
Toda tu vida está en el móvil. En ese aparato que lleva ya un año contigo y que es como una parte de ti. Conoces su forma, su tacto. Los bordes redondeados de su funda azul Klein – el color corporativo de tu empresa – su peso que deforma ligeramente los bolsillos de tus americanas.
Tu móvil. Con las fotos de tus hijos, las de tu madre, las de aquel verano de antes de la pandemia. Con tus redes sociales, y el puñado de likes que cosechas ansioso como si fuesen los destellos de ese éxito que ya sabes que nunca tendrás. Con tu correo, el personal y el del trabajo. Con la APP esa que te cuenta los pasos y que te da la falsa sensación de que estás haciendo algo para perder el peso que dices que no es tuyo, pero lleva contigo desde el 2019. Con la otra APP, la de reservar en el gimnasio, que te recuerda, acusadora, lo poco que vas. Con otras diez o doce, o vete a saber cuántas APP más, que ya no sabes ni para qué son, que te descargarte en su día y que no usas. Con tus tarjetas bancarias. Con las tarjetas de embarque del viaje del lunes. Con tus whatsapps, ¡tus whatsapp! Las conversaciones que deberías haber borrado y que conservas ocupando espacio. Esos grupos de los que nunca saliste y en los que te quedaste como administrador, o incluso como único miembro. Con las fotos de los perfiles, que cotilleas de vez en cuando. La foto de ella… Y sus whatsapp. Los de antes. Porque hace ya casi seis meses que no sabes nada de ella. Bueno, nada no. Sabes lo que te enseñan sus fotos de perfil, lo que imaginas a través de sus estados. Que dices tú, que si no te ha excluido de las personas que pueden verlos, será por algo. A lo mejor ella también se acuerda de ti. Como tú de ella. A lo mejor, a pesar de cómo acabasteis, a pesar de que hace más de seis meses que no habláis, a pesar de las caras sonrientes en los viajes, en las cenas, que te miran desde su número durante solo veinticuatro horas, ella no quiere cortar todos los lazos contigo. O sí. Y no se acuerda de ocultártelos. O sí, y prefiere que la veas, continuamente, que sientas que lo pasa bien, que no te recuerda, que cada uno de sus días es un día más feliz sin ti. Seguramente eso tiene un nombre. Lo que tú haces, cotilleando y lo que hace ella, exhibiéndose. Seguro. Ahora todo lo tiene. Pero tú no lo conoces.
Metes la mano en el bolsillo y lo notas. O mejor, no lo notas. No está. No está el móvil en tu bolsillo. Y viene a ti la sensación, esa que anuncia el pánico. Esa que te asalta cuando no lo encuentras, cuando lo dejas en la mesa, o en otro cuarto. Cuando se te olvida. No tienes el móvil. Miras a tu alrededor. No está. Levantas el cuaderno, las hojas. Nada. Que no lo ves. ¡Joder!, qué contrariedad. Ya lo has perdido. Otra vez. Te sucede como unas diez veces al día, porque eres muy despistado. Y lo llevas a todas partes. Y lo consultas casi constantemente. Y te lo acabas dejando. Pues me llamo y ya está. Pero no suena. Ahora no suena. No está en tu despacho. Empiezas a sentir un ahogo, como si el cuello de la camisa te quedase estrecho. No puede ser. Si no he salido. Si llevo todo el día aquí. Y lo traía. Lo traía por la mañana. De eso estoy seguro. Porque he marcado la hora de entrada en la APP de registro horario. Y he contestado como veinte mensajes. Del grupo del fútbol, de mi prima… Hasta del grupo de familia, que hay que ver qué pesado estaba esta mañana Miguel. Lo tenías, claro que lo tenías. Pero ahora no. Ahora no está y no sabes qué hacer. Y no suena. Si ya te lo dice siempre Mariana, “es que deberías llevar dos móviles, no deberías tener todo en el del trabajo”. Pero para ti eso es un lío, ir con dos, qué rollo. Por eso tienes las dos tarjetas en el móvil corporativo. Y lo que no tienes ahora es el móvil, que no sabes dónde está. Decides salir y decirle a Susana que te llame, a ver si suena en el baño, o en la sala de reuniones. Desde la recepción seguro que lo oyes si suena. Y en algún sitio tiene que estar. No se puede haber evaporado.
Llegas al mostrador y la ves al teléfono, con los cascos puestos. Esperas a que acabe. No levanta los ojos, como si no te viera. Qué entretenida está. Tiene gesto de fastidio. Algo pasa. Cuando acaba, te diriges a ella.
- Susana, por favor, llámame, que no encuentro el móvil. – Pero ella no te mira. Sigue absorta en su cuaderno, apuntando algo.
- Susana – elevas un poco la voz. Te hace sentirte incómodo. Pero nada. Ha dejado de apuntar, pero sigue sin verte. – ¡Susana! – Ahora has gritado. Has gritado y te mira. Vaya, parece que ya te ha oído. – Susana, no encuentro el móvil, por favor, llámame a ver si suena. –
Y la ves. La ves y notas que mira a través de ti, como si no estuvieras. Tanto es así, que te das la vuelta y miras tú también detrás, por si hubiese alguien. Y no. No hay nadie. No hay nada. Pero Susana no te ve. Ni te oye. No sabes qué pensar. No sabes qué está pasando, pero no te hace ni pizca de gracia. Le tocas el hombro. Y al hacerlo, no notas nada. No chocas con ella, es como si la traspasases. Y ella ni se da cuenta. Ni se da cuenta porque sigue mirando detrás de ti. No, detrás no, dentro de ti, como si pudiese ver algo que tú ni sabes qué es. Gritas.
- ¡Susana! – Y nada pasa. Nada. Quieres tocar tú mismo el teléfono de la centralita, pero te ocurre lo mismo que con ella, nada. Los dedos pasan sobre las teclas y no se hunden. El auricular sigue en su sitio. No logras levantarlo. Ella sí. Ella lo levanta, ahora sin cascos y empieza a hacer una llamada.
No entiendes qué está pasando. Ella no te ve. No te escucha. No puedes coger el teléfono. El de la centralita. Porque el de tu despacho sí pudiste. Lo hiciste. Decides volver. Lo mismo es una cosa de Susana, de la centralita, vete a saber. Pero la sensación de angustia te causa nauseas. ¿Qué está pasando? Dudas entre ir al baño a vomitar o volver a tu despacho. Decides volver a tu despacho. Ya vomitarás luego. Ahora, lo más importante es encontrar el móvil. El móvil. Sin él no puedes hacer nada. Estás perdido. Todos los teléfonos de tu agenda. Están allí. No te sabes ninguno. Ni siquiera el de Mariana. Hace tiempo que no memorizas. Todo lo tienes grabado. Grabado en el móvil. Que no está. Que no aparece.
La puerta de tu despacho está cerrada. Te extraña. Tú nunca la cierras y no recuerdas haberlo hecho cuando saliste. De todas formas, decides no darle importancia e intentas abrirla. No puedes. Pasa lo mismo que ocurría con la centralita. La mano resbala en el pomo y no ocurre nada. Oyes voces. Voces dentro. Hay alguien, te dices. Pero el vinilo no te deja ver. No ves nada. Te pones de puntillas y te asomas. Ves a una mujer sentada en tu mesa, con la cara vuelta hacia la pantalla del portátil. No la reconoces. Es cierto que no se la ve bien, pero no te suena. ¿Qué hace esa persona sentada en tu sitio? Mientras te lo preguntas, ves venir a lo lejos a José, el informático, con paso decidido. Piensas que él sí te ha visto. Tiene que haberte visto, porque viene sonriendo. Y de pronto lo ves. Lo ves. Allí está. En su mano. Es el móvil. Tu móvil. No te cabe la menor duda. Casi puedes sentir su peso en tu mano, los contornos suaves, las curvas de sus esquinas. Es tu móvil. Sientes una alegría que no recordabas. ¡Por fin! Ahí está. Seguro que ya se arregla todo. Vas hacia José, pero, cuando llegas a su altura pasa a tu lado sin decirte nada, sin verte, sin rozarte, a pesar de lo estrecho que es el pasillo. Te das la vuelta y le ves entrar en tu despacho, en el despacho en el que ahora hay una chica rubia que no conoces.
José llama a la puerta y una voz chillona que no reconoces le dice que puede pasar. Te acercas para escuchar la conversación.
- Hola Tina. Aquí lo tienes. Es el móvil de tu antecesor. Ya está formateado. – Y ves cómo se lo entrega. A ella. Tu móvil. Y está formateado. ¿Dónde habrán quedado entonces tus fotos, tus correos, tus mensajes….? La angustia te oprime el pecho. Ya no tienes ganas de vomitar. Ahora sientes que te ahogas. Oyes voces que no distingues, hasta que la voz chillona se hace fuerte entre las demás y dice:
- Oye, José, creo que te has dejado algo- Tiene otra SIM aquí. ¿Cuál es la mía?
- ¿A ver? – Pregunta José. – Anda, pero si debe ser una SIM personal de Javier. No me lo creo. ¿Y no se la llevó?
Quieres gritar. Gritarles. Decirles que estás allí. Que no toquen tu SIM. Que te la devuelvan. Con todos tus datos, con tu tarjeta sanitaria, con tu APP del Banco, con las fotos de la boda de tu primo, con los mensajes de ella…
- ¿Estás seguro de que es de él? – Cuestiona la voz chillona.
- Pues la verdad es que no. Voy a ver si le llamo y le pregunto. No, mejor pregunto a Dennis, a ver qué me dice. – Y le oyes intercambiar frases con el chico nuevo de su equipo. – ¿De verdad?, ¿se llevó todo? Vale, pues entonces formateamos también esta. Vale. Te la bajo. –
No. Van a formatear la otra tarjeta. Y todo desaparecerá. Desaparecerán tus recuerdos de las vacaciones. Las fotos de la graduación de tu hijo, los documentos que acumulas y que no tienes en ningún otro sitio, las fotos de ella… Quieres gritar, gritar, pero no puedes. Sigues allí. En medio del pasillo. Sin que nadie te vea. Sin que nadie te oiga. Siendo menos que una sombra y sabiendo que todo, todo, se está perdiendo. Que te quedaste sin móvil y tu vida estaba en él y ahora, ahora ya no queda nada… Pero te equivocas. O al menos te equivocabas. Porque aun tienes las memorias y los archivos de vida de tu tarjeta personal… Lo que te permite seguir sintiendo. Sintiendo esa angustia, esa opresión en el pecho, esa sensación de caída libre…
Hasta que Dennis coge la tarjeta y la formatea.
Y tu vida se borra por completo.
La vida misma…, exagerada, pero la vida misma
Es verdad. Cada vez que perdemos el móvil de vista, nos entra el pánico. Muy real
Un relato en segunda persona con el que es fácil identificarse. Transmites muy bien el agobio y la desesperación de este personaje que, una vez perdido el móvil, está muerto. Me ha gustado mucho, Pepa.