de quejarse. Y a mí, que había organizado todo para tener una Navidad diferente, se me hacía insufrible. La pasamos allí. Los dos solos. Cenamos el veinticuatro en el hotel y, tengo que reconocerlo, fue raro, desangelado. En definitiva, fue triste. Y eso que yo no suelo celebrarlo. Desde que murió mi padre no tengo ninguna ilusión en esta fiesta. Algún año he cenado con mi amiga Teresa. Pero es extraño. Estoy como de más. Deseando que lleguen los postres y mirando continuamente el reloj para ver si ya es una buena hora para que me vaya sin que parezca descortés. Por eso intento trabajar siempre en Nochebuena. Y en Navidad. Hago las guardias. Alguien tiene que atender a los clientes en el hotel. Y de eso me encargo yo. Pero este año no. Este año he sido yo la que ha pasado la fiesta en un hotel. Y, la verdad sea dicha, casi prefiero estar al otro lado. No. No fue buena idea lo de pasar la Navidad en Iguazú. No sé si fue porque Miguel echaba de menos a su familia, a su hermana y a su sobrina; pero el caso es que no hubo manera de que la noche, y el día siguiente, fuesen mínimamente entrañables. Fríos. Fueron días fríos envueltos en el calor húmedo e impersonal del ambiente.

Le miro ahora, dormido plácidamente, a punto de dejarse caer sobre el desconocido de su derecha. Cómo ha cambiado en estos días. Parece otro. Quizá al final sea cierto que el frío le viene bien. Aunque al principio…

Al principio las cosas no mejoraron en el Sur. Miguel presumía de aguantar muy bien las temperaturas bajas, y yo había supuesto que la parte Sur le gustaría más, pero su ánimo no mejoró cuando empezamos a visitar glaciares. Ni los primeros días, en ese hotel tan bonito de Punta Arenas. Seguía taciturno, con ese ánimo cambiante, casi sin hablarme, salvo para quejarse. Quejarse de lo temprano que teníamos que levantarnos, de lo que le mareaba el barco, del aire que no paraba. Estaba claro, el viaje no había sido una buena idea. No nos estaba uniendo y, a pesar del tiempo que había invertido en organizarlo todo, y del dinero que nos habíamos gastado, yo tampoco estaba consiguiendo disfrutar de los paisajes, de las ciudades, ni siquiera de las comidas, que parecían ser lo único que le interesaba a Miguel. Pensé que no deberíamos haber venido. Y que teníamos que hablar. Aunque los dos intentásemos evitarlo. Seguía sin poder sacarme de la cabeza las estrofas de esa canción de Ella baila sola:

“… pero me cuesta tanto decirlo a la cara…”

Y, para intentarlo, decidí leerme el libro que me había regalado Miguel antes de empezar el viaje. Los poemas de Pablo Neruda. Si lograba llenar mi mente de otras cosas, quizá podría dejar de tener esa sensación de pérdida, de fracaso, que se despertaba conmigo todas las mañanas y se me pegaba como una sombra que me acompañaba todo el día.

No conseguí pasar del quinto poema. Me era imposible. Entre los horarios, esos madrugones infernales para las excursiones y lo difícil que me había resultado siempre mantener la concentración, me dormía antes de finalizar un poema.

Sabía que a Miguel le haría ilusión que lo leyese, pero, teniendo en cuenta el poco entusiasmo que estaba poniendo él en disfrutar del viaje, tampoco veía por qué tenía que hacer yo esfuerzo alguno por contentarle.

Hasta que, tres días antes de Nochevieja, me desperté y le vi sentado, leyendo el libro de Neruda. El que me había regalado a mí. Ensimismado. Como si no se supiera, de memoria, todos los poemas. Como si no recitase trozos sueltos, de vez en cuando, pensando que no me daba cuenta. Y, desde ese día, desde que cogió el libro y lo guardó, como por un descuido, en su equipaje, fue distinto. No sabría decir bien qué le había pasado. Era como si su mal humor se hubiese desvanecido. Y no voy a decir que disfrutase del viaje, pero, al menos, ya no se quejaba. Y en vez de quedarse sentado frente a la cristalera de la planta baja, leyendo, con un café en la mesa, venía conmigo y recorríamos esas calles que, al segundo día, no tenían secretos para nosotros.

Y así, poco a poco, comenzamos a hablar. De nosotros. De nuestra relación. De lo que los dos sabíamos que estaba pasando. Oírlo fue extraño. Tanto en su boca como en la mía. Es más, diría que, al poner la situación en palabras, empezó a parecerme ajena y cada vez encontraba menos motivos para que estuviese ocurriendo. Lo que antes me parecía lógico; el deterioro por el paso del tiempo, por la falta de estímulos, por la monotonía, empezaba a minimizarse, a hacerse más y más pequeño, una vez que las palabras le daban forma.

Y así, el día anterior a Nochevieja, mientras oía por tercera o cuarta vez en el viaje la historia de la variedad de uva Carménerè, de cómo desapareció en Francia y volvió a aparecer en Chile, supe que lo había logrado, que lo habíamos logrado, que el viaje había cumplido su objetivo y habíamos encontrado el hilo, la conexión que apareció, como por arte de magia, entre su balcón y mi ventana hacía casi tres años. Estaba allí, siempre había estado y solo teníamos que tirar un poquito de ese hilo, desempolvarlo y hacerlo más grande, para poder volver a reír por las mismas ocurrencias, hablar con sobreentendidos que solo nosotros conocíamos, y mirarnos con los ojos – curiosos y parlanchines – del principio. Cosimos el paso del tiempo con ese hilo y, juntos, deseamos en silencio que durase, que durase todo lo que fuese posible, como ese paréntesis, esa vida prestada que estábamos empezando a disfrutar después del cataclismo de la pandemia.

Le miro ahora dormir, con esa postura imposible y me apiado de él. Con cuidado, intentando no despertarle, le atraigo hacia mí y dejo que su cabeza repose en mi regazo. Yo apoyo levemente la mía en la ventanilla y tarareo en mi mente. Pero ya no es la canción de Ella baila sola. Ahora es otra. Es una canción de Los secretos, que ocupa mi memoria, como por arte de magia, desde ese día anterior a Nochevieja y que, como antes la otra, no se me va ni un momento:

“… Que hoy he soñado, en otra vida, en otro mundo, pero a tu lado…”

2 comentarios en “#Relato En otro mundo

  1. La vida es adaptarse, y aquí lo recoges perfectamente. Pasar de la euforia, a la incertidumbre y miedo, hasta llegar la estabilidad. Buen relato

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