#Relato Fin de año en el fin del mundo

Hoy voy a empezar una serie de relatos como continuación a mis #RetratosDelConfinamiento. La idea es ver qué ha sido de mis personajes tres años después. Empezamos con Pilar y Miguel, los protagonistas de El amor en los tiempos del ERTE,  El super, y  Fa-l-seando. 


 

Sentado en la terraza, veía la luz sonrosada tiñendo la silueta de las montañas y reflejándose en el mar. Eran ya las diez y media y no había manera de que anocheciese, de que la luz se fuese del todo. Qué sensación tan rara. Y qué espectáculo tan bonito. Miró de nuevo al frente y se arrebujó en el abrigo. Hacía frío. Más del que había esperado. Y eso que a él le gustaba. Le gustaban las temperaturas bajas y se vanagloriaba de no necesitar casi ropa de abrigo. Pero eso, que a veces no casaba con las temperaturas extremas de la meseta en la que nació y siempre había vivido, era imposible allí. Allí, en el fin del mundo. Una vez más se preguntó qué hacía él en ese paraje. Qué necesidad tenía de haber recorrido tantos kilómetros, no sabía ni cuántos, para estar pasando frío frente a un paisaje bellísimo – eso sí – en el que parecía que nunca se ponía el sol. Y sabía que, cuando lo hiciera, sería por poco tiempo. Porque la luz, que comenzaba de nuevo a aparecer sobre las cuatro de la mañana, se colaba a través de las cortinas gruesas y le despertaba desde que, hacia dos días, llegaron a ese hotel. Estaba comenzando a acostumbrarse, a acostumbrarse a la belleza de ese panorama salvaje y a la comodidad del hotel, a la calidez de sus espacios de madera, a su estructura de palacio recio de la vieja Europa incrustado, como por azar, en la parte más Austral del continente americano.

“Al final uno se acostumbra a todo”, pensó. Y el sonido de la frase no pronunciada, resonó en su mente, uniéndose, sin quererlo – ¿o sí? – a la figura que descansaba al otro lado del cristal. Se volvió a ella y vio la sombra de su silueta. Pilar. ¿Se había acostumbrado a ella? Resopló, recordando los primeros días. Esos extraños días que nunca habría imaginado. Las miradas, al principio del confinamiento, envueltas en el aplauso de las ocho de la tarde. El primer encuentro, en el super, rodeados por sus inseguridades y el extraño aspecto que les daban las mascarillas y los guantes recién incorporados a la vestimenta diaria. Sus conversaciones, a través de las pantallas del móvil o del portátil. Las primeras salidas, andando sin rozarse, en los horarios que les correspondían. Los recuerdos le trajeron un fugaz revoloteo en el estómago, reflejo de la sensación de vértigo que tenía entonces. Reflejo de la sonrisa que se alojaba en sus labios y en su mente en aquel momento. La pandemia les había unido y ahora…. Ahora que todo volvía a ser “normal”, apenas quedaba rastro de esas sensaciones.

Tenía frío. Echaba de menos una taza caliente entre las manos. No había cafetera en la habitación y a él le habría gustado tener algo que templase su cuerpo e hiciese más cálidos sus recuerdos. Volvió a mirar a través del cristal y la vio con más claridad. Pilar. La persona que compartía su cama en este viaje y su vida en los últimos casi tres años. La culpable de que se encontrasen allí, tan lejos de su casa, dispuestos a pasar las Navidades juntos, sin familia, los dos solos, en un último esfuerzo por dar una oportunidad a esa relación que empezó de un modo tan extraño y que, aunque ninguno de los dos quisiera reconocerlo, hacía tiempo que había empezado a romperse.

Ella se había empeñado. Y él no había sabido decir que no. Vino a su mente el poema de Pablo Neruda: La canción desesperada. Recitó bajito, hasta llegar al final, mirando el agua calmada frente a él. “… Todo en ti fue naufragio … Es hora de partir”. A través del reflejo del cristal vio el libro sobre la mesita de Pilar. Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Se lo había regalado él. Cuando empezaron a hablar del viaje. Y ella aún no lo había acabado. Quizá nunca lo hiciera. No le gustaba leer. Y él era librero. A Miguel le encantaban las letras, la poesía, los relatos. Pasaba de un libro a otro. Hablaba sin cesar de escritores e historias. Historias que, al principio, mantenían a Pilar embelesada, admirada por los conocimientos de su nuevo amor, del hombre que, en las circunstancias más inesperadas, le había devuelto la ilusión. En esos momentos ella lo intentó. Vaya si lo intentó. Miguel aún recordaba lo que le costó terminar La peste, de Albert Camus, ese primer libro que él le pasó en el supermercado, como si de una sustancia prohibida, como si de contrabando se tratase. Pero lo hizo. Entonces lo hizo. Entonces aún tenían esperanza, los dos, aún creían que esa relación, esa nueva ilusión que había florecido, como la ciudad, ante la ausencia de la rutina diaria, podía ser más. Y lo fue, lo fue durante esos últimos tres años. Pero ya no. Ya no era lo mismo y ambos lo sabían, aunque se negasen a aceptarlo. Miguel la miró y buscó y buscó las sensaciones. Esa alegría al verse, el deseo en su mirada, el calor que le subía a la cara cuando sentía que ella no le quitaba ojo. Esas ganas de hablar y conocerse. Esos nervios, aquella primera vez en su casa, con el confinamiento relajado, pero todavía vigente. Con las mascarillas de ambos sobre la mesilla y la casa de ella al otro lado de la ventana del cuarto.  Cuánto la había deseado, cuánto la había extrañado en los primeros meses de la vuelta a la rutina, con la librería a medio gas y las dudas sobre el futuro como un gorro estrecho que apretaba sus pensamientos. Cuánto se habían dicho a través de los whatsapp que, hacía tiempo, ya no contenían más que instrucciones de convivencia, unos “¿has reservado para el sábado?” o “ha llamado el administrador”. Nada quedaba de aquellas parrafadas que devoraban ávidos, contándose, ambos, la vuelta a sus respectivos trabajos. Los reencuentros con los compañeros, las dudas sobre el futuro, las historias nuevas del otro, la ausencia de esa otra rutina, la de ellos dos, la que habían ido construyendo sin quererlo, entre noticias sobre contagios y medidas.

Nada quedaba de entonces. ¿Nada? No habían hablado de ello. No se atrevían. Pero la certeza de que su relación se había acabado se extendía entre ellos como un muro gelatinoso en el que rebotaban constantemente. Por eso lo del viaje. Ese viaje imposible que él nunca habría querido. Ese viaje a Argentina y Chile que no cabía ni en el más osado de sus pensamientos. A él no le gustaba viajar. No le gustaba nada. Y habían tenido que irse allí, tan lejos, y encima en Navidades. Que no es que él fuese muy familiar, pero siempre pasaba esos días con su hermana, su cuñado y su sobrina. Se le hacía raro. Se le hacía raro estar allí, sin su familia, sin sus amigos. Solo con ella. Con ella que era, al mismo tiempo, tan conocida que se había vuelto rutina y tan desconocida que no era la persona con la que quería pasar esos días. Con ella no. La primera Navidad sin restricciones. La primera Navidad post pandemia. Con ella no. Y allí estaba. Él, que odiaba viajar, que nunca se había comprado unas botas de montaña, ni un forro polar. Él, que amaba los libros, la historia, el arte, la arquitectura. A ella, sin embargo, le encantaba viajar y, sobre todo, prepararlo. Había disfrutado tanto organizándolo…

Miguel, sentado en la terraza, veía las últimas luces del día morir sobre el mar. Enfrentado a la belleza salvaje de la naturaleza. A la incomodidad del aire batiéndole el rostro. Al impactante reflejo de las cumbres nevadas sobre el agua.

El frío había llegado a dormirle las manos. Miró una última vez al mar que se iba ennegreciendo, con reflejos azules sobre el violeta de la última franja iluminada del cielo y entró a la habitación. El calor le recibió, envolviéndole con ese manto etéreo que otras veces le habría agobiado. Vio el libro sobre la mesita y volvió a recitar mentalmente: “… Es hora de partir”. Aún les quedaba Nochevieja y luego volverían a Madrid. A su casa. Cada uno a la suya, porque en eso, habían sido lo suficientemente hábiles como para mantener su independencia. Pero estaban juntas. Sus casas estaban juntas. Eran vecinos. Lo que les condenaría a ambos a una incomodidad que no quería imaginar.

“Se ha acabado.” Se dijo, para reafirmarse. Su relación se había acabado. Ambos lo sabían, a pesar del empeño y la ilusión que puso Pilar en programar ese viaje. Esa última oportunidad. Los dos solos. Tan lejos de su casa.

Miguel se sentó en la cama, en su lado de la cama y la miró mientras dormía. El pelo revuelto sobre la cara. Ese pelo nuevo, que en nada se parecía a la melena rojiza que tenía al principio de la relación. Sin pensarlo, pasó su mano por la frente de Pilar, para retirarle el flequillo plateado que le caía sobre los ojos. Ella se estremeció, un leve movimiento, como reconociendo las manos ajenas que la acariciaban. Siguió durmiendo. Miguel sonrió. Y vinieron, del golpe, a su mente las sensaciones. Todas. No, todas no, solo las buenas. Y el recuerdo de un poema, de otro de los poemas del libro:

“Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.

Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido”.

Levantó las sábanas y se acostó junto a ella, mirándola. Vio su cara detenida en la placidez del sueño, la curva de sus labios entreabiertos, la sombra de sus párpados cerrados… Sintió su respirar, su cadencia. Cerró los ojos y recordó todo. Todo vino a él. Se dejó llevar por la memoria de momentos olvidados y se meció en el ritmo de otros versos, los de Ángel González:

“En los helados círculos polares
toda tu superficie reverbera…
Bajo las luces de tu primavera,
a punto de deshielo, los glaciares”

Y cuando, horas después, las primeras luces se filtraron por la tela de las cortinas y llenaron de reflejos sus ojos, Miguel había cambiado. Era otro. Era el mismo Miguel ilusionado, rejuvenecido, que probó de nuevo la adolescencia en el tacto, las palabras y los ojos de Pilar.

Abrió los suyos y la vio, allí, dormida, junto a él, con la misma melodía que creaban los aplausos de tres años atrás, la melodía que les mecía a ambos en esos pasos olvidados que eran suyos, solo suyos, y que seguían estando ahí, que siempre habían estado ahí.

Y supo que estaba en su tierra, en esa tierra, en esa geografía que recorría con el recuerdo y que parecía vivir en sus manos. En el mapa que marcaba el cuerpo, la mirada y la sonrisa de Pilar. Ella era su patria, su casa.

Y supo que quería recibir al nuevo año con ella. En su tierra, en su patria, en aquel lugar en el que nunca imaginó que quería estar.

 

6 comentarios en “#Relato Fin de año en el fin del mundo

  1. Me gusta el contraste del relato. Empieza con la impecable y sugerente descripción de un paisaje paradisiaco, donde parece que el amor de esta pareja ha tocado su fin, con frases tan rotundas como: “Nada quedaba de entonces. ¿Nada? No habían hablado de ello. No se atrevían. Pero la certeza de que su relación se había acabado se extendía entre ellos como un muro gelatinoso en el que rebotaban constantemente”. Luego la historia da un giro y Miguel cambia su percepción sobre Pilar, para terminar con un final feliz: “Y cuando, horas después, las primeras luces se filtraron por la tela de las cortinas y llenaron de reflejos sus ojos, Miguel había cambiado… Y supo que quería recibir al nuevo año con ella”. La sonrisa que Pilar le devuelve al despertar, da a entender que ella también quiere seguir la relación. Estas alteraciones del amor son un reflejo de la vida misma.
    Los versos que has intercalado son muy apropiados y le dan al relato un doble valor literario.
    Buena forma de empezar el año, Pepa. Felicidades.

  2. Genial como siempre. Además….. tiene final feliz. Una característica de los relatos de Pepa es que siempre el final sorprende y sobrecoge por inesperado y fatal y en este nuevo relato el final es optimista y positivo. Bravo.

  3. Buen relato y buena narrativa. Cada vez mejor…Como buena narradora que eres, VEMOS imágenes a través de tus palabras ..con la misma nitidez que una fotografía.

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